Tras treinta días de cerco, ya no quedan provisiones en las despensas del oppidum de Alesia. La esperanza se esfuma también del corazón de Vercingétorix, el joven noble averno que encabeza la rebelión de las tribus galas en el invierno de 53/52 a.C. contra la presencia romana, contra un indoblegable y astuto procónsul llamado Julio César. El caudillo se niega a prolongar la resistencia recurriendo al canibalismo, como propone uno de sus secuaces, y otea continuamente el horizonte en busca de una salvación que no llega, hasta que finalmente lo hace como si fuese un milagro propiciado por los dioses: un gigantesco ejército de 8.000 jinetes y 250.000 infantes truena a lo lejos. Al frente cabalga su primo, Vercasivelauno.
Los dos primeros intentos por atravesar las impresionantes líneas defensivas romanas —una doble circunvalación de 17 y 22,5 kilómetros con campamentos, fortines y torres reforzadas con pozos, trincheras y estacas afiladas— han sido repelidos. Pero el cobijo de la noche arroja una nueva oportunidad. Al norte de Alesia, en donde el río Rabutin desemboca en el Ose, se ha identificado un punto flaco protegido por dos legiones. Vercingétorix ordena desde dentro una serie de arremetidas en distintos puntos como elemento distractor. El verdadero ataque, el de la fuerza auxiliar, se lanza con ferocidad contra el enclave señalado.
La situación es crítica. Las seis cohortes que Julio César ha enviado al mando de su mejor oficial, el legado Tito Labieno, tampoco logran frenar a la numerosa hueste gala. Reúne a un grupo de jinetes e infantes y se lanza a la batalla, pero en la melé de metales y sangre que se desencadena es abandonado por esa diosa de la guerra que le había concedido tantos triunfos y tanta fama. El invencible militar cae abatido por 23 heridas. Vercasivelauno, que lidera la embestida, se jacta de haber dado muerte al gran enemigo. Otras fuentes dirán que cayó con menos honra, cuando trataba de escapar presa del pánico.
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Los restos mortales de César se exhiben ahora en un santuario en el poblado fortificado arverno de Corent. De un maniquí en madera cuelga su coraza, el gladius y varios pilum y escudos. El trofeo se corona con una escena macabra: la cabeza del procónsul ensartada sobre una pica. Así ha terminado su prometedora carrera militar. Roma no ha podido culminar la conquista de la Galia.
Este relato no es una inocentada, sino una de las ucronías que articulan el último volumen de las revistas de Desperta Ferro. Porque la historia pudo haber ocurrido así perfectamente: el riesgo que adoptó Julio César al dirigir personalmente a sus hombres en pleno fragor de los combates pudo haber sido definitivo. Pero era un genio en el plano bélico y el rojo de su capa, como presumiría en sus Comentarios sobre la guerra de las Galias, desconcertó a los galos, que acabaron sufriendo una durísima derrota. Vercingétorix se arrodilló ante él y entregó sus armas. Alesia fue un hito en la biografía del futuro dictador romano.
Una ucronía es una reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos. Es decir, lanzarse a la aventura de responder a qué hubiera pasado si… Esto es lo que han hecho los editores de Desperta Ferro con la historia de Roma en un volumen que han mantenido en máximo secreto y que desembarca en los quioscos este miércoles. Repetimos: no es una inocentada, sino un riguroso ejercicio de historia contrafactual firmado por historiadores consagrados y especialistas en la Antigüedad. “Un juego intelectual”, defienden en un texto editorial, “que además sirve para iluminar por qué las cosas sucedieron como sucedieron”.
Las utopías —un término acuñado en 1857 por el filósofo francés Charles Renouvier en una obra que reescribía la historia de Europa desde el reinado del emperador Marco Aurelio hasta el siglo IX— están tan bien armadas que combinan ese desarrollo alternativo de los hechos históricos con las narraciones de las fuentes clásicas o los datos recabados por las investigaciones arqueológicas.
Un ejemplo de esta minuciosa reconstrucción es la moneda de oro que ilustra este texto: una ficticia estátera que habría sido acuñada por Vercingétorix en cuyo anverso se representa a un guerrero con cota de malla y espada al cinto que sujeta con su mano derecha un carnyx y un estandarte en forma de jabalí, y con la izquierda una testa decapitada, la de Julio César, como puede inferirse por la leyenda CAESAR MARVOS, “César muerto”. Se habría hallado precisamente entre los vestigios de ese santuario de Corent.
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Los temas que abordan los diferentes artículos de la revista analizan qué hubiera pasado si Alejandro Magno hubiese derrotado a Roma —según esta versión, en el famoso mosaico de Issos, de Pompeya, son los romanos y no los persas los que sucumben ante las falanges macedónicas—, si los cartagineses hubieran triunfado en la decisiva batalla de la Segunda Guerra Púnica de Metauro (207 a.C.), si una coalición celtíbero-lusitana llega a aplastar a las legiones, si las mujeres romanas hubiesen podido participar en la vida política con su voto, si el Imperio nunca llega a entrar en decadencia y desaparecer o cómo hubiera sido un mundo sin cristianismo, entre otros. Los autores son el catedrático Fernando Quesada Sanz o los doctores David Soria Molina, Patricia González Gutiérrez, Alberto Pérez Rubio o José Soto Chica, además de otros reputados especialistas.
Los lectores habituales de Desperta Ferro se van a encontrar en estas páginas los elementos habituales que imprimen un sello extra de calidad a todos sus contenidos: los mapas detallados, las minuciosas descripciones de las piezas arqueológicas y las coloridas ilustraciones que permiten un viaje al pasado mucho más real, aunque en esta ocasión se trate de una aventura más virtual que nunca.