Image: Costas extrañas. Ensayos 1986-1999

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Letras

Costas extrañas. Ensayos 1986-1999

J. M. Coetzee

22 diciembre, 2004 01:00

J. M. Coetzee, por Gusi Bejer

Traducción de Pedro Tena. Debate. Barcelona, 2004. 364 páginas, 20 euros

Costas extrañas es el último libro de ensayos literarios publicado hace dos años por el Premio Nobel surafricano J. M. Coetzee, que pese a su origen afrikáner siempre ha escrito en inglés. Sus circunstancias personales le confieren una atalaya privilegiada desde la que otear los rumbos posmodernos y postcoloniales de las letras contemporáneas.

Porque Coetzee manifiesta como novelista resabios metaficcionales que nos remiten a otras facetas propias del sistema literario asimismo presentes en él: por caso, la de profesor e investigador universitario, la de crítico militante o la de traductor. Pocas personalidades más completas que la suya a este respecto. Graduado inicialmente en Inglés y Matemáticas, su primera tesis versó sobre la obra de Ford Madox Fox. Sus estudios continuaron, ya en los Estados Unidos, por la senda de la Lingöística y la Germanística, hasta un segundo doctorado, esta vez sobre Samuel Beckett. Coetzee enseñó Literatura en su país, en Norteamérica y finalmente lo hace en Adelaida, al tiempo que traducía desde el holandés y su variante afrikáans, escribía estudios sobre la literatura de su país o sobre la censura, y publicaba en revistas eruditas o cultivaba la crítica, regularmente, en The New York Review of Books.

La mayoría de los veintiséis ensayos incluidos en Costas extrañas proceden de la última publicación mencionada, textos a los que hay que añadir, entre otras piezas, dos conferencias y dos prólogos, el que acompaña a su traducción inglesa de Una confesión póstuma, novela del holandés Marcellus Emants, y el que Coetzee puso a una edición de Robinson Crusoe, obra de su especial preferencia, según se trasluce en su "Nobel Lecture" y, antes, en la novela Foe, de 1986, que incorpora un personaje femenino a la isla del náufrago.

No es difícil colegir cuál es la posición desde la que Coetzee escribe: la periferia geográfica y lingöística, y ello explica en gran medida, como luego veremos, su antología de autores y obras. Pero no deja de ser sumamente significativo que abra esta colección con una conferencia titulada "¿Qué es un clásico?", respuesta al influyente pensamiento de otro Nobel, T. S. Eliot, un norteamericano que se reinventó a sí mismo como inglés y católico, súbdito de una "metrópoli eterna", Roma, cuya cultura siempre habría de prevalecer, incluso después del terremoto representado por la segunda guerra mundial.

Coetzee, que posee un acendrado espíritu crítico, no escatima objeciones a Eliot, al que atribuye evidentes contaminaciones autobiográ- ficas en sus ideas sobre la cultura, pero él mismo nos relata cuál fue su primera percepción de lo que podía ser un clásico, en su caso Juan Sebastián Bach, escuchado en Ciudad del Cabo en plena adolescencia. Bach lo era porque "me hablaba a través de las épocas" (página 21), aunque Coetzee, que es muy sensible a los fenómenos de recepción de las obras artísticas, no dude en relativizar el concepto de clásico y en relacionar aquello que lo define -la pervivencia a través del tiempo- con la constitución del canon e, incluso, la labor de los críticos, "uno de los instrumentos de la astucia de la historia" (página 28).

Por supuesto que Coetzee no comparte la definición que Doris Lessing hace de éstos: "pulgas adosadas a la espalda de los escritores" (página 289). Les otorga, como acabamos de ver, ciertas responsabilidades superiores, y él mismo ejerce la crítica de manera implacable, hasta el extremo de que son pocos los que se libran de su escalpelo. Bastante mal parado sale un autor neerlandés gran amigo de España, Cees Nooteboom, pero no se salvan tampoco ni Brodsky, ni Rushdie, ni Mahfuz, ni la propia Lessing, a la que niega la condición de estilista.

Pero tampoco oculta Coetzee su bagaje académico, con muy sutiles aproximaciones a la Teoría o, incluso, la Literatura comparada. Sus páginas sobre el libro de Joseph Frank sobre Dostoievski recogen la aportación del dialogismo formulada por Bajtin, y especialmente interesante me ha parecido su ensayo sobre Nadine Gordimer y Turgueniev, en donde lo que los comparatistas denominan "identidad de contextos" le sirve para iluminar desde la tensión entre los liberales y los revolucionarios rusos del XIX las turbulencias que la escritora sudafricana padeció, por su posición política, en su país. Con todo, encuentro al menos dos puntos en que las posiciones teóricas de Coetzee son discutibles. En primer lugar, se contradice al admitir el gran avance que para el estudio de la poesía significó el enfoque fundamentalmente lingöístico de los formalistas rusos y afirmar, sin embargo, que desde los años 60, cuando empiezan a ser conocidos en Occidente, el estudio de la lírica se ha vuelto sumamente embarazoso para los críticos académicos, que leen el poema "como si fuese prosa con los márgenes recortados a la derecha" (página 165). Tampoco parece muy atinada, después de Lejeune y Paul de Man, entre otros, la visión que Coetzee tiene de un género que le fascina: la autobiografía. En vez de una auténtica "construcción imaginativa del yo" que la mayoría de los teóricos le atribuyen, aquí se da otra definición un tanto ingenua: "acceder a la verdad de uno mismo a través de la revisión del pasado mediante el relato de la historia de la vida tal cual es" (página 297).

Lo que constituye en buena ley el gran acierto del libro, pese a su carácter recopilatorio, es la elección de los escritores estudiados. La gran mayoría tienen en común su condición fronteriza, lo que en su conjunto ofrece un mosaico muy representativo del multiculturalismo poscolonial. Ello se da tanto en autores como Rilke, que se quería apátrida, o Musil, que ironizaba acerca de una inexistente cultura austríaca, como, por razones obvias, en Kafka, judío checo que escribe en alemán, en su discípulo Aarón Appelfeld, escritor en hebreo, o el propio Amos Oz.

Así, de Rushdie le interesa su capacidad de utilizar "una tradición literaria para renovar otra" (página 217); de Brodsky, su encabalgamiento de la poesía rusa en la inglesa, y viceversa; de Mahfuz, sus esfuerzos por incorporar a la literatura árabe la modernidad de la novela realista; o de Joseph Skvorecky, el rescate de la tradición checo-americana de las colonias pioneras del siglo XIX, narrada a la luz de modelos como Faulkner. Es en esta línea en la que le interesa también Borges, un anglófilo que se dice medio judío y produce unas narraciones admirables, legibles a modo de "una partida de ajedrez en la que el lector estuviese siempre un movimiento por detrás del autor" (página 178).

En este contexto, no olvida Coetzee la literatura neerlandesa, en la que no faltan escritores "étnicamente impuros" como Harry Mulisch, ni tampoco las letras de su país, atendidas por diversas lenguas y autores de múltiples procedencias, desde el escocés Thomas Pringle, creador de la poesía sudafricana, Daphne Rooke, el autor afrikáans Breyten Breytenbach y las que él considera las tres mejores literatas de Sudáfrica: Olive Schreiner, Nadine Gordimer y Doris Lessing, esta última nacida, como es bien sabido, en Persia. Coetzee, al que no faltaron críticas por su supuesta desatención a la traumática historia surafricana, incluye también algunos capítulos sobre el desasistido papel de liberales como Alan Paton o Helen Suzman, cuya oposición política al apartheid quedó muy pronto superada por los acontecimientos.


Coetzee y el mundo
El hecho de que Coetzee prefiera mantenerse apartado de los medios de comunicación puede dar la impresión de que pretende mantenerse alejado de los acechantes problemas de su tiempo. Nada más lejos de la realidad. Aunque escribe que el trabajo del escritor es de "secretario de lo invisible", los temas que le han preocupado son bien visibles, como se ha preocupado de subrayar Marie Luise Knott en un artículo de Le Monde Diplomatique. "Aunque se ha reconocido de izquierdas, también ha declarado que las manifestaciones le aterran", recuerda. Y añade que "en los temas de sus libros no ha faltado nunca el compromiso: la forma en que el racismo afecta a las relaciones humanas es el tema que subyace en su primera novela, En medio de ninguna parte (1977). En la párabola en la que casi siempre acaban convertidas sus novelas, Coetzee siempre acaba volviendo sobre el tema de la injusticia de la opresión colonial, la nostalgia del enraizamiento en unas tradiciones y el compromiso personal que no deja escapatoria". "El mundo está lleno de gente que querría construirse un mundo a su medida", escribe Coetzee; "pero tal cosa no sería posible ni siquiera en el desierto". Sin embargo, dice Knott, "las novelas de Coetzee no buscan la conciencia política, ni son novelas realistas".


Coetzee y Dostoievski
No sólo la obra ensayística de Coetzee muestra su afición a la lectura y la interpretación de los clásicos. Desde un punto de vista ficcional, en su novela El maestro de Petersburgo narra la historia de un novelista ruso exiliado que regresa con una identidad falsa a San Petersburgo para conocer las circunstancias que rodean la muerte de su hijastro Pavel. La historia transcurre en la época prerrevolucionaria (octubre de 1869), cuando el anarquismo es la base de todo lo que vendrá después. La policía rechaza entregar al escritor los papeles de su hijastro, envuelto en actividades revolucionarias. El padrastro duda si se ha suicidado o bien ha sido asesinado por la policía o por sus propios camaradas nihilistas. Ese escritor obsesivamente asediado por el recuerdo no es otro que Fiodor Dostoievski. No se puede decir que todo en la obra sea ficción: Coetzee traza un minucioso y documentado retrato psicológico del gran novelista ruso, y el resultado es algo así como una biografía psicológica. No falta quien ha descrito a Coetzee como un Dostoievski del siglo XXI. "La poesía podría devolverle a su hijo", imagina Coetzee que pensó el viejo Dostoievski.