Si hay un punto de unión en la historia de los esclavos de la Corona de Castilla en el tránsito de la Edad Media a la Moderna, en los siglos XV y XVI, ese es el anonimato. Lo extraordinario reside en descubrir los nombres de Ginesa, la sierva de un tal Juan Ruiz el viejo en la villa granadina de Castril que en septiembre de 1560 fue nombrada panadera de la plaza junto a otras tres mujeres, con la única condición de que para disfrutar de su ganancia debían respetar el precio del trigo en ese momento; o de Gabriel, un mulato que el cabildo de Motril compró por 55 ducados a un vecino "para que sirva en los oficios de pregonero y verdugo".
Son dos de los contadísimos nombres propios que se mencionan en La vida cotidiana de los esclavos en la Castilla del Renacimiento (Marcial Pons Historia), una obra de Raúl González Arévalo, profesor titular de Historia Medieval en la Universidad de Granada, que analiza la realidad social, el comportamiento o los mecanismos de integración de este colectivo en las dos centurias de mayor volumen de presencia esclava en los territorios que hoy se corresponden con España.
La relación más larga de cautivos que sabemos cómo se llamaban —o más bien cómo los bautizó su dueño— conduce a la población esclava de 248 individuos que tenía en 1507 el duque de Medina Sidonia, uno de los miembros más destacados de la nobleza castellana. Además, como se desprende de los calificativos, proyecta un ejemplo muy ilustrativo de la gran variedad de trabajos y oficios desempeñados por los cautivos: Juan espartero, Fernando cocinero, Juan albañil, Mahoma acemilero, Juan de Morales (pintor) o Francisco Vellerino, "que caza los leones".
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Los esclavos castellanos de esta época, divididos en dos grupos principales, moros y negros, se concentraban sobre todo en las ciudades, donde sus funciones discurrían desde tirar la basura de las casas, procurar el abastecimiento del agua y ayudar a los artesanos de distintos oficios —textil, metal o los relacionados con la alimentación— hasta descargar mercancías en los puertos y ser utilizados como mano de obra para la construcción. Los prisioneros de las galeras de don Álvaro de Bazán estuvieron ocupados en 1535 en los trabajos hechos a expensas de la ciudad de Málaga en las fortalezas, el corral de la Aduana y las Atarazanas.
Pero además del anonimato, el otro cemento de la comunidad esclava de Castilla fue su consideración de peligro social: por si su condena a la servidumbre no fuese suficiente, estaban asociados a un triángulo de conflictividad cuyos tres vértices eran el alcohol, el juego y el robo. González Arévalo, que también analiza el impacto del fenómeno en zonas del interior y en el ámbito rural, menos estudiadas, reúne más de un centenar de ordenanzas municipales —la principal base documental de su estudio— de distintas localidades que les prohibían la entrada a las tabernas y otros establecimientos similares para evitar alteraciones del orden público, así como la compra de cualquier tipo de mercancía a un individuo esclavizado. En Baeza se denunciaba que las borracheras convertían en malos a los buenos esclavos.
Blasfemias y azotes
Las autoridades también persiguieron detener las fugas —atentaban, según esta posición, contra el derecho a la propiedad del esclavizador y afectaban, en forma de hurtos, al resto de la población— mediante recompensas. Según las ordenanzas del cabildo de Málaga de 1522, que pretendían evitar que los reos escapasen a través de la playa robando algún barco sin vigilancia, la recompensa se estipulaba en 400 maravedíes por un esclavo blanco, 200 por una mora, un negro o un berberisco de los del cabo de Aguer, o 100 en caso de ser una esclava de este último grupo.
Eran, en definitiva, gentes de malvivir, con costumbres perniciosas. En Murcia, por ejemplo, se destacaba que muchos esclavos blasfemaban, un comportamiento penado con treinta días de cárcel. Sin embargo, este castigo era aprovechado por los sancionados para descansar y eludir servir a sus amos. Por este motivo el concejo solicitó a los Reyes Católicos que conmutaran la pena por la de azotes, lo que se concedió en 1495. Tampoco toleraba la sociedad las relaciones que mantenían los esclavos fuera del matrimonio, aunque sí la cohabitación, seguramente bajo abuso, de amo-esclava.
"Todas las consideraciones de peligro social revelan normativas sociales excluyentes, en las que el esclavo era percibido como un ser inmoral, del que la sociedad libre no se podía fiar, al tiempo que ponían de manifiesto una integración social evidente al participar de comportamientos extensibles al resto de la población libre", señala el historiador. Subraya, asimismo, que los textos municipales no son concluyentes, ni desde el punto de vista legislativo ni social, de la condición esclava, que oscilaba entre la exclusión a través de la cosificación y la animalización del hombre-mercancía y la integración en aquellos escenarios en los que el individuo era tratado como un miembro de los sociedad.
El último capítulo lo dedica González Arévalo a las ordenanzas de negros en la América española en la primera mitad del siglo XVI, donde presenta una conexión directa entre los problemas asociados a la población esclava de Castilla y a la que fue enviada al Nuevo Mundo en los compases iniciales de la conquista. Al otro lado del Atlántico también se emitieron mandatos que percibían al reo como un peligro social, previniendo que portaran armas, deambularan de noche y castigando los delitos con mayor dureza. Al colono se le permitía matar al negro que discutiera con él o simplemente alzara la mano.