"Desamparado de todos los médicos", como dijo su biógrafo y secretario, el cardenal Cisneros estuvo a punto de morir en Granada en 1501 ante la inoperancia de los físicos de los Reyes Católicos. Fue curiosamente una curandera morisca, con unos emplastos, "sin purgas ni sangrías", la que consiguió enmendar la enfermedad "grande y peligrosa" del arzobispo de Toledo, que una semana después ya paseaba a lomos de su caballo. Esta experiencia sería decisiva para que poco tiempo después el fundador de la Complutense solicitase a Roma autorización papal para la colación de grados en Medicina en la nueva Universidad de Alcalá.
El agónico episodio actuó como catalizador de una revolución médica protagonizada por la Monarquía Hispánica en el siglo XVI y que forjaría una generación de oro. Sus impulsores, como el propio Cisneros, que promovió becas para los estudiantes sin recursos, o el filósofo Juan Luis Vives, que reclamó en sus obras la modernización de la sanidad mediante la incorporación de las instituciones públicas en la administración de hospitales y la profesionalización de médicos, boticarios y enfermeros, bebían de los postulados humanistas, de conceptos como la dignidad y la técnica.
"La primera representa la moral del humanismo que sitúa a la persona en el centro de sí mismo y de la sociedad. La segunda implicó ciencia: estudio, observación, análisis y conclusiones. Es decir, el método humanista", resume Gonzalo Gómez García en Sanar cuerpos y guardar almas.
La obra del profesor de Historia Antigua y Medieval en la Universidad Francisco de Vitoria y profesor-investigador honorífico de Historia Moderna en la Universidad de Alcalá de Henares, que engrosa la colección Historia Fundamental de la Fundación Banco Santander, es una radiografía novedosa, con documentación inédita, sobre el desarrollo de la medicina en el siglo XVI en España y en América, cuando se crearon los hospitales modernos con estructura de trabajo grupal: médico, cirujano, enfermeros y boticario.
Tras un siglo caracterizado por la escasez de galenos —judíos y árabes, expulsados por decreto o por las armas, habían mantenido viva la tradición— y la asistencia en rudimentarios hospitales guiados por la caridad, la ciudad complutense se articuló en una suerte de epicentro renovador, tanto por su Universidad, donde los futuros médicos eran formados en Artes y filosofía antes de iniciar sus prácticas con pobres —algunos, véase el caso de Francisco Vallés de Covarrubias, uno de los más brillantes de esta generación única, acabarían como médicos de cámara de reyes, en su caso Felipe II—, como por el Hospital de Antezana.
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En esta institución se reunieron salas de enfermería de verano y de invierno para mujeres y para hombres, sala de disección, botica, un baño de aguas para calmar, cocinas, camposanto, comedor de pobres, capilla abierta al culto, sala del capellán, dormitorios para enfermeros, salas de convalecencia e incluso evangelizaciones de peso, como la de Ignacio de Loyola, que trabajó como ayudante antes de inaugurar la Compañía de Jesús.
Obras pioneras
Uno de los enfermeros, el carmelita venerable Francisco del Niño Jesús, muy apreciado por Lope de Vega, llevó al hospital tres camellos y organizó representaciones para entretener a los dolientes humildes, convertir sus penas en risas. Esa fue otra de las novedades del periodo. Incluso el corral de comedias de Alcalá, el más antiguo de España, tenía un acuerdo para donar parte de la recaudación de las entradas al Hospital de Antezana.
Pero este modelo, que fue perfeccionándose con la incorporación de cátedras de Anatomía y Cirugía o la autorización para diseccionar cadáveres, se exportó a ultramar. En los virreinatos americanos se construyó una red de hospitales —generales y de indios, para hacer frente a las grandes epidemias europeas— y universidades —a la altura de 1640 ninguna otra potencia europea había fundado siquiera un centro académico— que promovieron la formación humanista; e incluso enriquecieron la farmacopea española gracias al conocimiento de nuevas medicinas indígenas.
Los médicos españoles de este particular Siglo de Oro publicaron primeras obras y avances únicos en psicología, urología, farmacia, anatomía, cirugía, nefrología o epidemiología. El obstetra Juan Alonso de Fontecha, por ejemplo, fue el autor de Diez privilegios para las mujeres preñadas, una obra rompedora en la que defendió a toda embarazada, de cualquier condición. "Para todo cuanto el hombre es capaz, lo es ella y aún para más, puede concebir", escribió.
Hablando de féminas, en el siglo XVI aparecieron las primeras enfermeras que no vestían hábitos: eran mujeres laicas, solteras, casadas o beatas que aprendían un oficio, una profesión. Isabel Rodríguez estuvo en las primeras expediciones americanas de Diego Colón y Hernán Cortés. Hizo torniquetes, aplicaba aceites calientes y agua a modo de ungüentos que actuaban como arcaicos antiinflamatorios. Pero el primer salario de enfermera documentado en Alcalá, en 1576, está a nombre de María Martínez. Sorprendentemente, tuvo la misma remuneración que los hombres.