Un Cervantes llamado Sánchez Ferlosio
Rafael Sánchez Ferlosio, por Grau Santos
El próximo sábado Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927), uno de los autores más sorprendentes y libres del panorama literario español, recibe de manos del Rey el premio Cervantes. Es el culmen de una obra singular a la que esta semana se ha sumado Un escrito sobre la guerra (Instituto Cervantes, Roma, 2005), en la que el narrador explica la transformación de la guerra justa en guerra escatológica y la evolución de la "antigua ética de la guerra". Luciano G. Egido analiza en estas páginas el rigor literario, el gozo de la palabra controlada del autor de El Jarama.
Pero a lo que íbamos, su rigor literario, su cuidado de la forma, su dominio de los recursos retóricos y su originalidad estilística hacen de él un escritor aparte, que su talante personal confirma con creces, dando la sensación de que su escritura es una consecuencia inmediata de su forma de ser. En tiempos de tantas marrullerías profesionales y de tantos trucos mercantiles, el caso de Rafael Sánchez Ferlosio es sorprendente, como una criatura de otro planeta, caído por equivocación en el nuestro. Sus obras, en la doble acepción de libros y hechos biográficos, son sus mejores señas de identidad. Si no estuviera desgastada la expresión, se podría decir que es "único", sin papanatismo ni mitificación. Tiene algo de alucinación, de meteorito y de perro verde. Desde su voluntaria marginación, incluido su retiro extremeño, es una criatura exótica en el panorama de nuestras Letras.
No me gusta la palabra predestinación, con su tufillo de sacristía y su negación de la libertad; pero sería fácil pensar que Rafael Sánchez Ferlosio estaba destinado al personaje que acabaría finalmente siendo. Su mestizaje étnico y cultural, hijo de italiana y español; la Roma papal y mussoliniana, imperial y neorrealista de su nacimiento y de su niñez; el condicionamiento político de sus orígenes, hijo del falangista Rafael Sánchez Mazas, del sangriento fascismo de la primera hora; su transplante a la España sórdida de los años cuarenta desde la viva Italia predemocrática y fascinante, auguraban un híbrido inclasificable y una biografía insólita de inadaptado. La misma experiencia urbana y rural de sus años de aprendizaje, entre Madrid y Extremadura, perfeccionarían la agudeza de su mirada y las ventajas de su distanciamiento sentimental.
Todavía recuerdo la irrupción de su primera novela en el estancado ambiente literario de los primeros cincuenta. Fue un terremoto y un montón de interrogaciones. Estábamos en plena demanda de verdad documental, cómodos con las consignas sartrianas de la literatura comprometida y con el prestigio a cuestas del realismo socialista. Nuestros criterios estéticos de muchachos en formación exigían textos testimoniales, objetividad de denuncia, fervor antifranquista y politización hasta de los adjetivos. Por eso, las Industrias y andanzas de Alfanhuí nos cayeron como una bomba, de las de sálvese quien pueda. No nos lo podíamos creer. Tenía mucho de grata sorpresa y de reto cruel. Levantaba sarpullidos y nos encantaba al mismo tiempo. Hubo que revisar nuestros principios estéticos. Mucho antes que Juan Benet, con sus pastiches faulknerianos, Alfanhuí no hizo caer los palos del sombrajo.
Aquel niño rebelde que "su madre lo encerró en un cuarto con una pluma y un papel, y le dijo que no saldría de allí hasta que no escribiera como los demás", nos parecía una confesión del autor que equivalía a una declaración de principios; sobre todo sabiendo que el niño "cuando se veía solo, sacaba el tintero y se ponía a escribir en su extraño alfabeto". Era una historia fantástica, en un tiempo imaginario, habitada por seres irreales, a los que les ocurrían aventuras extraordinarias, en un tiempo de dimensiones inconcebibles y en lugares de difícil localización. Y todo contado en un lenguaje de resonancias clásicas, pero de una enorme eficacia narrativa y sugeridora. Todo parecía recién hecho de un material ingrávido, dotado de originalidad inexplorada. Era como ver ascender un cohete y verlo estallar en múltiples cabezas de gozo. Le veíamos las raíces antiguas, con dejos de picaresca y asombros de narraciones fantásticas europeas. Pero lo que más nos arrebataba era la lengua, desvinculada de vocabulario coloquial y de las fintas de grabadora. Una lengua libre y sonora, con densidad de antología.
Después vino El Jarama, que era una traición diametralmente opuesta a la estética del Alfanhuí, que también nos cogió desprevenidos por la audacia del quiebro y la necesidad de ajustar los criterios de valoración de un escritor, que parecía un culo de mal asiento. Porque la nueva fórmula nos seguía encantando. Aquel objetivismo behaviorista, que podíamos calificar de hiperrealismo, nos atraía con su descarnada manera de contar, con su insistente despojamiento de facilidades retóricas, con su desnuda contundencia expresiva. Nos preguntábamos por qué nos gustaba aquella monotonía narrativa, aquella simpleza de horteras en domingo, aquellos eficaces diálogos sobre la nada. Era como la atracción del abismo, el mareo cotidiano de las horas muertas. Nos parecía evidentemente un ejercicio de estilo que se alineaba con el otro ejercicio de estilo del Alfanhuí y conformaban una especie de voluntad de autor.
Estaba claro que Rafael Sánchez Ferlosio nos proponía una literatura basada en la forma exclusivamente. Nada de mensaje, nada de "espejo a lo largo del camino", nada de realismo engañoso. Literatura.
Hubo más libros y volvió otra vez a la fantasía de Las semanas del jardín, donde reunió literatura fantástica y reflexión lingüística, como una síntesis especulativa sobre toda su obra y una explicación de su estética, y a la literatura filosófica de El testimonio de Yarfoz, con intenciones críticas sobre la sociedad, que no alcanzaron el nivel literario de sus dos mejores obras más conocidas, quizá por no seguir las conclusiones estéticas, a las que había accedido en éstas y derivar hacia la literatura de compromiso, que estaba ausente de sus dos primeras novelas, de impecable confección estilística. Hubo también sus densos libros de ensayos, virulentos y sarcásticos, desmitificadores y divertidos. Pero su fuerte sigue siendo la escritura, que viene a demostrar fácticamente que nunca fue más verdad que la forma es el fondo y que lo que fundamentalmente es Rafael Sánchez Ferlosio es un gran escritor, que todo lo redime con su poderosa originalidad lingüística, con el intenso tirón de su estilo, con la fuerza controlada de su palabra, auténticamente, mágica.
No es la prosa florida, con erupciones barrocas y desviaciones de fuegos artificiales, ni las concesiones a la delicuescencia corruptora ni a los halagos de la brillantez. Es el dominio del lenguaje, el embridamiento de la frase, el sentido de la oportunidad verbal, la exaltación de la palabra como mensaje, encerrado en sí mismo, limitado en su propia expresión, densificado por su propio contenido.