Image: Travesías. Memorias (1925-1955)

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Letras

Travesías. Memorias (1925-1955)

Jaime Salinas

13 noviembre, 2003 01:00

Jaime Salinas, por Gusi Bejer

XVI Premio Comillas. Tusquets. Barcelona, 2003. 568 páginas, 23 euros

A diferencia de otras memorias (las de Moreno Villa y Corpus Barga, las de Alberti, Altolaguirre, María Teresa León y Francisco Ayala; y las de Dionisio Ridruejo, Aranguren, Laín Entralgo, Gil-Albert y Federico Sopeña), las de Jaime Salinas se caracterizan porque ofrecen una singular crónica, trazada desde la pupila de un niño que asiste al final de la dictadura de Primo de Rivera, a la caída de la Monarquía, a la proclamación de la República y al inicio de la guerra civil.

Un niño que empieza a vivir la experiencia del exilio en el verano del 36 y luego en el otoño del 37, con el traslado de su familia a EE. UU., el relato de su difícil acomodación allí, los sucesivos cambios de destino académico de su padre hasta llegar a la Universidad de Ríos Piedras, las peripecias de la II guerra mundial, en la que participa, la imagen de la Europa destruida, y la Italia, la Francia y la España de la primera mitad de los 50. El autor advierte que el libro no se debe leer "como un documento histórico, sino como una narración novelada, aunque todo lo que se cuenta en él ocurrió en la realidad". Explica que sus reflexiones sobre las personas corresponden no a como las vivió, sino a cómo actualmente el autor las siente.

El primer movimiento se extiende desde 1927 a 1936. Sus recuerdos de Madrid se centran en tres puntos: "el cuarto de la plancha, el colegio (la Escuela Internacional, a la que Lorca llamaba "la Plurilingöe"), y la vida familiar, interrumpido todo ello por sus viajes a las casas de sus abuelos maternos en Argel y Alicante. Asistimos así a la intrahistoria familiar de los Salinas, de la que se dibuja no sólo una interesante serie de viñetas sino un mapa de su conducta social. La figura del padre planea por el libro como si fuera un continuo contraluz, y es la primera vez que aparece, explícitamente insinuado, lo que los lectores de sus poemas -antes incluso de la publicación de su epistolario secreto con Katherine Whitmore- creíamos intuir: que, en 1935, don Pedro había hecho ya gestiones para trasladarse como profesor visitante a Wellesley College, de donde no tenía intención de volver. Pero la guerra truncó estos planes.

Jaime Salinas demuestra poseer una memoria proustiana que hilvana los recuerdos a través de los olores y que nos permite acceder a ese sabor de época y regusto de tiempo que el género Memorias debe siempre tener. La figura materna es el otro polo de atención. Junto a ellos, el otro personaje principal son las lenguas: el catalán, el francés, el inglés, el español cruzan por estas páginas mezcladas con absoluta naturalidad y me atrevería a decir que como modos simultáneos de ser o de haber sido. Salinas fundamenta en ellos una focalización de su familia: sobre todo, de la materna, cuya historia atraviesa diferentes capítulos.

El segundo movimiento cubre los años 1936 a 1941: su salida de España, acompañado por su hermana y la hispanista Mathilde Pomès, el fortuito pero gran encuentro con la suegra y los hijos de Jorge Guillén en San Juan de Luz, el reencuentro en Dax con sus padres, el relato de la salida de éstos de Santander, la situación de su casa de Madrid, la insólita visita a ella de Dámaso y de otro poeta del 27 (no se especifica cuál), angustiados ambos por la correspondencia comprometedora para ellos que Salinas pudiera guardar, información confidencial sobre el tambaleante matrimonio de sus padres, el intento de suicidio de su madre en 1934 y el viaje a París antes de partir en el Île de France rumbo a América. Allí es donde el yo del narrador se consolida por vez primera.

La llegada a Nueva York en octubre de 1937, su primera impresión de la ciudad y el efecto que el cambio de lengua le produce; el verano del 38 en Middlebury, en el curso dirigido por Juan Centeno y por el que desfilan Fernando de los Ríos, Adolfo Salazar, los Castro, los Guillén, los Casalduero, los Navarro Tomás, los García Lorca... Asiste, pues, al paso de eso que acabó borrando el mundo europeo anterior a 1939, y decide saltar al siguiente que no sabe aún muy bien cuál es o cuál va a ser, pero sí cuál no es. Acabada la fiesta de graduación, el yo del narrador vuelve a afirmarse, pero puede hacerlo mejor su yo en inglés que su yo en francés o en castellano. La lengua aquí no es una patria sino una personalidad o la posibilidad de serla. Acorde con la búsqueda de una identidad que percibe difusa, se inscribe como voluntario en el cuerpo de ambulancias del American Field Service y participa en la última fase de la II Guerra Mundial. Se trata de una huida hacia adelante, de un aprendizaje que emprende al negarse a ser lo único que su entorno le ofrece: el "hijo del poeta profesor".

El penúltimo movimiento se extiende desde 1945 a 1951 y en él se narra el reencuentro con los padres y con la lengua y la cultura familiar, pero también las limitaciones e imposiciones que ello supone. Tiene la suerte de ser uno de los pocos alumnos que puede seguir el famoso plan de estudios de "los cien libros fundamentales de la cultura occidental", diseñado, entre otros, por Van Dore y que obligaba a compaginar estas cien lecturas con el aprendizaje del griego, del latín, del francés y del alemán, en un intento de sustituir el sistema tradicional. En un constante ajuste de cuentas con la figura de su padre, le agradece que de niño lo llevara a visitar museos. Considera la posibilidad de casarse con una rica heredera suiza; relata el matrimonio de su hermana y la falta de comunicación con su padre, el viaje al París posterior a la guerra, otros a Marruecos y a Italia, y, sobre todo, el derrumbamiento de lo que había sido la idílica mansión argelina de los Bonmatí, la familia materna, y su regreso a América; y la enfermedad y muerte de su padre el 4 de diciembre de 1951.

La última parte cubre los años 1952 a 1955: los "barcos, trenes y aviones" que la pueblan; sus intentos por trazarse un camino profesional al margen de la sombra de su padre; el fallecimiento de su madre en Madrid en 1954; su resbalar en y por la bohemia internacional; el haber hecho del inglés su primera lengua; y el autoconocimiento derivado de la asunción de su yo social, su yo sentimental y su yo sexual. Se objetiva así la cristalización del propio personaje que se asume a sí mismo con a sense of impeding domm, para decirlo con la expresión inglesa utilizada por Jaime Gil de Biedma.

Las memorias de Jaime Salinas no sólo no tienen desperdicio sino que, desde el punto de vista del estilo, suponen una doble novedad: la de una prosa de sintaxis rápida y la de la incorporación al texto de diálogos que le añaden tanta verosimilitud como vivacidad. Su autor posee un buen archivo en sus oídos y es capaz de conservar, reproducir la exactitud de la cadena fónica. El interés y la curiosidad que el volumen despierta obliga a hacer una pregunta: ¿para cuándo el próximo?

Contando los 50
La España de principios de los años 50 es presentada aquí en su más objetiva y desnuda naturaleza sociológica a través de la casa de sus tíos y de la vida connivente con el régimen que llevan casi todos los antiguos liberales amigos de su padre que viven entonces en Madrid. El hijo de Pedro Salinas (en la imagen, en 1952) comprende de inmediato la verdadera situación y que había Franco "para rato". El azar le lleva a conocer a Chagall y a Julio Cortázar, a la mujer y a la hija de Malraux y a Gérard Philipes, a Juan Antonio Bardem, Doris Day y Gene Kelly y, tras una serie de carambolas, llega a Provenza 219 y a Industrias Gráficas Seix Barral Hnos.: es decir, a la puerta de su verdadero destino, el del mítico editor intelectual que, para alegría de la literatura, Jaime Salinas ha sido. Quizá por eso, hoy lamenta que la edición se haya convertido "un negocio como otro cualquiera", sin "esa función sociocultural de antes. Ni Joyce ni Proust encontra-rían hoy un editor".


Jaime Salinas en la II Guerra Mundial
A pesar de la oposición primera de su padre, Jaime Salinas se incorporó al cuerpo de ambulancias en octubre de 1944 (en la imagen, durante su servicio en el American Field Service, en Stuttgart, 1945). En cuanto a sus compañeros, traza diferentes retratos y semblanzas de ellos de frente y de perfil. Un azar le desvía de su primer destino, que era Birmania, y lo hace desembarcar en Nápoles, cuya bahía, dice, "se había convertido en un cementerio de barcos hundidos, un amasijo de chatarra sobre el fondo de una ciudad en ruinas". La guerra propiamente dicha, como experiencia y como espectáculo, empieza para él en el contraataque alemán de diciembre de 1944 para recuperar Estrasburgo y detener el avance aliado por Alsacia. ésta es su estremecedora visión de Veroul al atardecer: "Como todos los pueblos que nos encontraríamos a partir de aquel momento, su calle principal estaba convertida en un desfiladero flanqueado de escombros, algún que otro muro que había resistido y las dos o tres cosas que, inexplicablemente, habían quedado en pie". El contacto con la crudeza, la destrucción, el dolor y la muerte le hace afirmar: "En la guerra, o acabas por comprenderlo todo o no comprendes na-da"; "En una guerra el miedo no se puede compartir"; "En la guerra, o uno logra deshumanizarse, o acaba en un manicomio". En el desfile de Comar coincide con De Gaulle que le "resultó algo cómico: muy alto, parecía una pera alargada, hombros estrechos, ancho de caderas, piernas de avestruz, pies planos y una explosión de grandeur nada acorde con su anatomía". Cruza los paisajes que sirven de fondo a una de las mejores novelas de Imma Monsó y reconstruye su marcha desde que desembarcan en Marsella hasta que atraviesan el Rin el 20 de marzo de 1945.