"Rabbuní" fue la palabra que alcanzó a salir de los labios de María Magdalena cuando frente a ella vio a Jesús de Nazaret. Unos segundos antes la mujer lloraba descompuesta junto al sepulcro de éste. De repente, aquel hombre que debía estar muerto desde aquel nefasto viernes había cobrado vida y la interrogaba "mujer, ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?".

La ojiplática María Magdalena no logró que su boca articulara más que aquella palabra que en hebreo significa maestro. "Vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" le ordenó él, y ella -cuenta el evangelio de Juan- no perdió el tiempo. Transmitió la buena nueva al resto de discípulos, que tampoco daban crédito.

María Magdalena fue la primera en ver a su señor vivo de nuevo, un privilegio más que se sumaba a la larga lista de reconocimientos que le había otorgado el Mesías. La posición distinguida de la que disfrutaba la mujer, de la que varios escritos apócrifos subrayaban su vida licenciosa antes de su encuentro con Jesús de Nazaret, le valió una enorme popularidad durante la Edad Media

Portada de la edición Tempus de 'Los fuegos de la lujuria', de Katherine Harvey

En el período medieval, la contrición del pecado se volvió una pieza fundamental ante la perspectiva de que el hombre, en cuanto a carne imperfecta, estaba abocado irremediablemente al pecado. De tal forma, la figura de una discípula del Mesías que pese a sus pecados carnales se situó en su circulo íntimo cobró un protagonismo sin precedentes. Maria Magdalena era la viva representación de la posibilidad de redención frente a los errores del pasado. 

La creencia medieval era que si la mujer de la que se decía en la Leyenda áurea que "entregó su cuerpo al placer hasta que conoció a Jesús" había podido lograr el perdón celestial, ellos, de igual manera, podían ser capaces de redimirse en el caso de que se arrepintieran y llevaran a cabo la penitencia correspondiente. El pecado era, en cierta manera, un mal difícil de sortear, por lo que el error fatal radicaba no en su ejecución, sino en la ausencia de repudia a lo cometido.  

La historiadora especializada en Historia Medieval y escritora británica Katherine Harvey sostiene en el ensayo -que Ático de los Libros trae en una nueva edición- Los fuegos de la lujuria: una historia del sexo en la edad media que el principio de pecado y arrepentimiento era uno de los pilares fundamentales sobre los que se apoyaba la perspectiva religiosa sobre la sexualidad. A ello añade el principio de castidad, celebrado como símbolo de pureza y contención en tanto que se asumía que el propio Jesucristo se había mantenido célibe a lo largo de su vida. 

Harvey tomó la decisión de llevar a cabo este ensayo en el momento en el que llegó a la conclusión de que se percibía de forma totalmente errónea la vida sexual que había existido durante este período, tanto en la ficción como en el imaginario social. Esto se debe sobre todo al hecho de que se asume que la percepción de lo sexual era equivalente al contemporáneo: "aunque hay algunas continuidades obvias (...), se han producido cambios relevantes en la forma de considerar el sexo y, por tanto, de entenderlo", defiende la historiadora.  

El otro factor fundamental que regía la vida sexual medieval, según Harvey, era la perspectiva sanitaria. Durante los siglos previos al Renacimiento todavía se mantenía vigente la teoría galénica según la cual la salud del hombre era el resultado del equilibrio de cuatro humores: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema. El desajuste de uno de estos fluidos en el interior de un individuo sería lo que acabaría provocando que éste enfermara. 

'El hijo pródigo en el burdel' (1469), del taller de Diebold Lauber. Foto: Museo Getty

En este sentido, la teoría médica medieval consideraba que el celibato -que prohibía, incluso, la masturbación- podía ser seriamente perjudicial. La eyaculación tenía un efecto beneficioso en el cuerpo en tanto que servía para reequilibrar un exceso de fluidos, cumpliendo la función de "válvula de escape humoral". Al bloquear esta vía de reajuste se promovía todo tipo de enfermedades, corriendo el peligro, además, de que el afectado se dejara llevar por otras perversiones. 

Una vez definidas las bases en las que se asentaba el eros medieval, Katherine Harvey pasa a realizar a lo largo de su obra un meticuloso recorrido por cada uno de los aspectos de la vida sexual en las sociedades occidentales durante este extensísimo período. Se detiene entonces en asuntos como la fornicación -el simple coito fuera del matrimonio-, el adulterio, la prostitución, la sodomía -un compendio de actos entre los que se encontraba lo relacionado con la homosexualidad-, la herejía, la zoofilia o incluso el sexo con demonios

Pócimas de amor y preservativos mágicos

En cada uno de estos casos la historiadora entrelaza un profundo análisis a través de distintas fuentes documentales de diferentes períodos y localizaciones con anécdotas y acontecimientos de los que dan cuenta los textos disponibles de la época. 

Resultan interesantes, por ejemplo, los casos que cuenta Harvey en los que la magia cuenta con un papel protagonista. Esta se podía utilizar tanto como método anticonceptivo mediante amuletos como para captar o retener un amor no correspondido. 

Esto último es el caso de una mujer griega de escasos recursos de nombre Gratiosa y un joven veneciano de posición holgada llamado Domenico Contarini, que en torno a 1480 se enamoraron perdidamente. Después de que el hombre tomara un brebaje hecho a partir de corazón de gallo, vino agua y sangre menstrual, que le sirvió la mujer, éste se lanzó lleno de lujuria incontenible para tomar a su nueva amada. Más tarde, para retenerlo, le dio unos polvos hechos a partir de los restos de los ombligos de ambos

No se sabe cómo se descubrieron las artimañas mágicas de Gratiosa. Lo que si que se conoce es el castigo que recibió cuando quedó claro que aquella fornicación -asimismo prohibida por haberse dado fuera de matrimonio- había sido fruto de ejercicios de hechicería. El veneciano fue absuelto por haber sido víctima de un embrujo. A ella, sin embargo, se le impuso una multa considerable, fue marcada en la cara y se la desterró de la ciudad bajo la amenaza de cortarle la nariz en el caso de que volviera. 

No sabemos si a Gratiosa le mereció la pena aquel encantamiento y la diversión que pudo compartir con Domenico. Lo que está claro, según afirma la autora de Los fuegos de la lujuria, es que probablemente aquellos encuentros que tuvo la desdichada pareja no fueron muy variados e imaginativos: cualquier postura durante el coito que fuera diferente a aquella en la que el hombre se colocaba sobre la mujer frente a frente era considerado pecaminoso y, según la Iglesia, hacía que el hombre y la bestia no se diferenciaran. 

Un mundo sin Kama-sutra

 Eran horas lúgubres para la imaginación y originalidad sexual. El clero solo admitía que la mujer se colocara sobre el hombre en el caso de que el coito se diera durante el embarazo, para prevenir daños al feto -para lo que, aún así, era preferible la abstinencia-. El resto de posturas eran, sin embargo, despreciables.

Otras formas alternativas de relación sexual tampoco eran aceptadas o tan siquiera concebidas. El sexo oral, por ejemplo, era considerado sacrílego, en tanto que se percibía como la unión de los bajos instintos del vientre con la parte del ser humano representante de lo racional, la cabeza. 

Lo sexual era un fenómeno que, pese a sus evidentes continuidades, era percibido como algo completamente distinto a lo que ahora entendemos como tal. Lo que hoy es, al menos en la Europa Occidental, una manera más de obtener placer más allá de la reproducción gracias a una larga historia de logros y reivindicaciones, entonces era una contienda contra el pecado y la carne. Gracias a Harvey, en Los fuegos de la lujuria nos conseguimos sumergir en el mundo privado de unas sociedades a las que todavía les quedaba mucho por explorar.