El comando de las Brigadas Rojas que secuestró y, finalmente, asesinó a Aldo Moro concluyó que no había más remedio que acribillar a la escolta para poder llevarse consigo al presidente de la Democracia Cristiana. No les tembló el pulso llegado el momento. En el cruce de las calles Fani y Stressa, el día 16 de marzo de 1978, dejaron secos a los cinco miembros que la componían. Sobre el asfalto, centenares de casquillos, prueba inequívoca de la lluvia de plomo con que les rociaron. Bajo esa escena culminante, a modo de subtexto, se ramifican infinitas historias y personajes que convergieron en el crimen. Marco Bellocchio sabía que Buongiorno, notte, la película de cámara (transcurría casi toda en el interior del piso donde ocultaban al político) que rodó en 2003 en torno a estos hechos, no era suficiente para mostrar tan complejo caleidoscopio humano y político.
Amparado por la Rai (bravo a la cadena pública, tomemos nota aquí), Bellocchio ha podido volver al caso Moro, ahora con margen suficiente para explayarse en la reconstrucción de su trágico final. Y para plasmar detalles que, conjuntados, regalan un magistral retrato para entender mejor un capítulo histórico saturado de teorías de todo tipo, conspiranoicas en buena parte. En su serie Esterno notte (Exterior noche), cuyos seis episodios están disponibles en Filmin, podemos comprobar que, por ejemplo, Mario Moretti y los brigadistas a su mando se tomaron la molestia de evitar que el florista que ponía su furgoneta cada mañana en el cruce donde iban a prender a Moro estuviera presente el día de autos.
Es un detalle que revela el propio Moretti en Brigatte Rosse. Una storia italiana, el libro al que dio origen la entrevista que Rossana Rossanda le hizo cuando ya purgaba su condena en la cárcel de Opera, en Milán. Cuenta este antiguo perito industrial de la SIT-Siemens metido a revolucionario que, dos días antes golpear al Estado en la piel de uno de sus más conspicuos representantes (aunque en el momento del secuestro Moro era ‘solo’ el presidente del partido que gobernaba Italia desde la posguerra), hicieron una prueba para evitar una víctima ajena a su guerra. Fueron a pinchar una rueda de este florista anónimo, Antonio Spiriticchio, a fin que desapareciera de la línea de tiro y no cayera también desangrado por los impactos. Pero no funcionó. El bueno de Spiriticchio, a las 9 de la mañana, estaba levantando el portón de su vehículo para ganarse unas liras en el cruce señalado por las Brigadas Rojas (se apañaría con la rueda de repuesto).
[50 años de plomo, Italia contra el extremismo]
“¡Maldita sea!”, mascullaron los brigadistas que lo vieron aparecer. Así que la madrugada del 16 de marzo, la que partió en dos la historia transalpina de la segunda mitad del siglo XX, optaron por una medida expeditiva: hincar la navaja en los cuatro neumáticos. Bellocchio refleja todo esto en dos brevísimas pinceladas, que quizá, si no conoces el paño, no se pille. Vemos primero a un terrorista dejando fuera de juego el furgón y, varias escenas después, justo un segundo antes de la balasera, a Moro preguntando a sus acompañantes en el coche: “¿Y el florista?”.
Hay multitud de estampas minimalistas como esta que contribuyen a dibujar un fresco impresionista y fieramente humano: la vomitona de Andreotti acto seguido de que le comuniquen el rapto, la reacción del Pablo VI (encarnado por Toni Servillo) al tener constancia de la misma noticia (el pontífice pide el cilicio para mortificarse), el tormento psíquico que atraviesa Francesco Cossiga, a la sazón ministro de Interior, que se ve manchas imaginarias en sus manos y sufre la indiferencia absoluta de su esposa, la necesidad que sentía Moro de la cercanía de su nieto, incluso por la noche, un foco de inocencia para él entre tanta perversidad... Son imágenes que Bellocchio extrae de una exhaustiva documentación, aunque no ha renunciado a píldoras de su cosecha para redondear la holística evocación.
Bellocchio también aprovecha la frase que escuchó, al vuelo, la brigadista Adriana Faranda de boca del chófer de Moro, un día en que este estaba apostado en la puerta de la iglesia de Santa Chiara, donde el líder democristiano iba a rezar cada mañana antes de afrontar sus responsabilidades políticas: “Mira las golondrinas, pronto llegará la primavera”. Ella y su novio, Valerio Morucci, pasaban por allí para estudiar las costumbres de su enemigo, que se lo puso fácil con su rutinaria manera de moverse cada jornada. Igual que Carrero Blanco se lo puso a los etarras que lo mandaron al cielo de Madrid. Los dos estadistas no perdonaban la misa matutina en el mismo templo. Ese fue su flanco débil. De hecho, en Esterno notte vemos escenas que son casi simétricas a las que Gillo Pontecorvo rodó para su Operación Ogro: los terroristas, haciéndose pasar por píos feligreses, dentro de la iglesia mientras escudriñan a los respectivos jerarcas.
A Faranda esa frase se le quedó grabada: el conductor pensando en la primavera ya próxima y ella consciente de que no la iba a disfrutar. Faranda fue luego una de las brigadistas que se opusieron a la ejecución de Moro, cuando no se conseguía ningún tipo de acuerdo con el gobierno democristiano para intercambiarlo por compañeros en presidio. No creía que cargárselo fuera a ser de ayuda para que triunfase la subversión socioeconómica por la que había abandonado a su hija (la revolución por encima de todo, incluso de lo más querido). Y tenía razón: la elevada popularidad de las Brigadas Rojas (“En la Sapienza hacen cola para entrar”, dice el personaje de Faranda), se fue desinflando bruscamente tras apuntillar a Moro con sus fusiles y dejarlo amortajado dentro del maletero de un Renault 4, justo en un punto de la ciudad de Roma equidistante entre las sedes de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista.
[1982, el Mundial que puso fin a los anni di piombo gracias a los goles de Rossi]
Era acaso un mensaje contra los dos partidos que se habían enrocado en la razón de Estado (con terroristas no se negocia nunca, solo faltaría) frente a posibilismos humanitarios planteados desde las filas del Partido Socialista y el Vaticano. Moro había intentado arrimar a ambas formaciones para evitar que el país se despeñara por un abismo de odio y que la guerra civil de bajo perfil que estaba en marcha, con grupos terroristas de diverso signo ensangrentando las páginas de los periódicos casi cada día, fuera todavía a más. Era un movimiento que, mutatis mutandis, remitía al que Adolfo Suárez pilotaba en España para consolidar la democracia aquí (allí ya la tenían, conste). Es decir, encaminado a la conciliación de rivales enconados para evitar que los partidarios de soluciones autoritarias ganaran el pulso.
Ese compromesso storico les parecía una traición a los sectores más reaccionarios de la Democracia Cristiana (ni que decir tiene lo que le parecía a la ultraderecha facciosa y nostálgica del Duce), que vieron en Moro un peligroso subversivo que compadreaba con rojos, y a la izquierda extraparlamentaria, que estigmatizó a Enrico Berlinguer (mandamás del PCI y uno de los acuñadores del eurocomunismo) como apóstata del verdadero credo marxista.
Moro, desde su cueva, imploraba clemencia. Una reacción muy humana pero que figuras como Indro Montanelli descalificaron por impropia en un hombre con su cargo. Venía decir el histórico director del Corriere della Sera, furibundo anticomunista y uno de los muchos italianos gambizzati (baleados en sus rodillas) por las Brigadas Rojas, que en la nómina de Moro iba aparejada esa eventualidad y que debía afrontarla con estoicismo. El Estado, en ningún caso, podía mercadear con unos antisistemas que, junto a otros grupúsculos, crearon un clima de tensión irrespirable en la Italia setentera. A Bellocchio, más duro ahora en su retrato de los terroristas que en Buongiorno, notte, hay que agradecerle -mucho- que haya vuelto remangarse con los anni di piombo. Y que lo haya hecho con tanta maestría, con tanta ecuanimidad y con tanta enjundia dramatúrgica, propia de un texto shakespereano.