Image: Fernando Aramburu

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Letras

Fernando Aramburu

La crítica celebra su primera novela "Los ojos vacios"

22 noviembre, 2000 01:00

Alfaguara. Madrid, 2000. 259 páginas, 2.850 pesetas

Se gasta Fernando Aramburu un aire tranquilo, como de vuelta de todo, divertido y coqueto, casi hippiesco. Se gasta también, literatura, buena, muy buena literatura. Unas notas: nacido en San Sebastián hace cuarenta años, en una familia "que chorreaba modestia por todas partes". Hizo de todo para pagarse sus estudios y vive desde mediados de los ochenta en Alemania, dando clases de español. Lo importante: si hace cuatro años su primera novela, Fuegos con limón (Tusquets), fue un acontecimiento, ahora Los ojos vacíos confirma lo que entonces dijo la crítica. Que estamos ante uno de los grandes narradores de este fin de siglo. Que cada novela es una fiesta. Que construye un mundo perfectamente único. Que no conoce más leyes que la literatura. Que hay que leer a Aramburu, aunque sólo sea como antídoto contra el adocenamiento, lo obsceno del mercado editorial y la vulgaridad general.

-¿Por qué no se presenta a sí mismo como persona y escritor? ¿Se atreve a trazar su autorretrato humano y literario en quince líneas?
-Atrevimiento no me falta. La cuestión es que detesto aburrir a mis semejantes. Yo les sobro a mis obras literarias. No abrigo la menor duda al respecto. Barrunto, además, que el conocimiento de la vida del autor no hace sino proporcionar excusas a más de uno para eximirse de la tarea de comprender sus libros. En consecuencia, procuro figurar lo menos posible sobre el escenario, conformándome con ser la mano que escribe en la sombra. Una vez hecha la obra, se me hace a mí que el artista tiene la obligación de desaparecer.

-Desde ese voluntario "exilio alemán" en el que vive desde hace dieciséis años, ¿cómo contempla el panorama cultural español? ¿Lo encuentra dócil, agitado, interesante...?
-A mí no me interesa ningún panorama cultural. Me interesa, en todo caso, el trabajo de éste o el otro individuo, con independencia del lugar donde sus respectivas madres los hayan traído al mundo, ya que no albergo un concepto geográfico de las obras humanas.

-¿Quiénes son sus contemporáneos favoritos?
-Puestos a ser sinceros, confieso que hace cosa de diez años renuncié de forma definitiva a la literatura actual. Leo, eso sí, a los amigos, la mayoría de los cuales son por fortuna poetas y escriben cortito. También leo libros que periódicamente me regala mi editorial; pero aún no he descubierto la manera de mencionarlos en la Prensa sin dar pie a que se me acuse de hacer publicidad.

-¿Cree entonces que hay demasiados autores sobrevalorados?
-La historia universal de las artes demuestra que la figura de los autores sobrevalorados es inevitable. No hace falta, por consiguiente, concederles importancia.

España, una bola de Navidad

-¿Cuál cree que es la temperatura cultural y la ética de España comparadas con las del resto de Europa?
-La diferencia que separa a España del resto de países de la Europa comunitaria es simplemente estadística. No le demos más vueltas. España es una de tantas bolas de Navidad colgadas del abeto europeo. A veces me da el olor de que los nórdicos aprecian los eventos culturales provenientes de España con mayor intensidad que los propios españoles. En esto los españoles parecen imitar a los alemanes, gente que no escatima saña a la hora de criticarse. Tampoco pasa inadvertido al vecindario europeo que España es una señora (o un señor) con la escudilla de continuo tendida hacia Bruselas. El Gobierno debería disimular un poco.

-¿Cuál es su relación con el castellano, cómo impide que el alemán le "contamine" y en qué le enriquece?
-Suscribo sin titubeos el célebre verso de Borges: "Mi destino es la lengua castellana". Yo, que ya no practico el cómputo de sílabas, tiendo al prosaísmo de equiparar el idioma con la columna vertebral. Arránquemela usted y verá cuánto me cuesta subir las escaleras. El amor que le profeso a la lengua castellana forma parte de la fascinación que ejerce en mí el fenómeno lingöístico general, se manifieste de la manera que se manifieste. Nadie, que yo sepa, ha sabido formular este principio de modo más preciso ni más generoso que el poeta Francisco Javier Irazoki, a quien cito: "Quien ama un idioma, ama todos los idiomas". Siento profunda veneración por ese pensamiento. El alemán no menoscaba en absoluto los vínculos que mantengo con mi idioma materno; antes al contrario, contribuye a hacerlos más complejos y seguros, hasta el punto de que he llegado a la convicción de que, hoy por hoy, el ser humano monolingöe es un pobre diablo. Me llevaré a la tumba esta convicción: para dominar un idioma hay que aprender otros.

-El estar tan lejos del mundillo literario, de sus intrigas y miserias ¿le beneficia? ¿no piensa en volver, no siente nostalgia?
-Tocante al mundillo literario español, lo ignoro todo. Ni sé quiénes pasan las tardes ahí, ni sobre qué conversan, ni qué pretenden. Sospecho, además, que son gente fumadora sin escrúpulo de echarle a uno el humo a la cara, cosa que detesto a muerte. A mí no me parece que el escritor posea más rostro que sus libros. Y los libros se escriben por lo general en un cuarto a solas. El ruido humano no me despierta nostalgia y, por otro lado, aún queda tanto por hacer. Volvería a España de inmediato si el viaje condujera a la infancia.

Perendengues biográficos

-Supongo que ya estará cansado de hablar del tema, de esos ocho años que necesitó para escribir su primera novela Fuegos con limón (Tusquets, 1996) pero, ¿cómo fue su gestación?
-Estoy, en efecto, cansado de hablar del tema; pero reconozco que merezco el castigo que comporta la pregunta, por haberme ido de la lengua cuando se preparó la edición del libro. ¿Qué quise lograr con aquella indiscreción? ¿Acaso demostrar a quienes no necesitan saber nada de mí que soy un hombre laborioso? He ahí un claro ejemplo de por qué no debe uno enturbiar sus obras con perendengues biográficos. He escarmentado. Por lo demás, no entraña ningún misterio el que le cueste ocho años terminar un libro a un quídam que tenía que atender a dos hijas pequeñas, ir a trabajar a diario a un colegio, escribir a mano por falta de ordenador; a un quídam que no se había aventurado jamás en el arduo género de la novela; que adolece de un perfeccionismo crónico; que cometió errores garrafales de estructura que le obligaron a reescribir largos pasajes y que, para más inri, disfrutaba como un niño con la tarea. Lo raro, me digo ahora, es que el libro sólo me tuviese ocupado ocho años.

-¿Cuánto había de Fernando Aramburu en Herminio, el protagonista de Fuegos con limón, de sus experiencias reales en revistas y movimientos alternativos?
-En el personaje narrador de Fuegos con limón (me refiero, sobre todo, a su constitución anímica) no había nada de mí. Repito, nada. La señora Agatha Christie, como nadie ignora, relató numerosos asesinatos en sus novelas. Según mis informaciones, jamás fue sometida a la sospecha de haber perpetrado en el curso de su vida un delito de esa naturaleza. ¿Por qué puñetas, me pregunto, se me pide a mí una y otra vez cuentas de las perrerías que cometen determinados personajes de mis libros? Poco después de publicarse la novela, conocidos de mi padre paraban a éste por la calle y le espetaban: "¡Menudas cosas se cuentan de ti en el libro de tu hijo!". Huelga decir que por idénticas razones más de un viejo amigo se picó conmigo. Por un lado me halagaba comprobar que el texto había adquirido en las mentes de no pocos lectores un valor de verdad, por cuanto se me figuraba que la historia había sido desarrollada con el verismo que nunca debiera faltarle a una ficción literaria. Menos gusto me producía la otra cara de la moneda, esto es, que se les atribuyera un sentido confidencial a las trapacerías y ruindades de que está sembrada la trama de la novela. Para resumir, los interiores de aquel personaje novelesco y los míos difieren por completo, lo que no quita para que ambos hubiéramos compartido las mismas circunstancias históricas y geográficas, así como un par de anécdotas que escondí en el texto cuando nadie me veía.

-¿Y en Los ojos vacíos, su última y recientísima novela? ¿También suscribe eso de que "los libros eran mi pasión, aún más, el cimiento y las columnas de mi mundo personal"? ¿Realmente su vida personal está invadida de literatura?
-No dispongo de energías suficientes para sacralizar el acto de la escritura. Yo no soy, para decirlo a la manera de Kafka, literatura, por más que la literatura sea de costumbre el oxígeno que yo respiro. Propendo de un tiempo a esta parte a creer que se escribe para alguien. A ratos hago un alto en el trabajo y me figuro que hay oídos detrás de las paredes. Sé positivamente que sin esos oídos seguiría escribiendo. Escribiría como un muerto, según afirmaba Kafka. De momento me conformo con imitar los usos solitarios de los monjes de la Trapa. Y no por nada, sino que desde que superé la juventud no asocio la creación literaria a la angustia. Para decirlo de una vez, aspiro sin miramientos a la lucidez, a la densidad de pensamiento y al contacto. Sintiendo decepcionar a los que me conocen desde antiguo, he abandonado definitivamente la vocación de monstruo.

-¿Qué precio está acostumbrado o incluso dispuesto a pagar, personalmente y como autor, al no ceder a la facilidad, al optar por tejer un mundo narrativo en el que ninguna historia, ninguna escena, ninguna frase merecen un tratamiento ligero ni superficial...?
-Yo vengo de la parte baja de la sociedad. De niño fui educado conforme a los métodos disciplinarios de los agustinos recoletos, en un colegio que chorreaba modestia por todas partes. A edad temprana se me avezó a la perseverancia, al ejercicio de la meditación y al empleo preciso de las palabras. ¡Cómo se enfadaba el fraile de Lengua Española porque los niños no entonábamos correctamente la curva melódica de las oraciones interrogativas castellanas! Los agustinos me obligaron a leer los primeros libros de mi vida: el Lazarillo, el Quijote, los enrevesados Sueños de Francisco de Quevedo... Tardé largo tiempo en comprender las buenas intenciones que movían la vara temible de aquellos docentes con hábito y sandalias. De ellos aprendí, antes que de otros, que el arte es, como decía aquél, una larga paciencia. No admito otro tributo.

Plácida y gris monotonía

-¿Cómo es un día normal, qué lee, qué hace, que películas ve, con quién se relaciona?
-Mis días laborables discurren con plácida y gris monotonía, fuera de la cual me cuesta con frecuencia reconocer mi semblante en el espejo. Soy lector constante, con tendencia cada vez mayor a la relectura. Asisto poco al cine, por varias razones: porque me causa infinito desagrado ponerme a la cola delante de las taquillas, porque no aguanto la publicidad que precede a las películas y aún menos verme rodeado de mandíbulas que mastican a destajo palomitas de maíz, patatas fritas u otros alimentos crujientes por el estilo. Aparte de esto, soy bastante insoportable como vecino de butaca. No paro de criticar a media voz, sobre todo los diálogos. Le saco defectos a todo: al comparsa que desde el fondo del escenario mira bobaliconamente a la cámara, al primer plano que busca impresionarme a la altura de la ingle, etcétera.

-Está a punto de llegar a España para promocionar su libro. ¿Le incordiamos mucho los periodistas, echa de menos más acoso, le abruma pensar que ahora le esperan unos bolos promocionales...?
-En cuanto a los periodistas, yo los sobrellevo sin sobresaltos, excepción hecha de aquellos que vienen a entrevistarme sobre un libro mío que no han leído y empiezan la labor enjaretándome la odiosa pregunta: "¿De qué trata su libro?"

-Lo siento, pero resulta inevitable hablar del problema vasco con usted, nacido en San sebastián en 1959. ¿Qué le parece lo que está pasando? ¿Es posible reinventar el pasado impunemente? ¿Y expulsar a los que no piensan como uno? ¿Por qué el otro, el distinto es siempre el enemigo?
-Me falta serenidad para hacer un análisis ajustado de la situación. Día a día lucho, con mis escasas fuerzas y con mis debilidades humanas, por no sucumbir a la tentación del odio. Educado en el respeto hacia los hombres, confieso que soy incapaz de meterme por un segundo en el pellejo del joven que se degrada hasta el extremo de segar la vida de un semejante. No lo puedo entender, y eso redobla mi tristeza y quizá otros instintos sobre los que no tengo el menor deseo de explayarme sin matizar. A menudo me digo para mí que el problema mayor que tiene en estos momentos el País Vasco es, pura y simplemente, la falta de amor de una parte de su ciudadanía.