Image: Escritores que se la juegan

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Letras

Escritores que se la juegan

Póquer, ruleta... Visita al casino literario

22 diciembre, 2004 01:00

La culpa la tiene una vez más el azar, que ha hecho que El Cultural adelante un día su salida por culpa del sorteo de la lotería de Navidad. Y no es sólo que la literatura tenga mucho que ver con la suerte (de eso se quejan autores y editores siempre), sino que a lo largo de la historia son miles los escritores fascinados por el juego. De Villamediana a Bukowski pasando por Dostoievski, Hemingway o Raúl del Pozo, he aquí un paseo con algunos ases del casino literario, abarrotado de talento y ansias de emociones fuertes, de quemar la vida y asomarse al otro lado del abismo. Hagan juego, que hoy la suerte está echada.

Apasionados o enfermos, con existencias penosas unos, triunfales otros, miles de escritores han intentado engañar al azar jugándoselo todo a una carta, quizá porque, como señala Ferran Torrent, finalista este año del Planeta con una novela sobre tahúres, La vida en el abismo, “lo que uno es en el juego lo es en la vida”. Claro que también distingue al ludópata (“un enfermo”) del jugador,“un apasionado que emplea su inteligencia e imaginación para ganar la partida, sin confiar demasiado en la suerte y sí en sí mismo”. Menos científico y mucho más apasionado se define Alberto Vázquez Figueroa, “un jugador que escribe y un escritor que juega”. Es más, asegura que hay tres formas de arruinarse que conoce bien, y no se arrepiente: “las mujeres es la más divertida; los negocios, la más segura, y el juego, la más rápida”. Una timba en el desierto Juega a casi todo (el póquer, el dominó, el pico-pico), y adora la ruleta, “sobre todo en Las Vegas”, porque “uno se olvida de los personajes, de la literatura, de las miserias cotidianas, de los negocios y los políticos. La ruleta es muy recomendable. Qué quiere, los que no juegan acaban con úlcera”. Quizá por eso en casi todos sus libros hay alguna alusión al juego, o son el desencadenante de la acción, como en Alí en el país de las maravillas, las aventuras de un pastor de Oriente Medio que acaba en Las Vegas gracias a la CIA. ¿Su mejor timba? Una que duró 14 horas y que celebró en un fuerte, en el desierto, durante la guerra, mientras les atacaban con bombas de mano y a los jugadores sólo les importaba ganar la siguiente mano. Apasionados del dominó son Juan Marsé y Luis Sepúlveda y lo fue Julio Cortázar, gran aficionado (inevitable) a la rayuela, mientras que Julio Ramón Ribeyro se perdía por la ruleta, donde siempre apostaba al 35. Sin embargo, aquí y ahora, el prototipo del escritor-tahúr español es Raúl de Pozo, que ha jugado a todo, pero que ahora asegura haberse retirado “de las cartas y de la escritura a pesar de lo fuerte que eran esas pasiones. ¿Por qué? Porque el juego destruye siempre, es una pasión terrible, aunque no es una enfermedad, eso de la enfermedad del juego es de moralistas institucionales”. Ahora, este tahúr jubilado destaca que el juego es “la única pasión comparable o superior al amor. Sentir la racha es como tocar las estrellas con la mano, es un envite desesperado, una metáfora de la lucha contra el destino, sabes que vas a perder y no te retiras. Es una metáfora de la vida, como El viejo y el mar o Don Quijote, de las batallas perdidas”. Cuando jugaba, su preferido era el “chiribito”, un póquer de veintiocho cartas creado en Madrid, al final de la guerra civil, por los milicianos que defendían la ciudad. Todas sus timbas son hoy “inolvidables, porque en ellas no hay tiempo, se puede estar jugando tres días como si fuesen tres horas. Yo he jugado con los mejores jugadores de España y siempre me han pelado, pero eran los mejores, el Equipo A”. De esa pasión abandonada ha dado cuenta en numerosos artículos y en una novela de culto, Noche de tahúres, como de culto es La muerte bebe en vaso largo, en la que otro reconocido jugador que también ha desertado, Manuel Vicent, narra la historia cierta de una timba con muerto incluido. El vil arte del jugador Vicent, que reconoce que le encantaba pasar “las tardes de los sábados jugando al póquer con los amigos”, es hoy un “jugador desertor que toma la literatura como un juego”, y que justifica así la fascinación del juego: “El buen jugador juega para perder, es una forma de purificación o catarsis”. Por eso, ahora que “la partida ha terminado, y el universo también”, recomienda a un posible novicio de las timbas “que no meta el ego en la partida”. Porque, como ya narró en el relato “El muelle” , “en todas las timbas de juego siempre hay un tonto que pierde; si a la hora no sabes quién es, eso significa que ese tonto eres tú”. Y de tontos está el infierno lleno. Uno de los primeros jugadores de nuestras letras es el legendario Conde de Villamediana, Juan de Tassis (1582-1622). Célebre poeta y seductor, retratado en el Quijote bajo el nombre de Pierres Papin, fue expulsado de la Corte en 1608 por haber ganado más de 30.000 ducados. Más dramática resultó la afición al juego de Edgar Allan Poe (1809-1849), expulsado de la universidad de Virginia en 1826 por no pagar sus deudas de juego, y cuatro años más tarde de la Academia de West Point por la misma razón. En uno de sus cuentos, “William Wilson”, Poe se retrata: “resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional”. No siempre, porque acabó en la ruina, a pesar de que en “Los crímenes de la Rue Morgue” desnuda su sistema para descubrir, en los rostros de los otros jugadores, qué cartas llevan. Una vuelta de ruleta También jugó hasta el fin Fiodor Dostoievki (1821-1881). Se dice que se aficionó a la ruleta en sus viajes por Europa, pero su pasión se hizo enfermiza tras las muertes, en 1864, de su esposa y de su hermano Miguel, que le dejó además enterrrado en deudas, y después de que su amante se negara a casarse con él. La locura por la ruleta le llevaba a apostarse hasta la ropa que vestía. Y a perderla, claro, porque se arruinó varias veces, recurrió a prestamistas e incluso tuvo que huir de Rusia tratando de esquivar a sus acreedores. Para pagar sus deudas firmó un contrato feroz con un editor que le hacía escribir a destajo, por lo que en 1866 publicó dos obras maestras, Crimen y castigo y... El jugador (1866), novela casi autobiográfica, considerada como la obra maestra sobre la pulsión del juego, en la que confiesa: “Cuando me voy acercando a la entrada del salón de apuestas, en el momento en que empiezo a escuchar, a dos cuartos de distancia, el sonido del dinero cayendo sobre la mesa, empiezo a sentir una especie de convulsiones”. Y la novela concluye así: “Se experimenta una sensación singular cuando, solo, en tierra extraña, [...] y sin saber si uno podrá comer el mismo día, se arriesga el último florín. Gané”. Porque “todo puede cambiar con una sola vuelta de la rueda”. Y eso que, según Mark Twain (1835-1910), buen conocedor de los casinos flotantes del Mississippi, “la fortuna golpea a la puerta de una persona una vez en la vida, pero en la mayoría de los casos la persona está en un salón vecino y no la escucha”. O prefiere dejar de escuchar sus cantos de sirena, como Jorge Luis Borges. Según Marcos Ricardo Barnatán, María Kodama tiene en su poder la correspondencia con su compañero en el Liceo Calvino de Ginebra, Mauricio Abramowicz, en la que se descubre un “Borges sorprendente, asiduo del casino, jugador de ruleta, que inventa martingalas para ganar con facilidad”. Por su parte, Ernest Hemingway renunció a su pasión por las carreras de caballos cuando comprendió que le quitaban tiempo para escribir. En otros casos, el envite puede costar la vida. Se dice que Graham Greene solía jugar a la ruleta rusa en su adolescencia y juventud y que la dejó, según su biógrafo, Norman Sherry, “porque nunca acertaba”. Algo de esa desesperación existencial reflejaba la pasión por la ruleta y las cartas de Françoise Sagan (1935-2004). Aburrida del éxito precoz de Buenos días, tristeza, Sagan despilfarró varias fortunas en los casinos, apurando la vida como si de la ruleta se tratara, todo o nada, impar o pasa. ¿Inexplicable? Sólo para los profanos. A menudo decía que “explicarle el juego a aquéllos que no lo conocen, es como contarle los colores a un ciego de nacimiento”. La música del azar Nada que ver con la ludopatía de otro desesperado, Charles Bukowski (1920-1994). En su primera novela, Cartero, su alter ego Chinaski es un jugador afortunado que va de carrera de caballos en carrera de caballos y de cama en cama. Sin embargo años después, en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, explota: “Recuerdo a un amigo mío que era jugador empedernido. Una vez me dijo: ‘no me importa si gano; yo lo que quiero es apostar’. Yo no soy así, he estado demasiadas veces en la Calle del Hambre”. Pero lo era. Y en su diario escribió: “La gente que va a las carreras es el mundo en pequeño, la vida rozándose contra la muerte y perdiendo. Nadie gana; no hacemos más que buscar un aplazamiento, guarecernos un momento del resplandor”. Mientras llega el resplandor, hay que estar atento, no sea que nos ocurra como a los protagonistas de La música del azar, de Paul Auster, la historia de un hombre sin futuro que conoce a un jovencísimo jugador profesional del póquer con el que pierde, en una partida con una pareja de excéntricos millonarios, todo su dinero y la libertad. Con todo, las salas del casino literario siguen abarrotadas a pesar de que, como dice Raúl del Pozo, “sólo ganan los dueños del garito y los que hacen trampa”. Pero no faltan partidas ni libros. Que la suerte les acompañe.