En la exposición permanente del Palacio de Versalles cuelga un retrato de María Antonieta de Austria (Viena, 1755-París, 1793), esposa del rey Luis XVI, pintado por Marie Louise Élisabeth Vigée Lebrun. Con una rosa en su mano izquierda, unas formas suaves y unos tonos que desdibujan las fronteras de su piel con la porcelana, la reina aparece frágil en su belleza, epítome de aquel rococó que celebraba la idealización de lo mundano.
En 1793 el icónico pintor del neoclasicismo Jacques-Louis David, que inmortalizó escenas del período revolucionario francés como La consagración de Napoleón (1807) o La muerte de Marat (1793), realizó otro retrato de la monarca. En esta ocasión, sin embargo, María Antonieta no sujetaba ninguna flor, porque se encontraba maniatada. Bajo el estruendo de la multitud que la rodeaba y el traqueteo del carro que la llevaba al cadalso, ella miraba al frente, como desafiando al filo de la guillotina que pronto le cortaría la cabeza.
Jacques-Louis David no contó con los recursos que tuvo Vigée Lebrun a la hora de llevar a cabo su obra. Si la retratista pudo sentarse tranquila durante horas frente al caballete, el pintor lo hizo asomado a una ventana desde la que vio pasar al cortejo. A vuelo pluma, con los trazos rápidos y espontáneos que pedían la urgencia e inmediatez del momento, el que más tarde fuera descalificado como cobarde arribista por Stefan Zweig pintó a una mujer marchita, en la que ya no quedaba rastro de los excesos pasados que parecía no haber vivido jamás.
La monarca, con 37 años en el momento de su ejecución, es retratada por David prematuramente envejecida, de nariz aguileña, cabello escaso, ralo, que contrasta con los excesivos peinados que le eran característicos en la época en la que hablar de la monarca era hacerlo de unas extravagancias y depravaciones inimaginables. Recién salida de la Conciergerie, donde ha estado aislada y sometida a vejaciones de todo tipo, ya no queda nada en ella de aquel refinamiento rococó. Tan solo, quizás, aquel orgullo atávico e inexplicable que confiere la sangre azul.
El retrato de David es también una caricatura que, en lugar de reflejar nada de ella misma, deja entrever la imagen que se había creado de su monarca un pueblo que la consideraba su enemiga natural. Símbolo de la degradación y los excesos de una realeza desconectada de sus súbditos, la reina ya no es reina, sino alimaña, con un rostro más próximo al de nuestra Celestina que al de su célebre y grácil reina descabezada, representante de una época obsoleta.
Este lunes, 19 de agosto, la plataforma Movistar Plus+ trae a España María Antonieta, una serie que sigue la vida de la joven desde el momento de su salida de Austria y su matrimonio con el futuro Luis XVI. En el contexto de una alianza entre los Habsburgo y los Borbón, en la que se trataba de evitar un conflicto a gran escala por las ambiciones territoriales de ambas casas, la boda del delfín francés con la hija de la reina María Teresa supuso la culminación del pacto diplomático destinado a sellar la paz en Europa.
La serie, estrenada originalmente por la BBC en 2022, no pone el foco en la María Antonieta de David, sino en la de Lebrun. Incluso en la niña que fue antes de esta. Cuando, aún sin ser lo suficientemente madura como para excederse en sus caprichos adultos, era una adolescente aristócrata criada entre unos algodones que le habían impedido entender las responsabilidades que se le exigían como consorte.
Hasta su llegada a Versalles no había hecho otra cosa que corretear con sus damas de compañía y el simpático perro carlino que tenía de mascota. Sin embargo, una vez casada con el futuro Luis XVI, es ella la que se ve obligada a perseguir al heredero, que rehuye sus obligaciones maritales, sin cuya ejecución el acuerdo entre ambas casas reales no es más que papel mojado.
No aparece, todavía, aquella María Antonieta cuya decapitación está imbricada en el ADN francés. Ejemplo del papel identitario que ejerce esta ejecución es el debate que generó la actuación del grupo Gojira en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Paris: varias María Antonietas, ya decapitadas, se asomaban a las ventanas de la Conciergerie, donde la reina fue continuamente humillada.
Ante María Antonieta, un Luis XVI que nada tiene que ver con sus antecesores, "hombres fuertes" que habían colocado a Francia en una posición privilegiada en el tablero europeo. Flemático por naturaleza, más interesado en la caza y en el buen comer que en las beldades del sexo femenino, evita, al borde del ataque de nervios, todo intento de contacto por parte de la delfina.
En la famosa biografía que Stefan Zweig dedica a la desdichada María Antonieta, editada en España por Acantilado, el austriaco alega que la dificultad inicial que mostraba el futuro Luis XVI a la hora de mantener relaciones con su esposa se debía a un problema de fimosis, que impedía que el ilustre rey pudiera mantener una erección.
Por suerte, un médico convocado por Luis XV logró detectar y atajar el problema. Años después de haber sido desposados y tras una sencilla cirugía, el delfín consiguió mantenerse los suficientemente enhiesto como para sembrar un heredero en el vientre de María Antonieta.
Sin embargo, aquellos años iniciales de insatisfacción sexual hicieron mella en la futura reina, afirma Zweig. El escritor defiende que este rechazo continuado por parte del heredero hacia la Habsburgo es la causa principal del desenfreno epicúreo que caracterizaría a la monarca más adelante. La frustración en el plano sexual lleva a la joven, según el autor de El mundo de ayer, a tratar de satisfacer sus pasiones frustradas por otros caminos, tales como las desbocadas fiestas que protagonizaría en el palacio de Trianon.
Amarillismo revolucionario
En este aspecto, y como no podía ser de otra forma, la verdad se entremezcla casi sin remedio con las leyendas y las simples habladurías. Durante los años previos a la toma de la Bastilla y de forma más exacerbada a partir de entonces, María Antonieta pasó a protagonizar la rumorología parisina, en la que, según los periódicos revolucionarios, cuando no organizaba bacanales y orgías, mantenía relaciones sexuales con cualquier persona que se acercara a su radio de acción.
Uno de estos rumores fue pieza central durante el juicio en el que se decidió la ejecución de la reina. En los últimos tiempos, los rumores con respecto a María Antonieta se habían recrudecido hasta el punto de afirmar que la reina mantenía relaciones sexuales con su propio hijo bajo el pretexto de "adiestrarle en las artes amatorias". El pequeño, que moriría más tarde por la precariedad en la que lo mantuvieron cautivo en la prision del Temple, fue obligado a declarar en contra de su madre.
Ante la confesión del no coronado Luis XVII, que se sumó a una lista de acusaciones inacabable, la reina María Antonieta fue declarada culpable de alta traición, promiscuidad sexual e incesto.
Aunque fuera el rey en funciones, y por tanto el teórico responsable directo de los males que asolaban a Francia en el momento en el que la Bastilla fue asaltada, Luis XVI fue tratado con ciertos honores afines a su cargo en el momento de su ejecución. Para su esposa, sin embargo, que fue aguillotinada meses después, no se reservaron estos privilegios.
Las habladurías de los años anteriores la convirtieron en la enemiga número uno de los franceses. Su rey, cuya indolencia precipitó los acontecimientos sangrientos posteriores, fue considerado un mero títere de María Antonieta, el depravado demonio austríaco que había llegado a Francia para vaciar las arcas del país y matar de hambre a sus ciudadanos.
El 16 de octubre de 1793, mientras un carro traqueteaba de camino al cadalso, dejó de importar la diferencia entre la verdad y el rumor. Minutos después del mediodía, no se le cortó la cabeza a una mujer, sino a un símbolo. Los caprichos del rococó y los excesos de aquella realeza que ya no eran sinónimo de Francia cayeron, rodando, con una afilada tajada. Mientras, el pueblo clamaba aquella palabra, liberté, que todavía no entendían, pero de la que eran dueños.