Las estadísticas pueden ser impactantes, pero no suelen transmitir la verdadera magnitud del drama. En el año 1300 vivían en Inglaterra unos cinco millones de personas. El cómputo total descendió hasta aproximadamente la mitad en solo un siglo, sobre todo por los efectos de la gran peste que se extendió entre 1348 y 1349. En algunos lugares estalló un pánico irrefrenable. En Bristol, nueve de cada diez vecinos perdieron la vida; en Londres se oficiaron unos doscientos enterramientos diarios; mientras que en las diócesis de York y Lincoln falleció el 45% de los clérigos.
Como escribió el célebre cronista de la época Jean Froissart, una "tercera parte de las gentes del mundo" fue víctima de esta terrible epidemia. Pero son las tragedias personales, las microhistorias, las descripciones macabras, las que proyectan la verdadera dimensión de los números, su efecto: mujeres arrastrando los cadáveres de sus padres e hijos a las zanjas que cavan rápidamente entre llantos y alaridos, el lamento de ese hombre que acaba de sepultar con sus propias manos a sus cinco pequeños por no poder celebrar siquiera un mísero oficio divino por su salvación, las jaurías de perros y cerdos asilvestrados que se ceban con los cuerpos tendidos en desorden a las afueras de las aldeas…
Observar la realidad del siglo XIV desde la comodidad y seguridad del sillón de lectura no resulta válido. Hay que enfangarse del ambiente, teletransportarse con todos los sentidos a un momento que hoy parece muy lejano y que cuenta con una fama discutible de tiempos de oscuridad, barbarie y decadencia. Eso es lo que propone el popular historiador británico Ian Mortimer (Petts Wood, 1967), la premisa bajo la cual nos invita a acompañarlo en su original Guía para viajar en el tiempo a la Inglaterra medieval.
"Si para algo puede servir el hecho de trasladarnos a la Edad Media, es para demostrar el valor de la historia virtual, la importancia de entender los acontecimientos históricos como experiencias vivas y no como una secuencia de datos impersonales", escribe. Solo de esta manera, sentencia, podrá el curioso ciudadano moderno del Estado de bienestar penetrar en la realidad social, en la vida cotidiana de una época en la que dominaron la violencia, el constante peligro de una muerte por inanición o los fétidos olores, pero también la hospitalidad o el ingenio para salir adelante, e incluso para que el campesino más pobre se revolcase en momentos de felicidad.
Mortimer es autor de cuatro guías para viajar en el tiempo dedicadas a la Inglaterra medieval, la isabelina, la Gran Bretaña de la Restauración y la de la Regencia. Capitán Swing acaba de editar en español la primera de ellas, donde ya se manifiestan todos los ingredientes de su peculiar e innovador proyecto.
[El yacimiento arqueológico más abundante y extenso del mundo es el Támesis]
La idea consiste en remontarse al siglo XIV, un siglo no especialmente próspero —a las epidemias de peste habría que sumar el inicio de la Guerra de los Cien Años— como un espacio vivo al que cabe formularle cualquier cuestión que nos intrigue: ¿qué se ponía la gente para irse a la cama?¿A qué empleos podía uno aspirar y con qué salario? ¿Cómo se combatían los piojos? ¿Qué te podía pasar si viajabas en solitario? Cualquier pregunta sobre cualquier aspecto de la vida medieval cabe en este libro. Hasta una minuciosa evolución de ropa interior.
Con un ágil y certero manejo de las fuentes y las evidencias sobre la época, Mortimer responde a todos estos interrogantes en base a un conocimiento lo más depurado posible. Los distintos capítulos abordan cuestiones como el aspecto de las gentes del Medievo, qué comer y beber, la salud y la higiene, las formas de divertirse, la vestimenta, los lugares para dormir y descansar en medio del viaje o el paisaje arquitectónico.
Advierte el historiador, por ejemplo, que alrededor del 40% de la gente con la que nos cruzaríamos sería menor de 15 años, que la mayor parte de la población vivía en las zonas rurales y solo acudía a la villa o ciudad más próxima cuando resultaba menester para procurarse algún bien, o que los ladrones ajusticiados que penden de la horca en los cruces de caminos y las cabezas de los traidores clavadas en las puertas principales de las ciudades son un aviso a quienes desafíen las heterogéneas leyes.
También nos instruye Mortimer sobre la mentalidad y la moral que deberíamos interiorizar para evitar que nos miren como a un loco o nos pongan en la picota del pueblo. Se pensaba en este siglo que los padres que no castigaban físicamente a sus hijos eran unos irresponsables, los hombres podían propinar palizas a sus esposas con la saña que les viniese en gana siempre que no las matasen ni mutilasen, las féminas de alcurnia debían llevar el pelo largo, pero en público eran obligadas a mantenerlo recogido y oculto a fin de impedir que ondease al viento con lasciva displicencia. Incurrir en los modales adecuados era una cuestión importantísima en función del anfitrión, tanto que una de las principales preocupaciones consistiría en esquivar las faltas de respeto, determinadas siempre por la persona superior en el rango social.
Mortimer no solo ofrece pasajes realistas sobre los contrastes de una gran urbe como Londres, con su bullicio mercantil, las espléndidas ropas aterciopeladas de los comerciantes llegados de las lejanas regiones del Báltico y el Mediterráneo y los cubos de agua pútrida que jalonan las calles llenos de inmundicias descompuestas. Su obra también ilustra con sorprendentes descubrimientos, como que fue en esta época cuando cuaja la noción de que todo el mundo ha de contar con un apellido hereditario. La Edad Media al más mínimo detalle.