"Ese es, ese es", advirtió un cortesano a la joven Isabel cuando su prometido Fernando entró en Valladolid el 12 de octubre de 1469. Unas horas antes quizá no lo hubiese logrado reconocer: el heredero del trono de Aragón y rey de Sicilia parecía un vulgar bandido. Disfrazado de mozo de mulas, se encargaba de cuidar las monturas o servir la comida en esa partida de mercaderes que serpenteaba los pasos montañosos evitando las rutas habituales de entrada a Castilla. La princesa de Asturias había jurado a su hermanastro, el rey Enrique IV, que no se casaría sin su permiso.
El bando isabelino había ingeniado una treta de despiste: fingir que la última embajada que estaba en Zaragoza cerrando el matrimonio de los futuros Reyes Católicos había fracasado porque Juan II de Aragón no podía prescindir de su hijo. Mientras la delegación castellana regresaba resignada por la ruta de Calatayud, Fernando y un grupo de fieles se internaron por un paso montañoso de la sierra de Montalvo para alcanzar Valladolid, sede de la chancillería, centro y capital de la justicia real, con el objetivo de consolar "a la angustiada doncella, o correr el riesgo que ella corriese", en palabras del cronista y miembro de la comitiva Alonso de Palencia.
Los dos novios tenían 18 y 17 años respectivamente y compartían un mismo destino, secundario a priori: ninguno estaba llamado por derecho de nacimiento a reinar en su casa. Una vez juntos, debían sortear un impedimento más para sellar su unión. Los dos contrayentes eran primos segundos —bisnietos de Juan I de Castilla y Leonor de Aragón—, tenían sangre Trastámara, y la Iglesia prohibía los matrimonios entre parientes consanguíneos. El papa Paulo II se negó a firmar una bula, arguyendo que no quería tomar partido en el conflicto sucesorio castellano y que Isabel ya gozaba de una dispensa similar que había pedido su hermanastro en su nombre para casarla con Alfonso V de Portugal.
Ante la urgencia temporal debido a la clandestinidad y el secretismo que rodeaban al enlace, el arzobispo Carrillo, con la supuesta colaboración del nuncio Antonio Jacobo de Véneris, falsificó una bula para que nadie pudiese declarar nula la boda. Pero no suplantaron la firma del pontífice actual, sino del anterior, Pío II, que había muerto cinco años antes. "Tengo bien saneada mi conciencia", diría más tarde Isabel la Católica cuando le reprocharon este truco.
Los esponsales de los príncipes se celebraron entre el 16 y el 19 de octubre de 1469 en la sala Rica del Palacio de los Vivero. Delante de unas doscientas personas, el arzobispo Carrillo los desposó en un acto donde se cerraba el contrato matrimonial y se leyó la bula falsa. Al día siguiente, se impartió el sacramento. "Esta misma noche, a servicio de Dios, hemos consumado nuestro matrimonio", escribió Fernando a su padre el día 20, contándole lo que acaba de ocurrir en la alcoba.
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Como resume el periodista y divulgado César Cervera en su nueva obra, Los Reyes Católicos y sus locuras (La Esfera de los Libros), Isabel y Fernando "no eran ningunos cándidos y sí dos depredadores en un mundo donde el pez grande no solo se come al pequeño, sino que también promueve luego rumores sobre lo podrido que estaba el pescado que usurpaba el trono".
Dinastía fratricida
La atípica boda de los monarcas es una de las numerosas anécdotas que incluye este ensayo, marcado por el mismo tono divertido y desenfadado que el autor ya proyectó en sus radiografías personales sobre los Austrias y los Borbones. Cervera está reescribiendo la historia de España de la forma más amena y estimulante posible: recogiendo todos los chismorreos de los cronistas, pero siempre con unas notas críticas.
Sobre el primer encuentro de los Reyes Católicos, y como ejemplo, presenta un recurso metafórico al que recurre en todos los capítulos: "A ojos de Isabel, Fernando apareció como un príncipe audaz, experimentado en el amor, en la guerra y en la política, tan peligroso como para jugar al gato y al ratón con los hombres del rey de Castilla. Para Fernando, en cambio, su futura esposa se antojaba la encarnación de la doncella medieval de largos y rubios cabellos que, cercada por los dragones, esperaba al caballero que la rescatara de su torre. Aún no sabía de lo que era capaz su prima, pero la superficie satisfacía su ardor adolescente".
Cervera presenta una visión renovada, curiosa y llena de extravagancias sobre la vida de los monarcas que descubrirían América y su contexto desde que eran unos niños —Fernando recibió una educación más castellana que Isabel, que creció rodeada de portugueses en Arévalo y su madre era lusa—.
Del aragonés resalta su "faceta mujeriega": en marzo de 1469 fue padre de su primer hijo ilegítimo, Alonso, que llegaría a ser arzobispo de Zaragoza y virrey en Aragón. Lo tuvo con Aldonza Roig, vizcondesa de Evol, un precoz amor que, según la leyenda, acompañó también disfrazada al propio Fernando en su viaje a Castilla para dar el sí quiero. Con Juana Nicolás, una plebeya con la que mantuvo un fugaz encuentro en la villa de Tárrega, engendró dos años después de su casamiento con Isabel una hija de nombre Juana María. Y alumbraría otras dos niñas más fuera del lecho conyugal.
La reina, que no tuvo en reparo en promocionar a los vástagos de su esposo, no toleró sin embargo su afición por otras mujeres y se mostró celosa, "fuera de toda medida", en palabras del cronista Hernando de Pulgar. Se decía, de hecho, que Isabel ordenó que cualquier dama de la corte que mirara de una forma provocativa a su marido fuera expulsada de palacio. Quizá otro mito más, como el de la falta de higiene, que buscó ensombrecer a una de las soberanas más poderosas de Europa.
Pero la obra de Cervera queda lejos de circunscribirse exclusivamente a la biografía de los Reyes Católicos. Dedica un buen puñado de páginas, marcadas por las conjuras, el carácter fratricida, adulterios y acusaciones de sodomía de la dinastía de los Trastámara, inaugurada con la victoria de Enrique II sobre su hermanastro Pedro el Cruel en la batalla de Montiel (1369). "La marca de Caín acompañó los doscientos años de gloria y traición de una estirpe acostumbrada a tirarse tierra y a los ojos y a morderse la pantorrilla por encima de la media palaciega", resume el autor. Una maldición solo sanada con la unión de las ramas castellana y aragonesa y la desaparición de la combativa hija de Enrique IV, Juana la Beltraneja.