Aún hoy, en muchos pueblos de España, es habitual cruzarse con algún monumento conmemorativo dedicado a los "mártires y caídos por Dios y por España". Sabemos que fueron los muertos del bando sublevado, pero, por extraño que parezca, hasta hace poco no se sabía gran cosa del proceso de gestión legal, forense e ideológica mediante el cual el franquismo exhumó, identificó y dignificó aquellos cadáveres.

La historiadora, arqueóloga y antropóloga forense Miriam Saqqa Carazo (Madrid, 1986) ha investigado durante años aquel proceso realizado entre 1936 y 1951, y el resultado es una minuciosa obra académica titulada Las exhumaciones por Dios y por España, que ahora publica la editorial Cátedra. Las exhumaciones estudiadas en el libro comenzaron en los primeros meses de la Guerra Civil. Mediante listas de víctimas, el ejército sublevado localizaba, exhumaba, conmemoraba y, por supuesto, buscaba a los culpables de las muertes de su bando.

En 1939 llegó la victoria y la siguiente declaración de Franco en el BOE del 17 de mayo, en la que reclamaba memoria histórica solo para los de su bando: "La sangre de los que cayeron por la Patria no consiente el olvido, la esterilidad ni la traición. Hay verdadera necesidad de rendir el postrero homenaje de respeto a los seres queridos".

El proceso se aceleró después de la guerra, sobre todo a partir de 1940, con la conocida como Causa General. Impulsada por Esteban Bilbao, ministro de justicia, aquella investigación tenía el objetivo, según rezaba su preámbulo, de "instruir los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja". En ese momento las exhumaciones, hasta entonces en manos de los tribunales militares, o incluso de familiares y ayuntamientos, pasaron a ser competencia del Tribunal Supremo de la dictadura.

Todo el Estado se involucró en la tarea. Miriam Saqqa señala que a día de hoy las reparaciones a las víctimas del bando que perdió la guerra "no han tenido un respaldo político y estatal de igual magnitud". La dictadura entendió enseguida la importancia de la construcción de una narrativa nacional, al punto de que para obtener información sobre los muertos no dudaron en usar la coacción, la violencia, la represión. La idea del régimen era "aglutinar las diferentes realidades ideológicas y políticas" exaltando a sus héroes caídos, con un proceso "totalmente legislado" que construyese el "ideal de sociedad nacional".

El alcade Josep Maria i Marcet i Coll, en la inauguración del monumneto a los caídos de Sabadell en 1943. Archivo Nacional de Cataluña

La recuperación de los cadáveres se convirtió, cuenta la historiadora, "en un lugar desde el que ejercer el poder e instaurar el nuevo orden deseado". Los médicos forenses actuaban como agentes políticos. No en vano, el doctor Antonio Piga y Pascual, director de la Escuela de Medicina Legal durante la posguerra, opinaba que los médicos forenses a su cargo debían seguir el ejemplo "de los que han luchado y salvado España".

Una vez exhumados los cuerpos, la noticia se difundía en la prensa para enriquecer el relato propagandístico del régimen. La necesidad de asentar ese relato se da sobre todo al principio: el 49% de las noticias sobre exhumaciones que Saqqa ha localizado son de 1940.

El proceso solía ir acompañado de actos políticos y religiosos, que a menudo eran el colofón a los desenterramientos. Acudían representantes políticos, figuras del clero, autoridades militares. Había cortejos fúnebres al paso de los cuales la gente debía descubrirse y hacer el saludo nacional. A veces también tocaba la banda municipal. Todo con el fin de elevar a los mártires a un cielo que ya no era estrictamente religioso, como podría sugerir el término "mártir", sino más bien político e ideológico.

Olvido para el derrotado

Saqqa habla de una "exclusión radical de los vencidos" en las exhumaciones franquistas. Las víctimas republicanas no existían, aunque los huesos dijeran lo contrario. Los médicos forenses redactaban sus informes con arreglo a unas instrucciones de marcado acento ideológico. Un caso ejemplar es el del alcalde de Calera y Chozas, en Toledo. Junto a un equipo de investigadores, Saqqa localizó los restos del edil, que tenía el cráneo roto y signos de haber sido torturado.

En paralelo, encontraron la autopsia hecha por un forense de la dictadura, que había establecido que la muerte se debía a la obesidad y el alcoholismo. A la luz de los informes forenses de las exhumaciones, sabemos que el régimen tenía menos interés en establecer el origen y la causa de la muerte (uno de los objetivos fundamentales de la medicina forense) que en identificar ideológica y personalmente a los cadáveres. Si acaso, interesaba destacar la violencia ejercida por el enemigo, y el modo en que este la ejercía, para así convertir a la víctima en mártir y atribuir a los "rojos2 una violencia desmedida.

No obstante, el porcentaje de identificación no era alto. De los 3.017 cadáveres exhumados (una cifra seguramente inexacta) que se mencionan en la prensa entre 1936 y 1954, solo 840, es decir, el 27% de los cuerpos recuperados, se lograron identificar.

Otro ejemplo que Saqqa documenta con mucho detalle es el de los cadáveres que aparecieron en la Casa de Campo de Madrid en 1941: once hombres de entre 20 y 30 años, muertos en la primavera de 1937, a los que el régimen realizó todo tipo de exámenes con el fin de incluirlos en su lista de mártires.

Al final, sin embargo, debido a los objetos que llevaban, el fiscal que instruía el caso tuvo que descartar que los restos perteneciesen a "personas víctimas de la horda marxista" en los primeros meses del "Glorioso Movimiento Nacional", con lo cual el tratamiento a los cadáveres debía de ser distinto.

El caso se resolvió transportando los cuerpos al cementerio madrileño de la Almudena y enterrándolos en una fosa sin nombre, donde sus familiares no podrían identificarlos. Saqqa cree que podrían ser once jóvenes que participaron en la Operación Garabitas, una ofensiva republicana que pretendía recuperar zonas de la Casa de Campo para aislar la Ciudad Universitaria de su retaguardia.

Es el último ejemplo expuesto en el libro. Como sugiere Saqqa, aquellos once milicianos se vieron privados de un proceso que diera sentido a su muerte y ofreciera cierta reparación a sus familias. Sufrieron, como tantos muertos que yacían en las cunetas, lo que la historiadora llama una damnatio memoriae: una condena de la memoria.