El viernes pasado, a eso de la nueve de la noche, la escalinata del Museo Antropológico era un hervidero de corrillos en los que se comentaba animadamente la exposición que se acababa de inaugurar, Chupas & Parkas. Las primeras, de cuero, fueron la prenda bandera de los rockers; las segundas, de aire militar, de los mods. Dos culturas urbanas que protagonizaron una rivalidad violenta en la Inglaterra de los años 60 y en la España de los primeros 80, en plena Movida. El tiempo ha pasado y se han ido limando asperezas, como acreditaba la presencia entremezclada de veteranos de aquella ‘guerra’.
Un prominente rocker de la época convulsa señalaba: “¿Quién nos iba a decir que 40 años después estaríamos aquí juntos tan tranquilos?”. Otro precisaba: “Es que aquello fue duro. Tenías que ir siempre alerta. Si te metías en determinadas zonas, te la jugabas. Unas veces corrías tú delante; otras, detrás. No había tregua”. Así era la película en Madrid y Valencia. En Barcelona, en cambio, la tensión no era tan elevada: a Loquillo lo podías encontrar en los mismos conciertos que Los Negativos, por ejemplo. Frases de este tipo se intercambiaban en la escalinata rebosante.
“Nunca había venido tanta gente a una inauguración nuestra”, explicaba, visiblemente contento, Fernando Sáez, director del Antropológico a El Cultural, mientras desde un par de altavoces se alternaban canciones de The Jam o The Who con otras de Little Richard o Crazy Cavan. De Sáez mana la iniciativa de articular una muestra de estas características, sorprendente pero con todo el sentido en un ámbito como el museo madrileño encarado con la estación de Atocha. Al fin y al cabo, los mods y los rockers fueron tribus urbanas que, con sus respectivas estéticas, patrones de conducta y referencias culturales, supusieron (o reflejaron) mutaciones profundas en las sociedades occidentales durante la segunda mitad del siglo XX.
Chupas & Parkas toma el testigo de una exposición previa dedicada al rap, que abrió una peculiar línea de trabajo en el Antropológico, centrada en las culturas urbanas. Sáez ha tenido dos aliados clave para dotar de músculo intelectual al relato de una muestra que permanecerá abierta hasta septiembre. Dos portavoces de relieve para cada uno de los bandos. Por un lado, Rubén Olivares, luciendo tupé y levita negra. Por otro, Dani Llabrés, con su chaqueta entallada y corbata fina. Ambos, autores de varios libros sobre el tema, firman las ilustrativas cartelas que jalonan el recorrido por las salas, con textos amplios y cuajados de información.
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En la entrada, el visitante se topa con dos motos emparejadas. Una Lambretta con su típica profusión de espejos (lo de poner tantos era una coña de los mods frente a la norma que obligaba a llevarlos) y una BSA, marca habitual entre los rockers ingleses, amén de Norton y Triumph. “A mí me gustaba adelantarles a toda velocidad, muy pegado a ellos, para asustarles y luego hacerles una peineta”, apunta un rocker ochentero al periodista mientras contempla tan icónicas máquinas. La exposición ha sido posible gracias a los préstamos de Olivares, Llabrés y otros voluntarios, entre los que destaca la voluminosa aportación de José Luis Arnuero, más conocido como 'Sejo', miembro en su día de la legendaria pandilla de Los Franceses y hoy uno de los impulsores de The Original Rockersaurios, asociación que pretende potenciar la vertiente cultural del movimiento rocker.
La exposición, en realidad, solo ofrece una punta del iceberg de lo que se ha prestado, una cantidad ingente de discos, fanzines, prendas, libros, fotografías… En el terreno visual, destaca el apartado de las imágenes de Miguel Trillo, uno de los grandes y más concienzudos retratistas con su cámara de la Movida. De su espectacular archivo, en las paredes del Antropológico se exhiben algunas de las instantáneas que tomó de las dos bandas enfrentadas. Estampas que reflejan sus pintas, tan nítidamente codificadas, y sus actitudes del rebeldía y vitalismo juvenil.
Ese vitalismo inconformista está detrás del origen de las dos. “El rock and roll rompió moldes en los Estados Unidos de los 50”, apunta Olivares, que cita hitos seminales como la canción Rock Around the Clock de Bill Haley en la película Semilla de maldad, de 1955, y Salvaje, de 1953, con un imponente Marlon Brando en una cinta basada en unos altercados equiparables a los de Brighton que tuvieron lugar en localidad estadounidense de Holister. De pronto, un estilo musical dinamitaba, además, los compartimentos estancos raciales, poniendo en el altar a cantantes de color como Little Richard y Chuck Berry. “Y a Elvis, que hacía música de negros”, apostilla Olivares.
En la España de la Movida, en la que eclosionaron de golpe multitud de tribus urbanas (punkis, siniestros, heavies…), la de los mods implicaba también abrirse paso por un camino de ruptura en un país que dejaba atrás la dictadura nacionalcatólica para afianzar un régimen democrático. Llabrés, que se había formado en un colegio de curas, entre rezos e himnos, intentaba emular a sus mayores británicos, abrazando una subcultura que le ofrecía una gran oportunidad de diversión y elegancia distintiva. “Los mods originales sentían un profundo aburrimiento hacia todas las tradiciones ensimismadas británicas. Querían ir más allá, y de ahí la cantidad de ingredientes de distintos lugares que mezclaron para luego alumbrar un cóctel genuinamente británico. Esa es la paradoja”.
Se refiere a la moda italiana, al cine francés (los mods eran devotos de la nouvelle vague, los ritmos jamaiquinos (de ahí deriva su inclinación por el ska, por ejemplo)… Tenían realmente una vocación cosmopolita. Los pioneros datan del año 62. “Una minoría muy exclusiva y selecta”, señala Llabrés, que poco a poco se fue se expandiendo hasta que, con los encontronazos en los bank holidays (puentes vacacionales) del 64 (Clacton, Margate, Brighton…), mutaron en una moda masiva por el efecto llamada que tuvieron los titulares de los periódicos y revistas. “Muchos encontraron una excusa para la violencia pero hay que tener en cuenta que los mods originales no se gastaban una pasta en trajes bonitos para irse luego a pelearse con ellos puestos. El movimiento se degradó, que es lo que siempre sucede cuando una subcultura se pone de moda”.
Eso ocurrió en España a raíz de Quadrophenia, que se estrenó en el 79, el mismo año de Grease, que sirvió también para despertar muchas vocaciones por el rock and roll, aunque no fuera más que una visión edulcorada y estereotipada de los practicantes de la fe rocanrolera. En el 79 también llegó a las pantallas The Wanderers, de Philip Kaufman, otro catalizador para los rockers. El cine, como vemos, fue crucial en toda esta historia, sobre todo en aquella España transicional. Los jóvenes salían de las salas con el ánimo henchido y, al toparse con las pandillas rivales, terminaba corriendo la sangre.
Demasiada testosterona y muy poca conciencia cívica. Las drogas y el alcohol, que se consumían sin tasa, jugaron asimismo un papel protagónico en este desvarío violento. En el sustrato de tanta trifulca estaba, por otro lado, la educación castrense que habían recibido esos muchachos y muchachas en sus casas, con padres autoritarios que al mínimo atisbo de desobediencia te sacudían un tortazo. Lo que se mamaba en casa se proyectaba en la calle. Tan sencillo como eso. “Aparte, cada día los telediarios abrían con los muertos del terrorismo. La violencia era el pan de cada día”, apunta Olivares.
Es curioso escuchar todavía versiones cruzadas sobre el efecto que Quadrophenia tuvo en aquellos imberbes peleones. Los mods (Llabrés en este caso) dicen que la película de Franc Roddam encolerizó sobre todo a los rockers, mientras que estos dicen lo contrario: que fue un acicate para sus enemigos en las calles, que empezaron a atacarles en cuanto se topaban con ellos. Fue una batalla absurda e innecesaria que, además, en Madrid tuvo un cénit trágico en marzo 1985, cuando varios miembros de la pandilla rocker de los Blue Caps se acercaron hasta un Rock-Ola repleto de mods. Estos disfrutaban en el templo nuevaolero de un concierto de Pánico Speed, una de sus bandas predilectas.
Aquello terminó con el asesinato de Demetrio Lefler, uno de los integrantes de la expedición rocker, apuñalado en diversas ocasiones por un mod. Es lo que afirma la sentencia que lo condenó a 12 años de prisión, aunque hay testigos que la cuestionan y hablan de muchos más navajazos, y navajeros. La Movida había terminado de la peor manera.
El odio, sin embargo, ha remitido. Algunos protagonistas de aquel episodio no perdonan. Aunque tienen claro que “la época para la venganza ya hace mucho que pasó”. Así lo cree Fernando Adam, alias Piguy, ‘hermano’ de Lefler en las filas de los bravos Blue Caps. Lo ha escrito en esos términos en, El que no regresa, la segunda entrega de Calles salvajes, un testimonio de culto de aquellos 80 que, según apuntaba hace poco en El Cultural el poeta Kamerlo C. Iribarren, fueron como “entregar a un niño una pistola cargada”. Tiempos duros y cruentos que contrastan con la camaradería en la escalinata del Antropológico. Las tornas han cambiado. Para mejor: la palabra ha reemplazado a las navajas.