Luis Cernuda, por Grau Santos

Luis Cernuda, por Grau Santos

Letras

Luis Cernuda y Escocia y Nueva York y unas viejas

19 septiembre, 2002 02:00

Me alegro de tener esta oportunidad de contribuir con unos folios a la celebración del centenario de Luis Cernuda. Y, sin embargo, durante toda esta semana, me he debatido entre el entusiasmo y el cansancio que la figura de Luis Cernuda me inspiran a día de hoy. Hay un Cernuda extraído de su circunstancia personal, reducido, para mí, a unos cuantos poemas admirables, que es el Cernuda de mi juventud. Y hay otro Cernuda -el mismo, por supuesto- contextualizado, dibujado en el interior de su circunstancia propia, tal y como aparece, por ejemplo, en la colección de trabajos editada por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y Residencia de Estudiantes. Philip Silver, en su estudio Et in Arcadia Ego, Luis Cernuda, el poeta y su leyenda, que leí allá por 1977-78, recién regresado de Inglaterra, se sirve de una distinción heideggeriana entre el ego óntico y el ego ontológico para para justificar el enfoque de su libro que, nos dice, “no es una biografía encubierta del Cernuda, miembro reacio de la Generación de 1927, sino la del invisible ego implícito en la poesía. En muchos aspectos es un ego extravagante y evidentemente exótico -empleo el término romántico- el que se describe, pero a ese nivel de creación es absurdo lamentarse de que el Cernuda que yo describo no sea, por ejemplo, suficientemente político”.

El problema que ha ido minando con los años mi entusiasmo inicial por Cernuda puede formularse así: quizá sea absurdo lamentarse de que Cernuda no sea suficientemente político: pero es imposible no lamentar que su desapego de la realidad acabe convirtiéndole en un poeta menor o excesivamente limitado. Vuelvo a releer ahora -y vuelve a entusiasmarme, un poema como “El árbol”: “Dosel donde una sombra edénica subsiste/ser de un mundo perfecto es extraño...”. Y vuelvo a releer, y a entusiasmarme, con la inspiración amorosa de Poemas para un cuerpo que leí con diecisiete o dieciocho años en la edición malagueña de la editorial Dardo. Desde entonces hasta el día de hoy, la homosexualidad de Cernuda y la mía propia han constituido un vínculo profundo, y sin embargo, -y justo por la importancia de ese vínculo- el éxtasis amoroso, subjetivo, de Poemas para un cuerpo me parece insuficiente. Me parece falso decir de una persona amada, que sea además real, de carne y hueso, que “un puro conocer te dio la vida”. el amor no es un puro conocer ni un puro desear que tenga por objeto una imagen siempre fija en la mente, que sea sólo sombra del amor que existe en el poeta. Y mi objección de hoy día al Cernuda admirable de siempre es -y en esto creo que contradigo en parte la tesis de Philip Silver- que también su poesía misma, sus propios textos poéticos, se impurificaron o devaluaron a causa de sus limitaciones en la concepción del amor, en su concepción del ego poético mismo. Consideraré un texto de Ocnos titulado “Las viejas: Míralas”: este es el imperativo inicial que el poeta se dirige a sí mismo.

De todas las actitudes posibles ante un ser humano, Cernuda elige la más distanciante. No les habla, no se acerca a ellas, las sitúa en una media distancia, la distancia de los juicios inapelables y dogmáticos. Esa mirada le proporciona unas viejas desconectadas de la vida: “Surgen de pronto o no se las ve hasta encontrarlas allá cerca, sin que ellas miren a nadie, absortas en su propia continuidad [...] No es su cuerpo, si cuerpo puede llamarse a aquello, los restos disecados de algo que fue ser humano, lo que en ellas solamente repele”. Cernuda quiere que sintamos su rechazo por estas viejas inglesas como una verdad poética absoluta, y aquí a mí me es imposible aceptar su mirada: yo también he visto en Londres muchas veces, sentadas en los parques y cementerios londinenses, a estas viejecitas. ¡Claro que puede llamarse “cuerpo” al cuerpo envejecido! Pero a Cernuda no sólo le repele ese cuerpo, sino también “las vestiduras inverosímiles con que ellas se adornan”.

Esta observación es retórica y falsa: las vestimentas de esas viejecillas están pasadas de moda o gastadas por el uso, pero no son inverosímiles. No creo que las viejas que contempló Cernuda se ataviaran de modo muy distinto en los años cuarenta a como lo hacían veinte años más tarde en 1966, cuando yo las veía. La negatividad cernudiana pierde su valor ascético de sus mejores momentos y se convierte en mera falta de empatía, lo que le impide literalmente percibir el objeto en su realidad. Estas presencias ancianas, que se le antojan inútiles, están siendo miradas sólo, es decir: sólo superficialmente consideradas. Creo que es oportuno comparar estos pasajes desafortunados de Cernuda con cualquier pasaje equivalente de Rainer Maria Rilke. Cernuda continúa: “Nadie las conoce, las habla o las acompaña y, vistas así, en la mañana, al atardecer, porque parecen rehuir la luz de pleno día, sin imágenes del destierro más completo, aquel que no aleja en el espacio sino en el tiempo”. Curioso que Luis Cernuda llegue a percibir aquí el destierro de estas ancianas y no pueda acordar el sonido de su corazón, también desterrado, con ese otro destierro tan parecido al suyo.

La conclusión de este texto no puede ser más antipática: “comprendes que estas viejas espectrales bien pudieran resultar seres de quienes la muerte se olvidó. Si no es que la sociedad tradicionalista y empírica a la cual pertenecen ha encontrado para ellas remedio definitivo contra la muerte irremediable”. Esa sociedad tradicionalista y empírica, la sociedad inglesa de la época, era la delWelfare state, la seguridad social, el laborismo o el utilitarismo de Bentham y Stuart Mill: inventos todos que nos hablan de la nobleza y la grandeza del espíritu humano. Seguramente que las viejas sí que se fijaron en Luis Cernuda y pensaron que era un chico guapo y moreno de piel aceitunada. Es muy posible que les hubiera divertido charlar con él un ratito. Conmigo charlaban con frecuencia y yo era el doble feo de joven que Cernuda. El problema es que su radical escisión entre realidad y deseo, acaba deformando la realidad más de lo justo y reduciendo la considerable sensibilidad poética de Cernuda a la subjetividad inane de un alma bella.

Consideraré otro texto, esta vez la descripción de su llegada a Nueva York: “¡Cuántas veces la habías visto en el cine! Pero ahora eran la costa y la ciudad reales las que aparecían ante ti [...]. ¿Estaba ante ti la ciudad que esperabas? Parecía tan hermosa, más hermosa que todo lo supuesto antes en imagen e imaginación. Mas era la realidad. Las molestias innumerables con que los hombres han sabido y tenido que rodear los actos de la vida (pasaportes, permisos, turnos de espera, examen policiaco, aduana) te lo probaron de manera tajante. Y más de siete horas después, termiado el acoso del animal humano, pudiste salir libre del cobertizo de la aduana en el muelle a la luz del mediodía: al fin pisabas la ciudad que entreviste fabulosa como un leviatán de amanecida. Parecía ahora tan trivial, igual en calles pardas y casas sórdidas a aquella Escocia aborrecible dejada atrás hacía años. Pero eran sólo los suburbios. La ciudad verdadera estaba adentro...”.

Consideraré No hacen falta muchos comentarios: Luis Cernuda es claramente un poeta preindustrial en el mismo sentido en que fue preindustrial Juan Ramón Jiménez (recuérdense sus gruñidos neoyorquinos) y en que lo es, gravísimamente, Heidegger. En los tres casos, la inquina contra el mundo industrial y la incomprensión básica de la poética de las ciudades y de los hombres en las ciudades hace que leyéndoles sintamos vergüenza ajena. Por eso no entendió Cernuda ni Escocia, ni Glasgow, ni Londres, ni Nueva York. Por eso a su llegada a Nueva York desea, pavisosamente, que Nueva York sea: “toda tienda con escaparates brillantes y tentadores, empavesada de banderas bajo un cielo otoñal claro que encendía los colores, alegre con la alegría envidiable de la juventud sin conciencia” (la cursiva es mía y la vergöenza ajena que intensamente siento ahora ante este texto, también). Lo malo, para terminar, es que esta teiss relativa a la vulgaridad de la realidad y del hombre, aparece en Cernuda una y otra vez: “Siempre extrañará a alguno la hermosa diversidad de la naturaleza y la horrible vulgaridad del hombre”, escribe en su ensayo sobre Hölderlin.

No puedo, en definitiva, aceptar plenamente, a estas alturas de mi vida, con sesenta y tres años, la parte de la tesis del admirable estudio de Philip Silver que justifica el tratamiento en exclusiva del invisible yo poético de Luis Cernuda como un yo adánico, arcádico, edénico y puro. No basta para crear gran poesía un yo así, que, en aras de un ideal estético, subrepticiamente, hace de la existencia del poeta una existencia privilegiada superior a la de los demás mortales. Así, asimilando al poeta y al niño -falsamente-, haciéndolos místicos de la naturaleza, escribe en los dos últimos párrafos de Mañanas de verano: “Estaba borracho de vida y no lo sabía; estaba vivo como pocos, como sólo el poeta puede y sabe estarlo”. Lo siento, Luis Cernuda, viejo camarada homosexual de mi juventud: estás confundiendo la velocidad con el tocino y, sinquerer, poniéndonos en ridículo a los dos. Pero a la vez Luis Cernuda fue un gran poeta menor, y esto es ya Arte Mayor para cualquiera que sepa lo difícil y lo arriesgado que resulta ser, sin más, poeta.