Hemingway, al otro lado
En vísperas del cuarenta aniversario de su muerte, el escritor y cineasta Gonzalo Suárez recorre los temores del Premio Nobel
20 junio, 2001 02:00El “Morir no basta” de D'Annunzio, que Hemingway rememora en Al otro lado del río y entre los árboles, podría muy bien ser el lema del autor para afrontar la vida. Pero, si no basta morir, “¿qué demonios más quieren de nosotros?”, se pregunta el viejo coronel de este libro. La reflexión, no exenta de perplejidad, nos retrotrae a los tiempos de Jorge Manrique y su concepto de la fama como única fórmula para perdurar, al menos un rato más, en este efímero mundo: “Aquí yace un hombre que vivo dejó su nombre”, reza el epitafio de Don Rodrigo, padre del poeta y guerrero medieval.
Sin embargo, en nuestros días, la fama póstuma ha perdido fiabilidad y esplendor. Resulta tan veleidosa como lo fue en vida para Ernest Miller Hemingway, cuyo renombre ha sido y sigue siendo puesto en solfa como si de un impostor se tratara. Y precisamente Al otro lado del río y entre los árboles es uno de los libros que más irritación provocaron a raíz de su publicación. Dos años antes de El viejo y el mar y cuatro antes de la obtención del premio Nobel de literatura, eventos que, lejos de amainar la inquina, exacerbaron la insidia.
Cuando en 1961, a punto de cumplir sesenta y dos años, se pegó un tiro, no faltó quien sospechara que el suicidio había sido, en realidad, una última artimaña para llamar la atención. La maledicencia tenía precedentes. Siete años antes, un doble accidente de avioneta en el Congo Belga había propagado en todo el mundo la falsa noticia de su muerte, dando lugar a sarcásticas necrologías que derivaron en irrisión cuando fue rescatado con vida. Se tomó como farsa publicitaria lo que para el cazador de leones supuso una mordedura mortal de la que ya nunca se repondría. No sólo quedó dañado el cerebro, rotura de cráneo con pérdida de líquido encefálico, sino algo peor: el amor propio.
El tañido de las campanas, que tan prematuramente doblaban por él, tenía resonancias amargas. Sin respeto alguno por su hipotética defunción, críticos crueles, valga la redundancia, se ensañaron con el escritor, apresurándose a derribarlo del pedestal en el que se había encaramado. La paranoia estaba servida.
No se requerían excesivas dosis de delirio para considerarse acosado por el FBI. Acoso, por cierto, posteriormente corroborado. Hasta su colega Faulkner le regateó, en unas ambiguas aseveraciones, el coraje que nadie le puede negar más allá de sus jactancias. A la manera de Byron, el personaje predominó sobre el autor con tal desmesura que resultaría imposible dilucidar en qué medida era su literatura o su persona objeto de crítica. Sí cabe afirmar que el visceral rechazo del hombre y su leyenda fue el paradójico tributo a la enorme fascinación que el escritor y su obra provocaron en vida.
Carlo Bronne lo rememora entrando en París, el 25 de agosto de 1944, con los Campos Elíseos vacíos, cuando todavía se disparaba desde los tejados, en pie sobre el asiento del jeep, como un coloso desafiante y probablemente borracho.
El propio Hemingway, corresponsal de guerra del Collier's, nos cuenta cómo liberó el Ritz, que acababan de abandonar los alemanes, dando pronto al traste con las exigencias del bar, en compañía de ilustres colegas de prensa como Irwin Shaw y J. D. Salinger. Por su habitación pasaron Sartre, Malraux, Marcel Duhamel, su traductor, y Marlene Dietrich, la única mujer a la que siempre llamaría “mama”.
También pasó el coronel Lanham, inspirador de Cantwell, protagonista de Al otro lado del río..., más bien, diría yo, avalista de asuntos bélicos, ya que Richard Cantwell es, a todas luces, un obvio alter ego de Hemingway que púdicamente remite a sus exégetas al mencionado Lanham o a un tal Charles Sweeny, mercenario que conoció en Constantinopla.
Contradicción flagrante con la nota, al inicio de la novela, en la que se nos advierte que todos los personajes son imaginarios. Y lo son. Incluida Renata.
La idílica aristócrata de dicienueve años. Mal que le pese a la baronesa Adriana Ivancich, que proclamó: “La Renata de Hemingway soy yo.” Sin duda, no le faltaban razones para tan rotunda afirmación, como tampoco a su antagonista, la también joven baronesa Afdera Franchetti, que aspiraba al mismo privilegio.
Superfluo litigio que, en nuestros días, se habría convertido en suculento negocio de la prensa del corazón, si el tiempo transcurrido no hubiera ya licuado los ectoplasmas que deambularon por el hotel Grittin y el Harry"s bar exhalando efluvios etílicos sobre las turbias aguas del Gran Canal.
Cuando ya nadie es nadie, resulta tardío jugar al quién es quién. A la pregunta de si los personajes son imaginarios, como un sabio del budismo Chan, Hemingway puede respondernos, sin faltar a la verdad, sí y no. Adriana Ivancich y Afdera Franchetti pretenden ser Renata en la ficción, porque vivir y morir realmente no les basta.
Pero todos sabemos que el fantasma de Renata ha precedido en muchos años a sus corpóreas referencias. Es sólo una ensoñación de sempiterno adolescente. Si la madurez consiste en renunciar a lo imposible, a Hemingway le resultó imposible madurar. Nunca se hizo mayor. Los patos que el viejo Cantwell caza bajo los cielos de Venecia son los mismos patos que, en su infancia, sobrevolaban las aguas del lago Michigan.
Nuestro autor consideraba Al otro lado del río “un buen libro muy triste”, que hablaba de un viejo coronel cansado, como él, “de haber ido a tantas guerras”, y estaba harto de que se le identificara con el personaje, “aunque siempre hay algo de verdad en las cosas imaginadas”. (Carta a Fernanda Pivano, 24 de junio de 1954.)
Bien podríamos remedar el aserto y decir que siempre hay algo imaginado en las cosas de verdad. La alquimia de Hemingway radica precisamente en eso, en transmutar la realidad en ficción y no viceversa. Era ante todo, no lo olvidemos, un corresponsal de aventuras vividas y reinventadas para poderlas contar tras haberlas destilado en su alambique personal.
Aventurero, prepotente y voluntarioso, pasó por la vida a su manera, con un vaso de whisky, champán, campari o ginebra, tanto da, con un fusil o escopeta de dos cañones, tanto importa, porque poseía un arma que cazaba a distancia y sin matar, lápiz o máquina de escribir, es lo de menos. Con ella en ristre combatió contra sus molinos de viento.
En una fecha y lugar que nada altera, se voló la cabeza. Lo hizo para evitar que nadie la colgara, cual trofeo, sobre la chimenea del más fatuo de los fuegos: la puta posteridad.