En el imaginario popular la conexión entre sexo y Edad Media conduce a un escenario marcado por la violencia, la misoginia y la depravación. Lo han fomentado películas como Braveheart y el recurrente —pero falso— derecho que tenían los señores medievales de tomar la virginidad de una novia en su noche de bodas. Otra creencia arraigada es que en esta época todo el mundo estaba reprimido debido a la influencia de la Iglesia, y que los maridos celosos recurrían al cinturón de castidad —otro mito— para que sus esposas no mantuvieran relaciones adúlteras mientras estaban fuera de casa.
Un relato iluminador sobre la sexualidad medieval, sin estereotipos, es lo que presenta la historiadora británica Katherine Harvey en Los fuegos de la lujuria (Ático de los Libros). El ensayo, riquísimo en anécdotas crudas, desternillantes y pornográficas, bebe de la información recogida en una gran cantidad de tratados médicos, leyes y sentencias que constituyen una sugerente inmersión en los secretos de alcoba de Europa occidental entre los años 1100 y 1500, aproximadamente.
El sexo en la Edad Media discurría entre lo simple —se consideraba que lo fundamental era que los hombres llevasen a cabo la penetración y las mujeres la recibiesen— y las aguas pantanosas, entre la reproducción, el placer y el pecado. Harvey indaga en los preceptos morales que gobernaban las relaciones prematrimoniales, cómo se abordaban las violaciones —en el Dijon del siglo XV hubo una epidemia de ataques grupales perpetrada por jóvenes jornaleros e hijos de la burguesía— y los abusos infantiles o los mecanismos para perseguir la homosexualidad, denunciada como sodomía.
Si bien en la narración abundan casos extremos —un arzobispo que tuvo 65 hijos o un cura que murió tras supuestamente masturbarse setenta veces seguidas pensando en una joven—, la autora reconoce que la mayoría de experiencias sexuales medievales deben situarse entre la diversión y la violencia. "La mayoría de los testimonios recogidos corresponden a condenas y escándalos de la vida pública, además de a textos moralizantes contra el pecado. Pero todo apunta a que la mayoría de las parejas transitaban sin mayores sobresaltos del altar a la tumba con una vida sexual seguramente aburrida".
La única postura aprobada por la Iglesia para la reproducción era la del misionero —las otras se creía que podían provocar discapacidades físicas en el feto—. Un manual de conducta alertaba que acostarse con una fémina durante la menstruación podría engendrar "hijos leprosos".
En cuanto al adulterio, en las ciudades eslavas, por ejemplo, la muerte fue el castigo habitual hasta el siglo XV, cuando se sustituyó por el destierro y los castigos corporales. En 1432, la esposa de un sastre fue atada al "caballo", un instrumento de torutura triangular que podía dañar de manera grave los genitales, marcada en el rostro con un hierro candente, azotada y expulsada de la misma ciudad. En otros lugares la consecuencia más habitual para las féminas era la amputación de la nariz.
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La falta de intimidad fue una de las principales características de la Edad Media. Había familias enteras que vivían en una sola habitación, y de ahí que los juicios por adulterio estén llenos de testigos. Masturbarse estaba peor visto que mantener relaciones sexuales con una madre o una hermana. El sexo oral apenas se practicaba. "Es posible que esto pareciera repugnante en especial para una sociedad que asociaba la parte superior del cuerpo con Dios y la moralidad, y la inferior, con la suciedad y el pecado; poner la boca en contacto directo con los genitales era mancillar un órgano hecho para cosas mejores", escribe Harvey.
En el apartado de métodos extravagantes, algunas fuentes sugerían que el hombre debía untarse el pene con ungüentos o incluso pimientos masticados para provocar en la mujer un "increíble deleite". Para recuperar la virginidad perdida, ellas debían colocarse sanguijuelas o intestinos de paloma en la vagina. Durante las epidemias que asolaron Europa los siglos XIV y XV, los médicos advirtieron que un exceso de sexo abría los poros e incrementaba la vulnerabilidad de los hombres.
La transgresión máxima consistía en mantener relaciones sexuales con el demonio. En el siglo XII un clérigo relató el caso de un joven monje que había perdido su virginidad a manos de uno de estos seres: cada vez que intentaba rezar, "un espíritu maligno se le acercaba, ponía sus manos sobre sus órganos genitales y no dejaba de frotar su cuerpo con el suyo hasta que se agitaba tanto que se contaminaba con una emisión de semen".
Pero probablemente el episodio más exagerado del libro —todo el rato sobrevuela la pregunta de qué es verosímil y qué no— es el de Simón, un artesano de Venecia acusado de tener acceso carnal con su cabra. En el juicio alegó que "no había podido mantener relaciones sexuales con una mujer ni masturbarse durante más de tres años debido a un accidente". Un equipo de médicos y cirujanos lo examinaron y comprobaron que era capaz de tener una erección, pero "tenía un defecto en los testículos que le dejaba poca sensibilidad y, en consecuencia, no podía emitir esperma ni curarse". Incluso se llamó a dos prostitutas para que "realizaran numerosos experimentos" con el fin de probar la defensa del hombre. ¿El fallo? Fue calificado de sodomita pero se salvó de la pena de muerte. A cambio, lo marcaron, golpearon y le cortaron una mano.