Entre 1405 y 1433, el Imperio chino movilizó siete expediciones marítimas monumentales —de unos 30.000 tripulantes y de 70 a 300 naves de grandes dimensiones en cada una— que atracaron en las costas del Sureste Asíatico y llegaron hasta Ceilán, la India, el golfo Pérsico, la Meca, el mar Rojo y la costa swahili africana. Fueron los más largos y ambiciosos viajes en barco realizados hasta entonces. Los portugueses, por ejemplo, tardarían todavía unas cuantas décadas en cruzar el cabo de Buena Esperanza.
La vasta empresa marítima imperial estuvo impulsada por el emperador Yongle, de la dinastía Ming, obsesionado por encontrar y eliminar a su sobrino huido después de haber usurpado el trono, y liderada por el eunuco musulmán Zheng He. Además de generar abundante información geográfica y establecer contactos comerciales y diplomáticos, de los relatos oficiales se desliza la idea de que las expediciones respondieron a la necesidad de legitimidad del gobernante: no hubo un intento de expansión territorial, sino de establecer un área de influencia ritual, unas relaciones condicionadas por el disuasorio potencial militar chino.
Llama la atención que después de señorear los Mares del Sur —como Núñez de Balboa, en singular, bautizó al Pacífico— y el océano Índico, Pekín, que tradicionalmente había desconfiado de las aguas abiertas y los extranjeros, volvió a entregarse a la "política de prohibición del mar" y limitó toda navegación al margen del sistema tributario. La respuesta fue un proceso migratorio de la diáspora mercantil china y unas redes de comercio informal que crearían una constelación de puertos en la costa de las aguas del monzón.
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Lo que en palabras de Manel Ollé constituye "la mayor época de exploración marítima de la historia china, y también de la humanidad", desembocó en un paisaje de interacción desarrollado a expensas de los canales legales y que favorecería la absorción, unos años más tarde, de comerciantes procedentes de zonas muy lejanas, primero de Portugal y luego de Castilla. Esto constituye tan solo el preámbulo, los antecedentes, del nuevo ensayo del profesor de Historia y Cultura de China moderna y contemporánea en la Universidad Pompeu Fabra, Islas de plata, imperios de seda (Acantilado), una extraordinaria crónica del encuentro en los Mares del Sur entre los juncos asiáticos y los galeones europeos.
Ollé bosqueja un sugerente lienzo, acotado al siglo que va de 1570 a 1680, en el que coinciden todas las vertientes de esa primera globalización: la irrupción de los ibéricos en Asia y sus pugnas por controlar el mercado de la especiería, la fructífera y conflictiva convivencia de chinos y españoles en Manila, los distintos planes de Felipe II y sus súbditos de lanzarse a la conquista del Imperio chino —el investigador ya hilvanó la intrahistoria del ambicioso proyecto que nunca llegó a ejecutarse en la La empresa de China—, el éxito de una ruta marítima que conectaría tres océanos mediante el Galeón de Manila o el papel de los misioneros que, además de predicar, ejercieron de traductores, difusores culturales y científicos.
Globalización cultural
El autor avanza que su relato "transpacífico, sino-hispánico y euroasiático", donde emerge el verdadero papel desempeñado por la Monarquía Hispánica en el extremo oriental del globo, esquiva imperiofobias e imperiofilias. No obstante, se declara "radicalmente en las antípodas del indisimulado patrioterismo autoritario y nostálgco que late bajo algunos nuevos (pero al mismo tiempo viejísimos) planteamientos historiográficos que, en nombre del lícito cometido de desmentir tópicos infundados y leyendas negras, distorsionan los sucesos, minimizan la explotación, el expolio, la aculturación, el genocidio cultural, la violencia o el conflicto en la expansión imperial europea en general e hispánica en particular".
Fueron estas aguas escenario de una globalización comercial, pero también bélica. Además de la larguísima contienda contra los piratas "moros" de Mindanao y Joló, los españoles se enfrentaron a la violencia corsaria de unos holandeses que perseguían el acceso al preciado calvo —esta empresa alumbraría la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la firma mundial más importante en el comercio y la navegación hasta 1800—; ataques que también respondían a la exportación asiática de la Guerra de los Ochenta Años. Aunque agrietaron las relaciones entre portugueses y castellanos, nunca lograron capturar el botín más preciado, la carga del Galeón de Manila.
No es menos reseñable la globalización cultural. El fraile dominico Juan Cobo fue el responsable de la primera traducción conocida y publicada de un libro chino completo, una recopilación de máximas, aforismos y proverbios morales del siglo XIV, titulada originalmente Mingxin Baojian, antologada, prologada y editada en el año 1393 por Fan Liben, a una lengua europea. Lo hizo en Manila a principios de la década de 1590, aunque con la invisible ayuda de uno o varios indios chinos y sangleyes de la ciudad del Parián o la alcaicería, "la casa cerrada" —esta comunidad contabilizaría decenas de miles de víctimas durante la extinción de sus rebeliones—.
El libro de Ollé desborda episodios singulares, como la campaña anticristiana de un matemático chino que terminó con cuatro años de cautiverio para la treintena de misioneros católicos (jesuitas, dominicos y franciscanos) en una iglesia de Cantón, como los españoles Domingo Fernández de Navarrete, firmante de unos Tratados que mantendrían prendida la llama de la sinofilia durante el siglo de las luces; o Francisco Varo, autor de una de las primeras gramáticas en lengua china que dictó en base a las categorías propias de la latina de Antonio de Nebrija.