Letras

Viajes con Heródoto

Ryszard Kapuscinski

25 mayo, 2006 02:00

Ryszard Kapuscinski. Foto: Eloy Alonso

Traducción de Agata Orzeszek. Anagrama. Barcelona. 2006. 310 páginas, 15 e.

Cuando Ryszard Kapuscinski recibía en Estocolmo el premio Stora Jurnalspriset, hace ya unos años, aprovechaba su discurso de agradecimiento para abordar el tema de la relación que existe actualmente entre los medios de comunicación de masas y la realidad del mundo.

Su balance no era nada optimista, pues en su autorizado criterio la mercantilización de las noticias ha terminado provocando que los periodistas para quienes su trabajo era una vocación, y su objetivo contar la verdad, hayan sido desplazados por servidores fieles del gran negocio de la información, los media workers. Muchos reporteros de hoy en día tienen miedo a buscar la verdad por sí mismos y con frecuencia desconocen por completo los antecedentes de los conflictos o acontecimientos que deben cubrir. Esta puede ser una de las causas, que no la única, de que pese a la imponente eficacia de los grandes entramados informativos recibamos a través de ellos un reflejo superficial y fragmentario, cuando no manipulado, de lo que realmente está sucediendo.

El presente libro tiene en este sentido mucho de autobiografía intelectual de un reportero a la antigua usanza que ve cómo su perfil profesional ha dejado ya de tener vigencia. Dotado de una sólida formación histórica, Kapuscinski no precisó de estudios específicamente periodísticos, sino que desde sus primeros pasos en la profesión fue perfeccionando su oficio en contacto con la realidad. Pese a las dificultades propias de la guerra fría, el joven periodista polaco que era en 1955 pudo "cruzar la frontera" y viajar como corresponsal a la India. De sus primeras experiencias nos habla cumplidamente en este libro, así como de su estancia inmediatamente posterior en China cuando Mao acababa de proclamar la política "de las cien flores". Allí, la visita a la Gran Muralla se le revela metáfora de la impenetrabilidad de una lengua y una cultura que se le resistirán, a diferencia de lo que le ocurrirá en sus experiencias africanas. Kapuscinski, que es un gran narrador (se dice que sus escritos pertenecen al género de la "no ficción creativa") nos ilustra con significativas anécdotas surgidas a lo largo de sus andanzas por Egipto, por Sudán, por el Irán de la revolución de Jomeini, por Etiopía, Tanzania, la Argelia del golpe de Estado contra Ben Bella o el Senegal de Senghor cuando la convocatoria del primer festival mundial de las Artes Negras.

Por supuesto que Viajes con Heródoto no se reduce a una mera suma de experiencias de su autor en Asia o áfrica, que en muchos casos habían sido ya objeto de otras obras suyas sobre Haile Selassie, el sha de Persia o el futuro del continente africano. Lo verdaderamente singular es el cumplimiento puntual que se produce en sus páginas de lo que el título promete. Kapuscinski logra tejer una deslumbrante trama entre su actividad periodística y las historias que Heródoto de Halicarnaso relató en una magna obra que los gramáticos alejandrinos distribuyeron en nueve libros, uno por cada Musa. Las primeras noticias sobre el historiador griego le llegaron de la mano de una profesora de la Universidad de Varsovia en los primeros años cincuenta y pocos años después su Historia fue el regalo que la redactora jefe del diario en que trabajaba le ofreció al enviarlo a su primer destino como corresponsal. Aquel grueso volumen será desde entonces su compañero inseparable, pues acabará encontrando en sus páginas no solo inapreciable información sobre el primer conflicto de civilizaciones entre Oriente (Persia) y Occidente (Grecia) que Heródoto narra, sino también todo un programa de actuación sumamente útil para el desempeño de la carrera periodística.

Viajes con Heródoto consiste, también, en una paráfrasis o lectura de la Historia a partir de numerosas y extensas citas de su texto. Si Kapuscinsky había soñado desde joven "cruzar la frontera", leyendo a Heródoto deja de percibir también "la existencia de la barrera del tiempo" (pág. 245). El viaje, los infinitos caminos permiten superar la actitud provinciana, una de cuyas manifestaciones viene a ser, precisamente, la prepotencia eurocéntrica, pero también hay que vencer el provincianismo del que hablaba T. S. Eliot, consistente en considerar que el mundo "es propiedad exclusiva de los vivos, sin participación alguna de los muertos" (pág. 304). Implícitamente, el escritor polaco está denunciando la falta de perspectiva histórica en las interpretaciones de conflictos actuales que sólo son comprensibles desde una atalaya que nos permita echar la vista atrás. Kapuscinski hace una lectura actual de los acontecimientos registrados por Heródoto, y precisamente por eso sorprende que en este libro, publicado en polaco en 2004, no haya ninguna referencia al acontecimiento que mejor puede reflejar el imperdonable error de no iluminar el presente con el pasado: la guerra de Iraq, en torno a la cual gira hoy la noria del choque de civilizaciones.

Heródoto fue pionero en cuanto a la síntesis entre la oralidad y la escritura que propició el comienzo de la Historia propiamente dicha, y ese feliz maridaje le parece también a Kapuscinski el único método para un recto ejercicio del periodismo. El texto escrito y publicado permite vencer al tiempo, como también la memoria humana, fuente inexcusable de información. Ello implica admitir la subjetividad como un componente necesario para captar la secuencia de los acontecimientos históricos. Kapuscinski aprende en Heródoto algo que también está en un autor español al que frecuentemente cita, Ortega y Gasset: que cada ser humano tiene una misión de verdad, pues su pupila ve de la realidad lo que no ve otra, de modo que todos y cada uno de nosotros somos insustituibles, somos necesarios.

El deambular del periodista por tantos escenarios, ilustrado por los periplos del escritor griego 2500 años antes, conduce a una interpretación sustancialmente humanista de la Historia más reciente. Hoy como siempre la multiplicidad está en la base del mundo tal y cual es, y nada se podrá entender sin admitir "la otredad del vecino" (pág. 155). Cada persona es en sí misma una fuente de verdad, para lo que hay que tener la rara habilidad de Heródoto en el descifrado de todos los lenguajes y de todos los signos, además de los verbales. Pero quizá la gran lección que el libro de Kapuscinski contiene es la de equilibrar el discurso de la diferencia -tan invocado hoy en día incluso para comunidades tan próximas entre ellas como puedan ser las españolas - con otro discurso complementario en el que se basa la civilización de los derechos humanos: el discurso de la identidad entendida como semejanza. Alguna de las anécdotas resultan sumamente reveladoras, como por ejemplo la total sintonía que llegó a alcanzar con su chofer etíope Negusi, con el que solo tenía dos palabras en común: problem y no problem.

Kapuscinski concluye su narración viajando a Halicarnaso, que ahora los turcos llaman Bodrum. Rinde así homenaje a quien considera el primer gran reportero "globalista" de la Historia, pues creyó posible describir el mundo y comprender incluso la abyección humana. En todo caso, se siente mucho más cerca de él que de los media workers.