Pocas horas después del atentado más simbólico de la Transición, el perpetrado contra el despacho laboralista de Atocha, dos italianos fueron detenidos. Eran sospechosos habituales de la red neofascista internacional que se había hecho fuerte en nuestro país. Fueron liberados en pocas horas, pero Carlo Cicuttini, otro miembro de la siniestra caterva de ultraderechistas transalpinos que encontró refugio en el franquismo crepuscular, fue señalado años después como uno de los autores de la matanza en un documento del servicio de información del gobierno italiano.
Aquellos nostálgicos de los fasci mussolinianos tuvieron en Madrid una guarida desde la que capear las condenas por sus crímenes durante los anni di piombo: las órdenes de extradición eran sistemáticamente repelidas. Así lo documenta el historiador Pablo del Hierro, de la Universidad de Maastricht, en Madrid. Metrópolis (neo)fascista. Aquellos italianos, entre los que descollaba uno de los pistoleros de Montejurra, Stefano delle Chiaie, tenían sus propios puntos de encuentro, como la pizzería L’appuntamento, abierta en la calle Marqués de Leganés, entre la calle San Bernardo y la plaza de la Luna. Un espacio de socialización donde complotaban contra el proceso transicional y se financiaban vendiendo porciones de pizza margarita.
Tenían buenos padrinos: sinuosos representantes de los servicios secretos franquistas, altos cargos policiales, correligionarios de Fuerza Nueva y Falange… También compañeros de lucha de otros países, así mismo empeñados en hacer reverdecer, en Europa, las glorias pasadas de los ideales fascistas. En Madrid confluyeron con militantes de la Organisation de l’Armée Secrète (OAS), compuesta en su mayoría por pied-noirs (franceses nacidos en Argelia) determinados a abortar la independencia de Argelia.
[50 años de plomo, Italia contra el extremismo]
Es muy significativo que la OAS naciera en 1961 en el Hotel Princesa, al lado de la plaza de España. Sus tres principales fundadores estaban exiliados en Madrid con la aquiescencia y el apoyo de Ramón Serrano Suñer: el general Raoul Salan y los políticos Pierre Lagaillarde y Jean-Jacques Susini. Revirados por la actitud abierta a la descolonización argelina de De Gaulle, decidieron ‘pasar a la acción’. El franquismo los tenía a buen recaudo, negándose a entregarlos, aunque la resistencia a devolverlos se tornó insostenible tras el atentado de la OAS contra el mismísimo De Gaulle.
Todos estos ultraderechistas que se asentaron en Madrid en los 60 y 70, cada uno con su novelesca peripecia a cuestas, se beneficiaron de unas redes solidarias y logísticas que se empezaron a gestar mucho antes. En los primeros años de su gobierno, Franco agasajó a jerarcas nazis como Heinrich Himmler (este llegó a asistir a una corrida en Las Ventas) o a fascistas prominentes como Galeazzo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores de Italia. No en vano, su régimen se había entronizado gracias al apoyo recibido desde ambos países.
Por eso también, cuando Hitler y Mussolini cayeron en desgracia, el Caudillo, en deuda, quiso ser hospitalario con el aluvión de adláteres de ambos líderes que entró en España huyendo de los juicios incoados por los Aliados. Desembocaron en España miles de italianos, alemanes, rumanos, húngaros, croatas (Ante Pavelic, sangriento mandamás ustacha, llegaría más tarde, en 1957, tras perder la protección de Perón en Argentina, y acabaría muriendo en Madrid, donde está enterrado)... Algunos pretendían quedarse, otros simplemente hacían escala en las rutas de escape (ratlines) hacia, sobre todo, Latinoamérica.
Esa tromba fue bifurcada según criterios de clase. Muchos militares de bajo rango dieron con sus huesos en campos de concentración como el de Miranda de Ebro, a la espera de que se dirimiera su suerte. Otros, en cambio, gozaron de los lujos capitalinos a socaire de eximios valedores del régimen como el propio alcalde de Madrid, José María de la Blanca Finat, conde de Mayalde, el escritor Eugenio D’Ors, el ya citado Serrano Suñer… Y de otros tipos más pintorescos, como Luis Escobar Kirkpatrick, marqués de las Marismas según el registro nobiliario español y marqués de Leguineche según Luis García Berlanga, que hizo pivotar sobre él el impagable ciclo de La escopeta nacional. Degustaban cenas en los restaurantes Horcher, Edelweiss y la Hostería Laurel.
Aunque al marqués-actor le tiraba más otro de la calle Toledo regentado por una tal María. En él, se embaulaban copiosas paellas valencianas junto a Pierre Daye, uno de los protagonistas de Madrid. Metrópolis (neo)fascista. Este colaboracionista belga de los nazis, reportero de Le Soir, se instaló por un tiempo en el Hotel Palace, aprovechando que lo regentaba un compatriota. Daye jugó un papel clave en la huida de nazis y fascistas abriendo vías y proveyendo de documentos falsos a los prófugos.
El belga de mayor relieve político que se afincó por estos pagos fue, no obstante, Léon Degrelle, mandamás del Partido Rexista que se alistó en la Legión Valona, unidad militar de las Waffen-SS con la que combatió en el Frente Oriental. En España siguió activo políticamente, poniendo en aprietos a Franco, que, tras el hundimiento del Eje, se vio obligado a tener una actitud más conciliadora con las democracias liberales, por lo que Degrelle y otras figuras análogas como Otto Skorzeny (coronel de las Waffen-SS) y Radu Ghenea (embajador rumano) se conviritieron en patatas calientes.
El inicio de la Guerra Fría, no obstante, hizo que cambiase el escenario: ajusticiar nazis y fascistas dejó de ser una prioridad. Lo primordial era ganarle el pulso a la hoz y el martillo, encarnadas por el bloque soviético. Los viejos enemigos, en un curioso giro de guion, empezaron a ser mirados como potenciales aliados.