Católico y monárquico son las dos etiquetas que suelen acompañar al escritor francés George Bernanos. Por eso sorprende, y a la vez resulta admirable, encontrar entre su obra un relato tan escalofriante y valiente como Los grandes cementerios bajo la luna, donde denunció la sangrienta represión de los rebeldes y las tropas italianas en Mallorca en los primeros compases de la Guerra Civil. Fue el resultado de un desengaño —había, en un primer momento, apoyado el golpe y celebrado incluso el alistamiento de su hijo de dieciséis años en las filas falangistas—, un alegato contra la sangre que se vertía por puro sadismo.
La lectura del ensayo causó un profundo efecto en la heterodoxa filósofa Simone Weil, que llenó de notas los márgenes de páginas enteras. Era una historia que le resultaba similar, la había experimentado. En 1938 le escribió una carta a su compatriota para compartir sus sentimientos sobre "una guerra que parece de mercenarios, en la que sobra la crueldad y falta la consideración al enemigo": "Yo estuve en España, oigo y leo toda clase de reflexiones sobre ese país, pero, aparte de usted, no sé de nadie que se haya bañado en la atmósfera de la guerra española y haya resistido".
Judía de nacimiento, profesora y sindicalista comprometida con la clase obrera, Weil cruzó los Pirineos a principios de agosto de 1936. Se definía como pacifista, aunque también como una niña que desde siempre se sintió unida al sufrimiento de los colectivos más despreciados. No había dudado en trabajar en las fábricas sacudiéndose sus orígenes burgueses. "La guerra no me gusta, pero lo que más me indigna de ella es la actitud de los que se cruzan de brazos", justificó. Tenía 27 años y les dijo a sus padres que podían estar tranquilos, que iba a cubrir la contienda como periodista. En realidad, la misión que se autoasignó tenía visos de utopía: rescatar a Joaquín Maurín, el fundador del POUM.
['Asunto Viernes', el plan desconocido de la Quinta Columna para acabar la Guerra Civil en 1938]
El caos del conflicto acabaría empujando a la que está considerada como una de las más grandes filósofas modernas a las trincheras del frente de Aragón, combatiendo con otros voluntarios extranjeros en el Grupo Internacional de la Columna Durruti, que murieron en su mayor parte. Le dieron por uniforme un mono de mecánico, un par de alpargatas, un pañuelo rojo y negro y un gorro de los mismos colores, y le enseñaron a manejar un fusil. Sin embargo, lo que al principio divisaba como "una guerra de campesinos hambrientos contra terratenientes y un clero cómplice de los terratenientes", se tornó, para su decepción, en un escenario completamente diferente, "una guerra entre Rusia, Alemania e Italia".
Evolución ideológica
Los 45 días que Simone Weil pasó en España, de los que se conocen escasos datos gracias a un puñado de documentos, como los apuntes de un diario que llevó en un cuaderno Moleskine, constituyen la trama narrativa de La columna (Tusquets), una mezcla de crónica novelada de una aventura bélica y de reportaje literario sobre la experiencia española de Weil y Bernanos, de cómo sus convicciones políticas no les cegaron a la hora de discernir entre el bien y el mal. La carta de la pensadora, que fue descubierta en la billetera del viejo escritor el día de su muerte, el 5 de julio de 1948 —no se sabe si llegó a contestar—, bebe de esa misma literatura ecuánime del reducido vagón encabezado por Chaves Nogales.
El autor del libro, el joven novelista galo Adrien Bosc (Aviñón, 1986), en esa búsqueda por equiparar las vivencias, las decepciones y las transformaciones padecidas por ambos intelectuales, también aprovecha para desarrollar microhistorias que impactaron especialmente a la filósofa, como la de Ángel Caro, un joven de Quinto, un pueblo de Aragón, que se alistó en las tropas falangistas para borrar las sospechas que tildaban de rojo a su padre, un maestro católico cuyo crimen había sido no oponerse a la retirada del crucifijo de su aula. Sus restos descansan en la actualidad en el Valle de los Caídos.
El conocimiento de este tipo de ejemplos de violencia de retaguardia hizo que Weil renegase de sus postulados revolucionarios. Primero cargó contra los estalinistas y más tarde también condenaría la deriva autoritaria de los anarquistas en un artículo que no quiso publicar por miedo a que la malinterpretaran. "Voy, lo sé, a desconcertar, a escandalizar a muchos compañeros. Pero cuando se habla en nombre de la libertad, hay que tener el valor de decir lo que se piensa, aunque no guste", sentenció. La Guerra Civil le sirvió para confirmar que no hay causa justa que no sea ensuciada por querer hacer que triunfe.
Su peripecia española fue tan fugaz porque resultó herida durante un ataque franquista: pisó una sartén con aceite hirviendo y se quemó la pierna. Sus padres, con la ayuda de Julián Gorkin, la sacarían de un hospital militar donde empezaba a delirar y regresaron a Francia el 25 de septiembre. La autora de obras como Echar raíces y A la espera de Dios dejó de creer en la victoria republicana, pero se mantuvo fiel al principio de unirse al bando de los vencidos. En su última etapa evolucionó hacia la conciencia mística. De ella dijo Albert Camus que se trataba de "el único gran espíritu de nuestro tiempo".
Durante su breve existencia —murió con 34 años, tras contribuir a la Resistencia desde Londres elaborando informes—, Weil demostró un amor incondicional a la vida y una honda solidaridad con los humillados y ofendidos. "Soy filósofa y me intereso por la humanidad", resumió. Su gran preocupación era el ser humano. Así se lo dijo a Bernanos refiriéndose a la "embriaguez" por el asesinato y las sonrisas cómplicetes, que se desató en España: "Porque no podemos concebir ese fin —el bien público, el bien de los hombres— cuando no damos ningún valor a los hombres".