Escapar era imposible, una muerte segura. Walter Rosenberg lo sabía desde la semana de su llegada a Auschwitz, a principios de julio de 1942. Junto a otros miles de prisioneros, los miembros de las SS les habían obligado a asistir en silencio al ahorcamiento público de dos hombres que habían intentado fugarse del campo de exterminio.
La escena resultaba atroz, congelaba cualquier impulso de rebelión. Un kapo ató los tobillos de los condenados con una cuerda, les puso una soga al cuello y giró una manivela que abría una trampilla. Los tambores sonaban de fondo. Walter y el resto de testigos fueron obligados a permanecer allí una hora, con la prohibición de apartar la mirada de los dos cadáveres que pendían al viento y de los que colgaba un cartel a modo de cruel epitafio: "Porque intentamos escapar".
Pero Walter, en contra de lo que pretendían inculcarle los sádicos guardias, extrajo otra lección: el peligro no radicaba en intentar fugarse, sino en lanzarse a ello y fracasar. Él estaba convencido de que lo conseguiría.
El joven judío aspirante a estadístico nacido en 1924 en Trnava, en Checoslovaquia, había pasado doce días internado en el campo de Majdanek antes de ser trasladado a Auschwitz. Allí fue destinado a "Kanada", el almacén donde se guardaban todos los efectos personales de los deportados, y trabajó diez meses en la Judenrampe, la plataforma donde se recibía a las familias judías procedentes de toda Europa que llegaban apiñadas en los trenes de ganado.
A lo largo de todo ese tiempo, Walter, que fue tatuado con el número 44.070, no solo se había convertido en un aventajado estudiante de escapismo gracias a las lecciones de un capitán del Ejército Rojo y a los lazos que estableció con la resistencia clandestina del lager. Su propósito se vio reforzado al ir descubriendo con horror la maquinaria de exterminio industrial e inhumana que habían desarrollado los nazis. Él mismo conocía el uso del Zyklon B porque le había tocado alguna vez cargar los mortíferos botes del gas en una furgoneta. Tenía que escapar del infierno y contarle al mundo lo que realmente estaba pasando.
Su utópica misión, como narra el periodista Jonathan Freedland en El maestro de la fuga (Planeta), tuvo un final exitoso, inverosímil, en lo que conforma una de las historias más extraordinarias del Holocausto. Walter Rosenberg, que tras la guerra se cambiaría el nombre por el de Rudolf Vrba, logró evadirse de Auschwitz en abril de 1944 junto a Alfred Wetzler, otro joven seis años mayor que él a quien conocía de su ciudad natal. Hasta entonces, ningún judío había logrado semejante hazaña. La descripción con la que se reconstruyen las 72 horas que estuvieron escondidos en un cobertizo, esperando a que los SS cancelasen la caza y dispersasen el anillo exterior de centinelas armados, alcanza tal grado de dramatismo y precisión que parece más un thriller novelesco que un episodio histórico documentado.
Walter y Alfred, de 19 y 25 años, lograron sortear todas las penurias y obstáculos imaginables para regresar a su tierra. Con la ayuda del Consejo judío revelaron al mundo que todos los judíos deportados a Auschwitz, a excepción de un reducido número destinado a trabajos forzosos, eran asesinados nada más llegar. El famoso Informe Vrba-Wetzler se pudo leer a las pocas semanas en Londres, Washington y el Vaticano. Hubo protestas ante el almirante Horthy y el nuncio papal en Hungría entregó hasta 15.000 cartas de salvoconducto a los judíos de Budapest. Pero la explícita denuncia de los fugados careció de una reacción firme.
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Vrba y Wetzler fueron capaces de detallar el modus operandi de la maquinaria de exterminio nazi gracias al crudo relato que les había proporcionado Filip Müller, uno de los Sonderkommandos que trabajaban en las instalaciones para asesinar en masa. "Le había entregado a Alfred un plano de los crematorios y las cámaras de gas, además de una lista con los nombres del personal de las SS que prestaba servicio allí", escribió al término de la guerra. "También les había dado notas que había estado preparando, durante cierto tiempo, con casi todos los transportes gaseados en los crematorios IV y V. Les había descrito con todo detalle el proceso de exterminio para que pudieran informar de ello al mundo exterior".
Su esfuerzo y su temeridad lograron convencer a mucha gente sobre la realidad del Holocausto. Richard Lichtheim, de la Agencia Judía de Ginebra, había creído que los alemanes deportaban a los judíos a Auschwitz "para explotar a más trabajadores judíos en los centros industriales de la Alta Silesia". El informe de ambos fugados no dejaba lugar a dudas sobre el verdadero propósito del complejo nazi.
Cumplido el principal propósito de la fuga, Rudi Vrba se integró en la resistencia eslovaca. Combatió al menos en nueve batallas contra unidades de las SS, participó en asaltos a puestos de artillería alemanes, en la destrucción de puentes y el sabotaje a las líneas de suministro alemanas. Se convirtió en un condecorado partisano y recibió el carnet del partido comunista.
No obstante, sería siempre una figura periférica en la memoria del Holocausto. No encajaba con el prototipo de superviviente traumatizado. De hecho, fue muy crítico con la comunidad judía. "¿Por qué sonríe tanto cuando habla de esto?", le preguntó Claude Lanzmann en su monumental película documental Shoah, donde Freedland descubrió esta historia que siempre ha mantenido presente. "¿Qué debería hacer? ¿Llorar?", respondió él.