Letras

Poder terrenal

Michael Burleigh

17 noviembre, 2005 01:00

Michael Burleigh, por Gusi Bejer

Traducción de José Manuel álvarez Florez. Taurus, 2005. 624 páginas, 23’50 euros

Como escribiera G. K. Chesterton -y ha recordado un crítico británico a propósito de este mismo libro-, cuando las personas dejan de creer en Dios no pasan a no creer en nada, sino que son capaces de creer en cualquier cosa. Por ejemplo, en la razón, en el nacionalismo, en el socialismo, o en los variados totalitarismos del siglo XX, desde el fascismo al comunismo.

Vale la pena que el público español vuelva a recordar esa frase, que tiene mucho que ver con la línea argumental del libro que ahora nos ocupa.

La historia de los últimos tres siglos es, en buena medida, la historia de un proceso de secularización que, de acuerdo con una definición de Rodrigo Fernández-Carvajal, está caracterizada por el fenómeno de la transposición de creencias, conceptos, actividades y fórmulas de organización vinculadas a lo divino, al plano de lo secular. La tarea consistió en romper con la vieja alianza entre el Trono y el Altar, pero también en la consecución de espacios seculares en los ámbitos más variados de la actividad humana, en lo que Mona Ozouf denominó transferencia de sacralidad. Desde la política a la cultura, pasando por la economía o las relaciones sociales, mientras que las creencias religiosas intentaban ser relegadas al plano de la intimidad.

El empeño, sin embargo, no resultó fácil porque los nuevos dirigentes de la sociedad europea no se contentaron con arrumbar a las confesiones religiosas antiguas sino que trataron de revestir los nuevos proyectos de organización social con la dignidad que proporcionaban los viejos ropajes religiosos hasta el punto de convertirse en verdaderas religiones políticas, laicas y civiles, que han llegado a sus formulaciones más aberrantes con los totalitarismos del siglo XX. El concepto de religión política maduró con la experiencia del nazismo alemán (Voegelin) y fue utilizado asiduamente por Raymond Aron para los análisis de la sociedad de su tiempo. En España lo ha utilizado Antonio Elorza, especialmente para el nacionalismo vasco, pero también para las biografías de algunos iconos de la cultura política marxista, como es el caso de la de Pasionaria.

Michael Burleigh, profesor de diversas universidades inglesas y americanas, que ha obtenido un gran reconocimiento académico y de público con sus estudios sobre la Alemania nazi, ha abordado todo ese complejo proceso en este espléndido volumen de Poder terrenal. Religión y política en Europa. De la revolución francesa a la primera guerra mundial que es, sin duda, una aportación de primera magnitud para el conocimiento de la historia europea de los últimos tiempos. La edición original inglesa ha sido traducida con extraordinaria rapidez y pulcritud por José Manuel álvarez Flórez, con un castellano muy atractivo en el que resulta excepcional encontrar algún pequeño error de mínima importancia, y con una edición muy cuidada, en la que es muy de agradecer el esfuerzo que se ha hecho en la tarea de adaptar la bibliografía final, para dar cuenta de algunas de las contadas traducciones que hay de las obras allí citadas. La aportación de bibliografía es excepcional y resulta muy útil para conocer la producción historiográfica sobre estos temas.

El análisis de Burleigh, en lo que es el primer volumen de una obra que se continuará con un estudio del siglo XX, arranca de la situación de las confesiones religiosas en la época anterior a la revolución francesa cuando, especialmente la Iglesia Católica, parecía penetrada por las ideas de la Ilustración. Se entiende así que, en una de las muchas anécdotas divertidas que cuenta Michael Burleigh, el rey Luis XVI comentara que sería conveniente que, de vez en cuando, hubiese un arzobispo de París que creyese en Dios. Se había vivido, hasta entonces, una fuerte tensión entre dos visiones enfrentadas de la Iglesia, representadas por los jesuitas contra los jansenistas, que tenía una directa correspondencia al plano político pues significaban, paralelamente, un mayor poder del Papa frente al Rey, en las relaciones de la Iglesia con la monarquía de una Francia que se consideraba a sí misma la hija mayor de la Iglesia católica.

La historia de la vida religiosa durante la época revolucionaria fue, en buena medida, la historia de una ruptura que vino precedida de los ataques de los filósofos y se continuó en la legislación que exigía de los clérigos una completa identificación con los ideales revolucionarios. Se ensayarían a partir de entonces una serie de cultos de carácter racional que no terminaron de calar entre la población, lo que movió a Talleyrand a dar un consejo a un jacobino que se quejaba del poco éxito de la nueva religión y trataba de buscar soluciones: "Le sugiero que se deje crucificar y resucite al tercer día".

Napoleón trató de resolver el problema, más por razones de conveniencia social que de respeto al hecho religioso, pero la recuperación plena de las prácticas religiosas y la recuperación política del poder de las confesiones religiosas vendría con la restauración del viejo orden y la recuperación de la religiosidad personal en la que jugó un gran papel la nueva sensibilidad romántica. El liberalismo recuperó su capacidad de atracción y, desde sus fundamentos racionales e individualistas, planteó unos retos a las creencias cristianas que conmovieron profundamente a muchos individuos. La posibilidad de un catolicismo liberal, que resultaría inviable después del Syllabus de 1864, angustió a muchos españoles de mediados del XIX y es un elemento decisivo para la comprensión del krausismo español.

Prendido a ese impulso liberal y romántico vino la eclosión de los nacionalismos que fue, quizás, la gran "religión política" del siglo XIX que puso de nuevo en juego la idea de pueblo elegido y reclamó unas relaciones especiales con la divinidad en la que imágenes religiosas como las de la redención, o la del sacrificio, fueron moneda corriente a la hora de movilizar a las poblaciones. El éxito de alguna de esas empresas nacionalistas, como ocurrió en el caso de Alemania y de Italia, llevaría a enfrentamientos inevitables con la autoridad pontificia. En otras sociedades, como la polaca o la irlandesa, el proceso de identificación entre religión y nacionalismo se desarrolló siempre sin especiales fisuras.

Por otra parte, el siglo fue también el de los grandes avances de la ciencia positivista y de la técnica aplicada a los grandes procesos económicos, especialmente en el campo de la industria, que provocaron respuestas en las que las motivaciones religiosas fueron un componente destacado. Tanto en el mundo del socialismo alemán, como en las iniciativas asistenciales que proliferaron en las nuevas ciudades inglesas nacidas del impulso de la industrialización, el discurso religioso no dejó de estar presente. Se asistió así a un proceso de asimilación de elementos del discurso religioso que mantuvo su vigencia hasta la crisis finisecular del positivismo. Surgirían entonces, por parte de personajes como Maurras, reivindicaciones desaforadas del viejo orden y de la recuperación de los valores religiosos tradicionales que encontrarían en el estallido bélico una oportunidad de expiación, por emplear otro término religioso, en el que toda Europa parecía recibir el castigo que había merecido por las vanas empresas en las que se había empeñado. Todos parecieron empeñados en querer poner a Dios de su bando, mientras el papa Benedicto XV mantenía una actitud dubitativa. Es el momento en el que Burleigh interrumpe un relato en el que las conclusiones parecen reservadas al siguiente volumen. Esperemos que la espera no sea muy larga.