Montaigne: Ensayos
Michel de Montaigne
16 febrero, 2006 01:00Michel de Montaigne
Es siempre una alegría lectora reencontrarse con Montaigne: saborear la extraordinaria originalidad de su experimento literario en el ámbito de la literatura de conocimiento. O lo que es lo mismo: en la filosofía.
No se trata todavía de un Yo magnificado o sublimado. Montaigne no alumbra la Moderna Subjetividad que colonizarán, en pliegues sucesivos, el barroco Descartes, el ilustrado Kant o el proto-romántico Fichte. Se hace referencia aquí al más vulnerable, frágil y movedizo referente: yo mismo, el que esto escribe: Yo, Michel de Montaigne, acreditado aristócrata, propietario de un castillo de ensueño, alcalde elegido, querido, y por ende reelegido, de su ciudad natal.
Todo lo que observa y piensa, y sobre todo el caudal de sus innumerables visitas al acervo clásico de la literatura y de la filosofía, termina confrontándose siempre con ese referente minúsculo y desarmante: el yo del que efectúa lo que, desde ese momento, se define como extraordinario experimento, que eso es lo que en propiedad significa essay, ensayo, siempre en el sentido de la tentativa, del escarceo, o del circunloquio experiencial. Quizás lo que, en términos musicales, llamamos en español tiento, o ricercare en italiano. El Método que Descartes elevará a letra mayúscula, como el Ego o la Razón, son en Montaigne un genial anticipo que desafía esa forma enfática propia del racionalismo barroco, el que hará fortuna en la modernidad, y el que recabará sus atributos magnificados en la Ilustración y en el Idealismo Alemán. En Montaigne hay método, subjetividad y cordura, antes de que haya tal cosa como Discurso del Método, Sujeto Trascendental o Razón Ilustrada.
Por eso todo estilo de filosofar diferente, el que asigna al ensayo (en ese sentido proteico de experimento y aventura de pensamiento) una relevancia especial, se ve obligado a reencontrarse con ese ángel tutelar, inventor del género y del estilo: Montaigne. Así le sucederá a Nietzsche, y antes que él a Pascal (aunque sea para menospreciarlo). Pascal lo desprecia, pero su forma de pensar es impensable sin ese gran maestro del pensamiento renacentista.
Ahora podemos gozar de una nueva, y excelente, edición en lengua española de este clásico universal en su cultivo del francés renacentista, modelo para todos los que son sensibles a lo que Platón llamaba, en el Filebo, los placeres de la inteligencia. La autora de la introducción nos deja gozar de una excelente pieza que cumple del mejor modo su objetivo: permitirnos por anticipado saborear el texto. Son de destacar las oportunas notas que acompañan la edición, la necesaria tabla cronológica que le acompaña, y (lo más importante de todo) el acierto en las decisiones respecto a una lengua española que conserva la desarmante y magnífica naturalidad de la prosa de Montaigne, y evita una complacencia arcaizante, o una irresponsable utilización de terminología anacrónica. Logra, como en las mejores adaptaciones de la música de ese apasionante período de la segunda mitad del siglo dieciséis, usar instrumentos originales sin abrumar al oyente, en este caso lector, con arcaísmos inútiles. Y hablo de instrumentos originales porque la propia autora del prólogo los toma como referencia para su forma responsable de traducir.
Sólo un reparo quiero hacer de esta edición, muy buena, como suelen serlo las obras de la colección que dirige Carlos García Gual: es una pena que no se especifique desde el comienzo si existe un plan de publicación, si este tomo primero será seguido por dos o tres más (el lector que desconoce a Montaigne no tiene por qué saber si los Ensayos componen, como de hecho sucede, tres libros).
Quedan, por lo demás, muy bien especificadas, con letras, las sucesivas ediciones, y los importantes añadidos que fue incorporando un escritor casi de libro único, el libro de su propia vida, transferida a reflexiones, comentarios, glosas lectoras, y que poco antes de morir siguió introduciendo añadidos a las ediciones de ese importante texto. Una reveladora fotografía nos muestra una página del manuscrito, todo él saturado de párrafos que el autor fue añadiendo.
El pensamiento de hoy se halla, por lo demás, particularmente afín con ese pensador que se adelanta a la modernidad, pero que puede mejor que ninguno atravesar su crisis. La postmodernidad descubre en Montaigne ese yo empírico y vivencial que rebaja el énfasis de la pretensión de universalidad del Yo, del Sujeto, de la Razón, aquí en ejercicio, pero en tenues letras minúsculas. Hace años, en mi libro La razón fronteriza, dediqué a Montaigne un pasaje en el que ensayaba una reflexión sobre el encuentro de todo pensador con ese yo vivencial que constituye su ineludible referencia.