La ciudad donde se originó lo mejor y lo peor del mundo moderno: de los avances sociales al fascismo
Un exhaustivo ensayo estudia el papel seminal de Viena en los avances sociales y científicos, pero también en la discriminación y en la antidemocracia.
20 julio, 2024 01:56El 4 de octubre de 1903, Otto Weininger, un brillante académico de Viena, se disparó en el corazón en la casa donde había muerto Beethoven. Tenía 23 años. Aquel gesto, tan acorde con la idea romántica de genio que poblaba la literatura alemana, lo convirtió en un mito.
Weininger acababa de publicar su tesis doctoral, titulada Sexo y carácter. Era un breve tratado que, aunque misógino y antisemita, llamó la atención de las mejores mentes de su tiempo. “Su enorme error es grandioso”, manifestó Ludwig Wittgenstein. En las dos décadas siguientes, el libro se reimprimiría veinticinco veces y sería recomendado por, entre otros, Franz Kafka, Stefan Zweig o August Strindberg.
Además de inaugurar el autoodio judío –Weininger era hijo de un sastre hebreo, aunque se convirtió al protestantismo–, sus ideas más extravagantes tenían que ver con la mujer. La masculinidad, decía, era “dinámica, ética, consciente y lógica”, mientras la feminidad era “pasiva, sexual e ilógica”.
Artistas vieneses como Gustav Klimt reflejaron en su pintura algunas ideas de Weininger. Y Zweig reconocía en sus memorias la infame influencia que aquel libro ejerció sobre él cuando era joven. Dueño de una inteligencia digna de mejor causa, Weininger representaba las dos pulsiones principales de la Viena finisecular: la constructiva y la destructiva.
Mientras las tesis misóginas del académico corrían como la pólvora por Viena, en las mismas calles surgía el mayor movimiento de su época por la emancipación femenina, que concluiría con importantes avances años después, durante la llamada Viena Roja.
Es una de las cuestiones que atraviesan Viena (Pasado & Presente), de Richard Cockett (1961). ¿Cómo es posible, se pregunta el autor, que la ciudad donde se concibieron ideas tan “progresistas y humanas” engendrase a la vez las “patologías más perniciosas y destructivas de la edad moderna: el nazismo, el antisemitismo organizado y el etnonacionalismo extremo”?
Weininger encarna esa dualidad mejor que nadie. La Viena Dorada, la Viena Roja, la Viena Negra: son algunos apelativos con los que los historiadores, a menudo perplejos ante esa ciudad intelectualmente tan contradictoria, han tratado de demarcar sus enfrentadas etapas.
Mozart, Beethoven, Goethe y Schiller, y más tarde Wagner y Nietzsche, sostenían el edificio intelectual de la burguesía vienesa
Pero tal vez la mayor novedad de este libro sea el análisis del enorme peso que la diáspora vienesa, al instalarse sobre todo en Estados Unidos, ha tenido sobre el mundo de hoy. La fuga de cerebros comenzó en la época de entreguerras, cuando las fundaciones Carnegie y Rockefeller empezaron a tentar a las mejores cabezas de aquella ciudad depauperada.
La ciudad de Freud, Mahler, Alfred Loos o Arthur Schnitzler dio lugar a una extensión cosmopolita de hombres y mujeres como Victor Gruen, Anna Freud o F. A. Hayek, que contribuyeron a que disciplinas como la arquitectura, la psicología infantil o la economía cambiasen de forma radical.
Todo empezó, sugiere Cockett, durante la edad dorada de la capital austríaca, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando “criarse, formarse y trabajar en Viena significaba participar en un entorno particular, único, abierto y cosmopolita”. Era una ciudad de inmigrantes, muchos de ellos judíos que se apartaban de su credo para abrazar una nueva religión, la Bildung vienesa, una mezcla de educación y experiencia llamada a sacar lo mejor de cada uno.
Cockett ofrece datos reveladores: entre 1851 y 1910, el número de Gymnasien, las exigentes escuelas secundarias austríacas, y de Realschulen, más enfocadas al ámbito profesional, se cuadriplicó, pasando de 101 a 432, muy por encima del crecimiento de la población.
A la vez se aprobaron medidas pioneras, como la abolición de la supervisión religiosa de las escuelas y la escolarización obligatoria para los niños y niñas de entre seis y catorce años. Mozart, Beethoven, Goethe y Schiller, y más tarde Wagner y Nietzsche, sostenían el edificio intelectual de la burguesía vienesa, en el que se integraban puntualmente los emigrantes del vasto imperio.
Pero en paralelo a ese liberalismo pluralista fue creciendo su tenebroso reverso, una ideología, resume Cockett, “divisiva, discriminatoria y antidemocrática”, origen de lo que hoy llamamos populismo.
La Viena Negra inspiró a Hitler, que tomó como modelo a Karl Lueger, alcalde de la ciudad entre 1897 y 1910 y fundador del Partido Socialcristiano. Primer antisemita declarado en ganar unas elecciones, Lueger fundó un estilo retórico exaltado de infausta memoria y, entre otras cosas, limitó la entrada de inmigrantes para “defender el carácter germano de la ciudad”.
Lo siguió la llamada Viena Roja, enésima mutación de la capital austríaca, entre 1919 y 1934. A menudo desatendida por los historiadores, dice Cockett, el dominio socialdemócrata y marxista de esta época propició importantes avances en vivienda y educación. Y originó además una nueva edad dorada del pensamiento aplicado a mejorar la vida de lo más desfavorecidos.
Todo esto, sin embargo, sucumbió otra vez a las pulsiones destructivas europeas, primero con la llegada al poder de los fascistas austríacos y, más tarde, con la anexión de Austria a la Alemania nazi.