Hazañas y crímenes de los Tercios: 15 soldados intrépidos que vivieron y murieron por el acero
El consagrado especialista Julio Albi de la Cuesta reúne una serie de semblanzas para indagar en la experiencia humana de los hombres, con sus defectos y virtudes, que conformaron el ejército de la Monarquía Hispánica.
30 marzo, 2023 01:51Ya solo el nombre presagia una existencia turbulenta, aliñada por epopeyas con la espada y pendencias desvergonzadas. Tiburcio de Redín fue un militar insolente con aires de bravucón y mostachos engarfiados, "un hombre tremendo y desbaratado", como diría un mesonero que sufrió sus iras. Combatió, en las filas de los Tercios, el ejército que forjó el imperio de la Monarquía Hispánica a golpe de pica y arcabuz, en Italia —donde según la leyenda se le apodaba el "Júpiter de España"—, en el Caribe a bordo de la Armada de la Carrera de Indias y en la del Mar Océano y en el sur de Francia, donde sería ascendido a maestre de campo por su "calidad, valor y plática y experiencia en las cosas de la guerra".
Nacido en 1597 y miembro de una honrosa rodada pamplonesa de militares —su padre, el señor de Rodín barón de Bigüezal, combatió en Lepanto; y sus hermanos, de los que uno llegaría a ser virrey de Sicilia y gran maestre de la Orden de Malta, brillaron en las campañas de Flandes y allí donde se les requirió—, Tiburcio protagonizó en el cénit de su trayectoria bélica, en 1637, una decisión drástica y sorprendente: cambió sus armas por el hábito de novicio de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos. También su nombre por el de fray Francisco de Pamplona.
Quizá fue la receta mística para tratar de expiar sus pecados y reconducir su temperamento endiablado. Fue retratado como libertino, jugador, camorrista, burlador de la justicia y un largo etcétera de calificativos malditos. "No había mayor festín para don Tiburcio que hallarse en una refriega de cuchilladas", dijeron de él. Se ensañó y desafío especialmente a los representantes de la autoridad, tal vez como venganza por su tiránica madre: en una ocasión se abrió paso en un atasco de carruajes en Madrid saltando de uno a otro golpeando con la espada a los cocheros y las mulas; en otra, asaltó empuñando hierro y expuso sus agravios al conde duque de Olivares cuando el pasmado valido iba a visitar las obras del Buen Retiro.
Pero el catálogo de desmanes en mar y tierra del espadachín resulta infinito. Acuchilló a un joven soldado lanzándose al agua y persiguiéndolo entre las olas. ¿Su crimen? Fastidiarle una siesta. Pero la más inverosímil de todas está vertebrada por el despecho: Tiburcio convenció al general de la flota de Cádiz para que le prestase cuatro navíos bien artillados para una misión. Remontó el Guadalquivir y fondeó frente al barrio de una mujer sevillana casada con la que había tenido una aventura. Amenazó con arrasar el distrito a cañonazos aunque una autoridad municipal llegó a tiempo de disuadirlo.
La desorbitada biografía de Tiburcio de Redín —en su faceta como religioso, finalizada como misionero en el Nuevo Mundo, sus superiores le tuvieron que obligar a rebajar la brutalidad de las penitencias corporales que se infligía—, como la resuelve Julio Albi de la Cuesta, es una de las semblanzas que conforman la nueva obra del reconocido historiador militar, Vidas intrépidas. Españoles que forjaron un imperio (Desperta Ferro).
Si en su clásico De Pavía a Rocroi firmaba una historia total de los célebres soldados de infantería de la Monarquía Hispánica narrando sus orígenes, organización, armamento, tácticas y experiencia en los campos de batalla de todo el mundo, este nuevo ensayo que desprende un perfume a bizarría y pólvora es un complemento excitante y revelador para indagar en la experiencia humana de lo que significó combatir y formar parte de los Tercios. De la Cuesta glosa una quincena de retratos biográficos, "un caleidoscopio de múltiples facetas", como dice él mismo, hombres con sus defectos y sus virtudes, con luces y sombras, que abarca el periodo 1535-1690 y todos los campos de operaciones.
En la nómina hay nobles de ancestrales blasones, como Alonso Enríquez de Guzmán, que cambió de bando a su antojo en las guerras civiles entre pizarristas y almagristas en Perú y combatió al lado de Carlos V en la batalla de Mühlberg, aunque el emperador nunca se fio de él; y plebeyos de escasos recursos, como Pedro de Bermúdez de Santisso, nacido en Castropol hacia 1525 con "tan poca hacienda que no bastase a sustentarme conforme a mi estado y calidad". Este soldado fue capturado por los otomanos durante la desdichada campaña de Los Gelves (1560), aunque obtendría su venganza en el victorioso socorro de Malta.
Soldados y mujeres
Resulta imposible trazar un prototipo de soldado de los Tercios, si bien el que con más fuerza se ha convertido en epítome de esta invencible fuerza militar fue Julián Romero, convertido en leyenda gracias a su actuación en la batalla de San Quintín. "Sería inútil buscar aquí paladines de brillante armadura; solo se encuentran hombres, no todos recomendables", expone Albi de la Cuesta, que además de introducir episodios asombrosos convierte la historia militar en un arte literario, narrativo. "Hay, sin embargo, denominadores comunes: a ninguno, ni siquiera al más cuitado de ellos, les faltó el valor y todos transitaron sus vidas a un paso de la gloria y de la muerte", añade.
En Vidas intrépidas se despachan multitud de hazañas, pero también matanzas y abusos de poblaciones indefensas y crímenes como asesinatos de mujeres o de oficiales impopulares entre la tropa. La figura Tiburcio de Redín, al que descubrimos en el penúltimo capítulo, conjuga toda esta complejidad. "Se trataba de gente que vivía y moría por el acero; solo el filo de una espada separaba la gloria del triunfo de la humillación de la derrota. En esas condiciones, resultaba muy difícil mantener una trayectoria lineal; se vivía como se podía", defiende el historiador.
El soldado Miguel Castro, que luchó en tierra y en numerosas operaciones marítimas, estaba obsesionado con las mujeres. Formó parte del Tercio de Nápoles, una de las piezas clave en el despliegue militar de la Monarquía Hispánica y una unidad que participó en todas las grandes campañas. Envenenó a una amante con la que se había fugado, que había sido detenida y torturada para confesar lo sucedido. Sus peripecias le sirven a Albi de la Cuesta para presentar el entorno de los Tercios en lo referente al mundo femenino: que un recluta estableciera una relación estable con una "mujer manceba" originaba celos y rivalidades que terminaban degenerando en reyertas.
Porque esta obra es mucho más que una simple concatenación de biografías de sujetos valerosos y temerarios. El hastío de Diego Suárez Montañés y sus guardias infinitas en el presidio de Orán muestra otra ventana de un escenario poliédrico, heterogéneo. Julio Albi de la Cuesta añade al universo de los Tercios un fabuloso ejercicio de historia social —siempre que se puede son los propios protagonistas o sus contemporáneos los que hablan— para comprender todavía más a fondo los entresijos de ese ejército que dominó el mundo en los siglos XVI y XVII.