A Célestine Guittard de Floriban, viudo de 69 años, burgués y rentista, le obsesionaban la meteorología y las ejecuciones en la guillotina. En un diario personal, salpimentado con asteriscos y estrellas al margen que indicaban los encuentros íntimos que había mantenido con una tal madame Sellier, llevaba meses anotando la temperatura del día y la relación de ejecutados en el París revolucionario. El 9 de Termidor del año II según el calendario republicano (el 27 de julio de 1794), su termómetro marcó una máxima de 23 grados. Tras una leve llovizna matinal, el cielo permaneció encapotado, como si estuviese conteniéndose ante una journée que sacudió la historia de la Revolución francesa.
El terremoto derrocó a Maximilien de Robespierre, el Incorruptible, el hombre que había fantaseado con alcanzar la virtud a través del terror, el más elocuente de los paladines del pueblo. Era un desenlace entre lo profético —se había mostrado dispuesto a dar su cabeza por la Revolución— y lo paradójico. Él, el arquitecto de un gobierno que había hecho de la guillotina su instrumento de purificación, una máquina industrial, acabó siendo una de sus víctimas más célebres.
Resulta quimérico aventurarse en la vorágine de la Revolución francesa o en la figura de uno de sus políticos más carismáticos y sobresalientes y rascar una narración novedosa. Por eso sorprende encontrar un libro como La caída de Robespierre (Crítica), un titánico esfuerzo del historiador británico Colin Jones por reconstruir las 24 horas en las que "el diputado populómano" o "el Don Quijote de la plebe", como lo desdeñaban los derechistas, pasó de ostentar la presidencia de la Convención Nacional a ser visto como un tirano, el mismo término que había presidido el final de Luis XVI.
La obra del profesor de la Universidad Queen Mary de Londres, que en cierto modo recuerda a lo que hizo Eric Vuillard con la toma de la Bastilla en 14 de julio (Tusquets), mucho más breve y literario, arma un collage de cientos y cientos de pequeñas narraciones que convierte los últimos compases de la vida de Robespierre en una suerte de crónica minutada con un asombroso grado de detallismo. Esa construcción con piezas microscópicas de la biografía política del Incorruptible se complementa además con un retrato real, crudo, sucio, terrorífico, de la vida del París revolucionario, donde de media diaria eran ajusticiadas unas 40 personas.
Jones destaca que sería difícil encontrar otro momento del siglo XVIII con fuentes tan abundantes y enjundiosas. El historiador se sirve del informe elaborado por una comisión oficial creada por la Convención, los artículos periodísticos, las memorias políticas, los expedientes policiales individuales o la exhaustiva revisión de lo que había ocurrido en las 48 secciones de la ciudad el 26, 27 y 28 de julio realizada, por encargo del Gobierno, por el diputado Paul Barras, entonces responsable de la seguridad de la capital gala.
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"El resultado del día dependió de un millón de microdecisiones tomadas por los parisinos en las distintas zonas de la gran ciudad y a lo largo de aquellas veinticuatro horas", defiende Jones. Es decir, no hubo un plan para acabar con Robespierre, una conjura organizada en su contra —"las pruebas son exiguas y en gran medida descartables"—, pero sí una suma de miles de comportamientos individuales que definieron su destino. La historia construida como azar, no como guion.
Un tirano
El momento clave en la caída de Robespierre se produjo el día 26. Tras varias semanas de silencio pronunció un feroz y autodestructivo discurso ante la Convención Nacional en el que lanzó acusaciones de corrupción contra sus colegas, aunque sin dar nombres. El diputado Jean-Lambert Tallien, acosado por la amenaza de la guillotina y empuñando una daga como si fuese un moderno Marco Junio Bruto, fue uno de los que respondería con llamadas a la rebelión. Pero no solo para salvarse él, sino también a su amante Teresa Cabarrús, una aristócrata que había servido a los reyes franceses y españoles y aguardaba entre rejas su hora. El amor escribiendo la historia.
Robespierre, el desconocido abogado de Arras que había sido elegido diputado de los Estados Generales por la provincia de Artois en 1789 y había ido ascendiendo hasta convertirse en el arquitecto de las masacres —las consideraba la expresión de la voluntad popular—, acabó detenido, con un balazo en la mejilla —¿fue un gendarme o decidió rendirse?— y condenado a la guillotina. "El cuerpo de un tirano solo puede acarrear la peste. ¡El lugar señalado por él y para sus cómplices es la Place de la Révolution!", clamó Jacques-Alexis Thuriot, su némesis sucesor al frente de la Convención, en un esfuerzo por recrear el final de Luis XVI.
Ni su pueblo, que eligió a las instituciones revolucionarias frente al individuo, logró salvar a Robespierre, ese orador que tantas veces había logrado hechizarlo. "En toda la ciudad imperaba un humor festivo y optimista", recoge Jones. En las dependencias del Comité de Salvación Pública, el Incorruptible fue sujeto de todo tipo de burlas: "¿Verdad que tiene planta de rey?"; "¿Sufrís, majestad?".
El prosaico Célestine Guittard de Floriban, tras anotar religiosamente los datos meteorológicos, escribió en su diario, en la entrada correspondiente al 28 de julio de 1794, unas líneas en mayúsculas, tratando de imprimir más dramatismo: "Gran conspiración: hoy se habría producido uno de los acontecimientos más relevantes que jamás haya conocido Francia de haber triunfado la conjura".