Image: ¿Yo conocí a Rafael Alberti?

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Letras

¿Yo conocí a Rafael Alberti?

12 diciembre, 2002 01:00

Rafael Alberti

La pregunta que encabeza estas líneas puede, por lo tanto, parecer meramente retórica, pero deseo darle un alcance preciso: en primer lugar, si yo le conocí, me parece evidente que algunos que creen haberle conocido no tuvieron la misma clase de conocimiento; en segundo lugar, y en consecuencia, cabe preguntarse en qué consistía conocer a Rafael Alberti, y, al cabo, quién y qué era Rafael, en persona.

Parece fuera de duda que Rafael Alberti me conoció a mí: en 1969, cuando aún no nos habíamos visto cara a cara, me menciona por mi nombre en sus conversaciones con José Miguel Velloso, no publicadas hasta 1977 por problemas de censura (y, sin nombrarme, alude todavía a mí en otro pasaje, aunque en forma que quizá sólo yo podía descifrar). En 1987, me menciona de nuevo en el tomo segundo de La arboleda perdida (mención que se mantiene en todas las reediciones sucesivas). Existen, además, bastantes fotografías, tomadas en distintos lugares de Madrid y Barcelona, que nos muestran juntos: la primera, y la de más valor artístico, fue obra de Català-Roca, y en ella aparecemos, en 1977, ante una ventana gótica de la barcelonesa galería Maeght. La pregunta que encabeza estas líneas puede, por lo tanto, parecer meramente retórica, pero deseo darle un alcance preciso: en primer lugar, si yo le conocí, me parece evidente que algunos que creen haberle conocido no tuvieron la misma clase de conocimiento; en segundo lugar, y en consecuencia, cabe preguntarse en qué consistía conocer a Rafael Alberti, y, al cabo, quién y qué era Rafael, en persona.

Lo primero que hay que decir es algo que todos, creo, sabemos: a su muerte en 1999, Rafael era ya el último representante, al menos en el mundo occidental, de la estirpe de poetas que por sí solos, con su mera trayectoria y presencia, encarnaron la poesía en el siglo XX. A este linaje habían pertenecido, por ejemplo, Aragon, Nazim Hikmet, Tristan Tzara, Neruda, Octavio Paz o Pasternak. Tal adscripción precedía sin duda al conocimiento personal de Rafael y en cierto modo se superponía a su trato, su imagen y su conversación. Con toda evidencia, Rafael era consciente de ello, y no podía ser de otro modo en un hombre tan inteligente, y no creo, pues, casual, que lo primero que me contara en el Barrio Gótico en 1977 fuera un desayuno con Bertolt Brecht: por él hablaba la historia entera de la poesía revolucionaria de vanguardia. Por él, igualmente, hablaba la historia de la poesía en español, y bastaba oírle recitar el Polifemo de Góngora para saberlo, y sentirlo hondamente. Dos rasgos enmarcaban esta inserción de Rafael en una miríada o constelación de poetas: una deliberada rehúsa de la conversación intelectual, reemplazada por una conversación que se presentaba como si fuera sólo la de un poeta estrictamente espontáneo e instintivo, y un agudísimo sentido del humor. Tan inequívoco era este segundo rasgo como, a mi juicio, consistía el primero en una mera captatio benevolentiae que dejaba en penumbra una personalidad muy compleja, a medias o casi del todo velada por una pantalla de “pobrecito hablador” o de “Juan Panadero” juglar, no menos elaborada que la que en su trato personal solía tener Borges aunque de signo totalmente opuesto. Ya he subrayado otras veces que el peculiar acento de Rafael, que parecía mixto de andaluz, de italiano y de porteño, contribuía grandemente a la impresión singularísima de oír hablar por él a muchos poetas: casi, intemporalmente, a gran parte de la historia de la poesía, como digo.

Lo que decía Rafael, en una especie de sordina impuesta por la campechanía y el humor, era invariablemente muy agudo y muy sutil: la formulación era simple y diáfana, pero, a todas luces, se sustentaba en trabazón o armazón de gran complejidad; mucho se parecía en esto al Louis Aragon de madurez, y no poco también en su vivo patriotismo. Todos, y más particularmente los escritores a partir de cierto grado de notoriedad, necesitamos una personalidad que nos sirva para el trato con los demás sin dejarnos ante él totalmente inermes. La conquista de Rafael era la casi total identificación de esta personalidad con las sucesivas (y, al tiempo, casi simultáneas) voces de su poesía. En este sentido, la propia personalidad de Rafael era una de sus creaciones más logradas y cautivadoras: resultaba imposible no asentir a una voz y un habla que hasta tan punto se parecían al idiolecto de su poesía. A lo que asentíamos era a una veracidad artística, semejante a la que podíamos hallar en Marinero en tierra o en Retornos de lo vivo lejano.

Esta veracidad artística era también veracidad psicológica en un sentido importante: nos entregaba el ser entero de Rafael, no en bruto, sino destilado y acrisolado, tal como podía manifestarse en sus poemas, tal como en ellos había llegado a ser y a formularse. En este sentido más profundo, no en el superficial y más común, tan poeta era Rafael en su persona como en sus textos. Captar ello requería ser muy consciente, no ya de la naturaleza real de la escritura de Rafael, sino de la verdadera naturaleza de la poesía, y entender que el trato con la persona de Alberti no podía diferir sustancialmente del trato que como lectores tuviéramos con su poesía. Y de la poesía, creo, ningún lector avisado (bien lo sabía Gil de Biedma, tan lector de Alberti) espera el mismo tipo de veracidad psicológica que del trato personal corriente, sino una más decantada verdad; desplazar ésta del territorio del poema al de la conversación, y hacerlas equivalentes e intercambiables. Fue un logro de Alberti y en gran medida –sobreimpreso a un prestigio de leyenda viva– constituía la clave de la fascinación que ejercía. Su escudo, si se quiere; pero también su trofeo.