La primera mitad de la década de 1950 fue un periodo clave para la disidencia antifranquista en los círculos estudiantiles e intelectuales. Desde 1951, año que la mayoría de historiadores coinciden en considerar como el fin de la posguerra, hasta los disturbios universitarios de febrero de 1956 que desembocaron en el primer estado de excepción desde el final de la Guerra Civil, hubo una oleada de acontecimientos, con su punto álgido en el año 1955, que afianzaron el cambio de mentalidad de unas nuevas generaciones que no tenían memoria de la guerra.
El nombramiento de un ministro de Educación aperturista, Joaquín Ruiz-Giménez, el descubrimiento del bienestar y el consumo en otros países de Europa, el auge del existencialismo y la creación de una célula comunista clandestina en la Universidad de Madrid (antigua Universidad Central y futura Complutense) fueron algunos de los acontecimientos que marcaron ese periodo y que describe el profesor Luis Fernández Cifuentes en su libro 1955. Inventario y examen de disidencias, que acaba de publicar Prensas de la Universidad de Zaragoza.
Según el autor, doctorado en Princeton y profesor emérito de Harvard, “la cultura de aquellos jóvenes universitarios en casi todas sus manifestaciones, en el pensamiento, el cine, la literatura y las bellas artes, ofrecía señales o síntomas indudables de su renuncia a los ideales del Movimiento, su desvinculación de un pasado inmediato bélico y triunfalista, su apertura a las nuevas corrientes internacionales (artísticas, políticas, filosóficas) y su general voluntad de cambio”.
Título: 1955. Inventario y examen de disidencias
Autor: Luis Fernández Cifuentes
Editorial: Prensas de la Universidad de Zaragoza
Año de edición: 2023
Mientras tanto, el régimen cometió un error de cálculo: “trató de calibrar y contener esa disidencia, aunque lo hizo (por lo menos hasta comienzos del 56) de forma más bien distraída, protocolaria e ineficaz, como si se tratara de un mero alboroto insignificante o pasajero”.
Franco tardó en reaccionar, pero en sus discursos radiados de fin de año de 1954 y 1955 ya mostró su preocupación por unas nuevas generaciones que consideraba peligrosas, llegando a utilizar la expresión “voz de alarma”, que quería “transmitir a los padres, a los religiosos, a los profesores, a cuantos tienen una acción rectora sobre las generaciones nuevas, por ser todavía mayores en la paz que en la guerra los peligros que podrían acechar a nuestra Nación por un exceso de confianza”. “El enemigo acecha las ocasiones para penetrar. Por ello el lema de nuestra época tiene que ser el de la unidad sin fisuras”, añadía.
Fernández Cifuentes, resume en la introducción del libro acontecimientos que influyeron decisivamente en la creación de aquel caldo de cultivo disidente. En los siete capítulos restantes, explica el “sentido” y las “coordenadas” de esos acontecimientos, es decir, “las circunstancias y tendencias políticas, económicas, culturales que, a lo largo de unos diecisiete meses, unas veces los facilitaron y otras los estorbaron”. Para ello, además de libros de historia, memorias y colecciones de cartas, ha rastreado la prensa y las revistas de la época, que, a pesar de la censura, considera una fuente útil. “Se ha repetido como sentencia incontrovertible que toda la prensa de aquellos años era engañosa, sesgada e indiferenciable, siempre atenazada por una censura compulsiva y atrabiliaria. No es del todo cierto. He comprobado que, más a menudo de lo que se supone, lo escrito representaba el punto de vista del escritor, unas veces de forma transparente, otras disimulado entre líneas, y que con frecuencia se escamoteaba la censura”, opina el autor.
La llegada de ‘Sor Intrépida’
El año 1951 en España estuvo marcado por la huelga de usuarios de tranvías de Barcelona, desencadenada por un aumento de 20 céntimos en el precio del billete, que se saldó con tranvías apedreados y quemados y que era síntoma de un descontento mayor por la carestía generalizada y la precariedad salarial. Precisamente, ese mismo año se inició un crecimiento económico que Fernández Cifuentes califica como “rápido y fuerte”, y se iniciaron las conversaciones para la implantación de bases militares estadounidenses en España a cambio de un crédito de 62,5 millones de dólares. Aquello marcó el inicio de la normalización del régimen de Franco en el escenario internacional.
También aquel año hubo cambios en los ministerios del régimen, y el acontecimiento más decisivo para el mundo universitario fue el nombramiento de Joaquín Ruiz-Giménez como ministro de Educación. Este militante católico y falangista de la rama “liberal” que había sido hasta entonces embajador de España en el Vaticano inició una etapa de apertura cultural, lo que le granjeó el cómico sobrenombre de Sor Intrépida. Para compensar este tímido gesto de apertura, Franco nombró ministro de Información y Turismo a Gabriel Arias-Salgado, falangista de la rama inmovilista, para atar en corto a la prensa.
Fernández Cifuentes analiza en su libro, con capítulos dedicados a la literatura, el arte, la arquitectura o el cine, cómo era el clima cultural de aquella época y los acontecimientos en ese ámbito que fueron forzando cierta apertura en los círculos intelectuales y universitarios. 1953 fue un año especialmente fructífero en este sentido: el autor señala el premio Adonáis conseguido por el poeta Claudio Rodríguez con Don de la ebriedad; el curso sobre arte abstracto celebrado en la Universidad de Verano de Santander, la primera edición del Festival de Cine de San Sebastián y los dos premios cosechados en Cannes por la película ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, de Berlanga y Bardem.
La célula comunista de Múgica y Semprún
Fernández Cifuentes señala, como acontecimiento decisivo de 1954 para la disidencia, la celebración de los Encuentros entre la Poesía y la Universidad, organizados por Enrique Múgica. El Partido Comunista de España, desde su exilio parisino, le había encomendado a él y a Jorge Semprún la misión secreta de formar una célula comunista clandestina en la universidad —tanto Múgica como Semprún, con la vuelta de la democracia, llegarían a ocupar algunos de los más altos cargos del Estado: el primero fue ministro de Justicia y Defensor del Pueblo, mientras que el segundo fue ministro de Cultura—.
Aquel simposio de poetas tenía el verdadero objetivo de afianzar la disidencia antifranquista entre los estudiantes, y para ello Múgica convocó a poetas sociales para poder mantener coloquios sobre asuntos sociales y políticos tras las lecturas de poemas. El mismo objetivo tenía otro evento ideado por Múgica, el Congreso Universitario de Escritores Jóvenes, que fue prohibido cuando las autoridades intuyeron su verdadero propósito.
En el campo del cine, Basilio Martín Patino organizó en aquella época las Conversaciones cinematográficas de Salamanca, donde se exhibió, antes de que pasara la censura, Muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem, donde precisamente se mostraban imágenes de una manifestación estudiantil.
En el terreno de la arquitectura, la nueva sede de la Embajada de Estados Unidos en Madrid avivó el debate entre los modernos y los conservadores de la disciplina; del mismo modo en que la III Bienal Hispanoamericana de Arte, auspiciada por el Régimen como “una maniobra presuntamente cultural o espiritual, pero con designios políticos y económicos de la vieja metrópoli sobre sus antiguas colonias”, “no solo dejó al descubierto las deficiencias culturales del Régimen, sino que sirvió de palestra a uno de los enfrentamientos más agudos entre la juventud y las generaciones mayores: el que oponía el arte abstracto al realismo tradicional”.
La disidencia cultural se extendió también al sector del catolicismo llamado “autocrítico”, que organizó en 1955 las Conversaciones de Gredos, donde invitó no solo al filósofo José Luis L. Aranguren, catedrático de Ética de la Universidad de Madrid y autor de Catolicismo día a día que era mal visto por el sector católico más reaccionario, sino también a autores agnósticos como José María Castellet y Dámaso Alonso.
Orteguianos contra menendezpelayistas
Hasta un acontecimiento como la muerte de José Ortega y Gasset en 1955 desembocó en un enfrentamiento entre los sectores conservadores y disidentes de la intelectualidad. Los primeros se habían volcado en la preparación del centenario de Marcelino Menéndez Pelayo, una de las figuras intelectuales más importantes de la historia de España, de marcado signo católico y conservador, con el objetivo de que fuera el faro intelectual de las nuevas generaciones, mientras que estas eligieron mayoritariamente a Ortega y Gasset en su lugar.
El ministro de Educación durante estos años de tímida disidencia en los ambientes universitarios e intelectuales había sido Joaquín Ruiz-Giménez, que ya en su discurso de toma de posesión de 1951 se atrevió a decir: “No renunciamos al legado que representa auténticamente, fuera ya de todo artificioso comentario, Marcelino Menéndez Pelayo, pero tampoco renunciamos a todo lo que de valioso y auténtico hay en el pensamiento de Miguel de Unamuno o de José Ortega y Gasset. España está necesitada de integración, de todo lo que sea valioso, intelectual o afectivamente, en la vida nacional”. El autor del libro señala otro gesto importante de Ruiz-Giménez: el nombramiento de dos intelectuales falangistas también “liberales” para dos puestos decisivos: Antonio Tovar, rector de la Universidad de Salamanca, y Pedro Laín Entralgo, rector de la Universidad de Madrid.
Los sucesos de 1956
Los últimos compases de 1955 y los primeros de 1956 marcaron el principio del fin de aquel conato de apertura y disidencia, algo que Martín Patino definió como “lo que pudo haber sido y no fue”. El 1 de febrero, los rebeldes interrumpieron las clases para leer un manifiesto donde se pedía la creación de un Congreso Nacional de Estudiantes, con el objetivo de acabar con el poder del Sindicato Español Universitario (adscrito al Régimen). El fracaso de las candidaturas oficiales del SEU en las elecciones estudiantiles provocó la suspensión de las mismas, lo que desembocó en una serie de manifestaciones y altercados entre los universitarios rebeldes y militantes falangistas. En medio de ese clima, un día, a la salida de la Facultad de Derecho, se produjo una reyerta entre ambos bandos que acabó con un miembro de las Falanges Juveniles de Franco herido de gravedad al recibir un balazo de una pistola (que, tal como precisa el autor, pertenecía a un falangista y se disparó por azar, aunque esto se supo mucho después).
La prensa echó la culpa a los universitarios rebeldes y se encarceló a casi toda la célula comunista de Enrique Múgica. Entre los antifranquistas detenidos aquellos días también estaban, curiosamente, Ramón Tamames y el recientemente fallecido Fernando Sánchez Dragó. Ambos han experimentado en los últimos años un destacado viraje ideológico que ha sido muy comentado en las últimas semanas, a raíz de que el primero fuera el candidato de Vox en su moción de censura al Gobierno de Pedro Sánchez, mientras el segundo le aplaudía desde la tribuna del público en el Congreso de los Diputados.
También fueron detenidos en aquellos disturbios de 1956 Rafael Sánchez Mazas y Dionisio Ridruejo, dos jerarcas falangistas de primera hora, que se habían convertido en críticos del franquismo y habían colaborado con los rebeldes sin ser conscientes de su verdadera militancia comunista.
La policía tomó la universidad, que fue cerrada, y Franco decretó el primer estado de excepción tras el fin de la Guerra Civil. El ministro Ruiz-Giménez fue destituido, y tras él cayeron los rectores Laín Entralgo y Tovar. Aquello marcó el fin del intento aperturista, pero su supuesto fracaso enardeció aún más la disidencia universitaria contra Franco, una llama que ya no se apagaría hasta la muerte del dictador y el regreso de la democracia.
Fernández Cifuentes recuerda, a este respecto, las palabras escritas en sus memorias por uno de los dirigentes del SEU que quería modernizar el sistema, Gabriel Elorriaga, que también fue encarcelado tras los disturbios y que llegaría a ser senador durante la democracia: “Cuando nosotros fuimos detenidos, España parecía dividida por fronteras brumosas entre inmovilistas y aperturistas. Después de febrero del 56, el inmovilismo se había reducido y quedado fuera de programa hasta en las esferas oficiales. Se había marginado y “bunkerizado”. La nueva división sería entre reforma y ruptura. Con diversos matices, este sería, en adelante, el nuevo campo de juego”.