Ni un ay. Una vida de Miguel de Cervantes
Acaso de viejo se dijera: ¿En qué se ha ido mi vida? La respuesta no le amargaba, sin duda. Si le amargó, logró que su literatura no se contagiara de la tristeza de su existencia
6 enero, 2005 01:00Creo que todos los que alguna vez se han acercado a las obras de Cervantes, seducidos por la naturaleza compasiva de su literatura, han acabado preguntándose: ¿pero cómo es este hombre, qué piensa de las cosas, qué siente? No hay nadie que haya leído unas páginas de Cervantes que no perciba que han sido escritas desde y para la vida, que nacen de la vida y que ellas mismas son vida, vida real, autónoma, y por eso todos sus lectores se resisten a no saber quién está detrás de ellas. Se diría que tenemos a mano una buena porción de datos, fechas e informaciones como para saber quién era Cervantes, pero todos ellos son, diríamos, engañosos, pues cuanto más se acerca uno al personaje, más se desvanece, dejando tras de sí una sombra, casi siempre contradictoria.
Así que mal que bien nos hemos ido resignando a no saber nada importante de él, entre otras razones porque esa ignorancia no nos impide leer y comprender sus libros, como ocurre con otros ilustres desconocidos del porte de Homero o de Shakespeare. Encontramos en cambio natural que Cervantes no tuviera el éxito apetecido por él como poeta y que el que tuvo como novelista fuese tan tardío que no le sirviera para sacarle de las estrecheces económicas que padecía ni para proporcionarle un poco de respetabilidad entre sus colegas, muchos de los cuales, Lope a la cabeza, se lo tomaron a chirigota.
Y encontramos natural esto, decía, porque suele ser algo que se repite a menudo entre los hombres de mucho talento. Entre otras razones porque el mucho talento suele adelantar los verdaderos creadores al gusto común, y con el rasero del gusto común estos creadores se quedan solos. Incomprendidos, decimos, aunque de una manera inexacta, pues es precisamente el vulgo quien mejor entiende el genio de un hombre... para negarlo, para rechazarlo, para combatirlo de una manera beligerante. De ello habla Pessoa en algún rincón del Libro del desasosiego.
Preguntas sin respuesta fiable
El deseo de saber de qué fondo humano ha brotado un tan puro caudal es, en el caso de Cervantes, algo común a muchos. Y sin embargo tarde o temprano hemos de reconocer que ninguna de esas preguntas esenciales, ¿quién es, qué piensa, cómo siente?, tiene una respuesta fiable, y hemos de acomodarnos para saber algo de Cervantes en las contadas cosas que él mismo escribió de sí en los prólogos de sus libros o en otros pasajes más o menos biográficos, o bien en las pocas y sesgadas informaciones que escribieron algunos contemporáneos suyos, como aquella valiosísima que el licenciado Márquez Torres puso al frente de la segunda parte del Quijote.
¿Pero todo ello es suficiente? Desde luego que no; de hecho, resulta desalentador en relación al interés que esas obras nos despiertan. Tenemos conocimiento de algunos hechos de su vida, cierto, pero de todos ellos no podemos deducir que Cervantes, por ejemplo, fuese o no colérico o depresivo o liberal o reservado o taciturno o locuaz o... Pongamos un ejemplo: si leemos la secuencia completa de los hechos conocidos de su vida, no seríamos demasiado audaces creyendo que Cervantes tuvo una vida desdichada. Muchos otros, con menos, hubieran sido infelices. ¿Pero lo fue Cervantes? ¿Fue Cervantes un hombre infeliz? No parece que nadie que escribiera sus libros pudiera serlo. O dicho de una manera más explícita: resulta inimaginable escribir como Cervantes si no se es un hombre vitalista, bienhumorado, incluso, sí, dichoso entre tantas circunstancias adversas.
¿Qué hemos de hacer nosotros, ahora, con todos esos hechos? A cualquier persona que hubiese pasado por los baños de Argel le habría cambiado el carácter. ¿Mudó el del joven Cervantes? ¿Cómo lo tenía antes de tales prisiones, cómo lo tuvo después? ¿No había pasado ya Cervantes por la experiencia extrema de la muerte? ¿No creyó acabarse en la batalla de Lepanto, donde tantos de sus camaradas murieron, no estuvo él en un hospital durante semanas esperando la muerte, como tantos la esperaban en un tiempo en el que la frontera entre la muerte y la vida era difusa y harto permeable, un tiempo en que a todas horas se moría la gente por cualquier nimiedad, una gripe, un catarro, un empacho, una pequeña herida infectada, un parto, la coz de una bestia, sin contar, claro, el tifus, la peste, la sífilis, las guerras, los viajes por mar, la inquisición? ¿No serían entonces los hombres de 1580, 1600, 1615, tan diferentes de hecho a nosotros que apenas llegaríamos a comprenderlos, si los tuviéramos a nuestro lado?
Sabemos cosas de Cervantes, desde luego, pero es como si no supiéramos nada.. Resumámoslas. Nació en una familia numerosa, modesta y seguramente judaica. Si fue judío, lo negó con firmeza. Al padre lo encarcelaron por deudas. La familia fue de un lado para otro, Valladolid, Cabra, Córdoba, Sevilla. Si hubiera que resumir su vida en una sola frase, le valdría una de Nietzsche: El viajero y su sombra, y cabría desde luego hacer con ella una novela. Mató de joven de una estocada a un alarife, huyó, se enroló en los tercios de don Juan de Austria, estuvo en la batalla de Lepanto, lo hirieron, perdió la mano, y cuando después de cinco años iba a dejar Italia, que acabó conociendo como la palma de la mano, unos corsarios argelinos apresaron la galera en la que viajaba. En Argel lo tuvieron cautivo otros cinco años oscuros en los que sobrevivió, según algunos, por ser el garzón de su amo.
Una vida azacaneada
Esta hipótetica y no probada homosexualidad, ni qué decir tiene, cuenta hoy con algunos entusiastas partidarios. Fin de la primera parte. La segunda no es menos novelesca. Al volver rescatado a Madrid, buscó empleo sin conseguirlo, pensó incluso en emigrar a América, le hizo una hija a la mujer de un cantinero y se casó con una muchacha de Esquivias, seguramente por el capitalito de la chica, a la que casi doblaba en edad y con la que nunca tuvo hijos. Al año, no obstante, y después de haber probado fortuna sin éxito en la literatura, dejó Esquivias y empezó una vida azacaneada por toda España, como aprovisionador de grano y aceite para la armada del rey y, luego, como recaudador de impuestos. Bien por imprevisión, bien por malversación, bien por apropiación indebida, acabó en la cárcel.
Fin de la segunda parte. La tercera, fracasado de todos los negocios, la dedicó a la literatura. Ocupa los últimos diez años de su vida. Publicó entonces la primera parte del Quijote, que conoció un éxito notable, y dos libros más, uno de novelas cortas y otro con sus comedias. Vino luego la segunda parte del Quijote, y póstumo, el Persiles. Trabajó mucho esos diez últimos años, ya viejo. Pensó acaso que las cosas cambiarían, pero ni logró la estima de sus colegas, que lo orillaron, ni mantener dignamente a una familia integrada por mujeres, las Cervantas, todas las cuales, excepto la suya propia, vivían más o menos del trato solapado con los hombres.
Acaso de viejo se dijera: ¿En qué se ha ido mi vida? La respuesta no le amargaba, sin duda. Si le amargó, logró que su literatura no se contagiara de la tristeza de su existencia. Al contrario, llevó a sus libros una vida mejorada, sin falsearla. Pensó quizá que hubiera podido ser peor. ¿Acabó acostumbrándose a los golpes de la vida? Sí parece. Se diría que los recibe de medio lado, acorpándose. Y se sonríe siempre. Ni un ay y sí muchos “¡qué se le va a hacer!”. Ni siquiera tiene para comprarse unos antojos nuevos y ha de mirar la vida con unos estrellados. ¿Qué dicen a espaldas de Cervantes?
"Adiós, gracias; adiós, donaires..."
Deberían decir cosas buenas, porque él trató bien a casi todo el mundo en un larguísimo poema donde cita lo menos a doscientos poetas de su tiempo. Pero no. Cuando pide algún favor a alguno de ellos, Argensola por ejemplo, le da la espalda, cuando tan poco le hubiera costado satisfacerlo. Y así, sin darse cuenta, le llegó el tiempo de morirse. No quiso hacerlo sin una despedida antes. De ese modo llegó a lo que acabaría siendo el prólogo del Persiles, las dos cuartillas más estremecedoras y sentimentales de toda nuestra literatura. Figuran en él las últimas palabras que salieron de su pluma.
En una vida tan llena de calamitosos desaires no podían ser otras que éstas: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”. Moría como quizá había vivido, celebrando las gracias del mundo y el regocijo de no estar solo. Nadie podrá decir que en la suya terrenal, y pese a los muchos amargos tragos que tuvo que apurar, Miguel de Cervantes levantara nunca un falso testimonio contra la vida.