Letras

Por qué el 18 de julio... y después

Julio Aróstegui

20 julio, 2006 02:00

Cartel republicano

Flor del Viento. Barcelona, 2006. 607 páginas, 24 euros

Es tal la proliferación de obras de todo tipo y condición sobre la guerra civil al socaire de su 70 aniversario, que la primera responsabilidad del crítico ante la aparición de un libro verdaderamente importante es destacar esta condición desde el primer párrafo, para orientar al interesado e intentar que no pase inadvertido al lector apresurado o simplemente hastiado ante tantos refritos prescindibles.

Estamos en efecto ante un libro serio, profundo y lúcido, fruto de la madurez intelectual de uno de los mejores especialistas españoles en la contienda civil. Y menciono ese rasgo porque una obra como ésta constituye la antítesis de la improvisación, en el mejor caso bienintencionada, con la que tantos diletantes con un puñado de lecturas sumarias se lanzan a la publicación. Esta síntesis para un público exigente tiene detrás, y se aprecia en cada página y hasta en cada nota, un dominio exhaustivo de la bibliografía disponible y toda una vida de investigación. Pero tiene además el gran mérito de rehuir lo obvio, pues no pretende contar otra vez los pormenores de la guerra sino que se plantea preguntas esenciales, empezando por la que da título al volumen: ¿Por qué el 18 de julio? Es decir, cuáles fueron las causas mediatas e inmediatas del Alzamiento, qué consecuencias tuvo y qué circunstancias intervinieron para que el golpe desembocase en lo que nadie quería y pocos en el fondo presagiaban, una atroz guerra civil. Y cómo y por qué ese enfrentamiento se empantanó durante muchos meses con un empate de incapacidades y un resultado incierto.

Para evitar los recelos habituales en este controvertido terreno, y dado que hemos puesto desde el comienzo las cartas boca arriba, quede también constancia de que sería erróneo interpretar el reconocimiento anterior como acuerdo, sintonía o complicidad con el autor. Sería sectario o pueril usar esos parámetros, pues al lector inquieto le debe motivar más el disentimiento o hasta la franca divergencia que la mera confirmación de sus apriorismos. Sigamos hablando claro: aunque ésta no sea una historia militante en un sentido primario, nada más lejos de su intención que propugnar una equidistancia o un reparto de culpas al modo de Bennassar (esto no es una interpretación, es el autor quien lo dice explícitamente en más de una ocasión). Más aún, no se trata tan sólo de que Aróstegui defienda lo más obvio, la legalidad republicana conculcada por el Alzamiento, sino que hay un claro alineamiento (aunque ya de un modo crítico) con uno de los bandos en liza, el republicano, no sólo al comienzo de la "agresión" sino en lo que ya es mucho más discutible, en su deriva radical. Hasta metodológicamente Aróstegui es coherente y fiel a su trayectoria anterior, utilizando sin rebozo en su análisis sociopolítico ese viejo utillaje marxista que tanto puede rechinar en estos tiempos "revisionistas".

Ya que menciono este concepto, aprovecho para seguir con la franqueza autoimpuesta: en contra de lo que algunos podrían esperar, no se hallará aquí concesión alguna a ese "revisionismo", es decir, a la tendencia historiográfica encabezada entre otros por Payne que reclama una autocrítica de la izquierda por su comportamiento poco respetuoso con el orden democrático antes de 1936, desde la misma instauración de la República y en especial con los sucesos del 34. Muy al contrario, Aróstegui considera que no son los republicanos precisamente quienes tienen que hacerse perdonar. En su valoración de los hechos, no sólo asume sino que hasta en algún caso potencia la versión tradicional de la izquierda. Así, por ejemplo, suscribe con naturalidad el sentido patrimonialista que este sector tuvo de la República: el hecho de no gobernar ellos se interpreta cómo que el régimen cae en manos de sus enemigos (pág. 228), lo que explica la "aventura insurreccional" de octubre. La matanza franquista de Badajoz fue una represión escandalosa y resonante, lo mismo que la destrucción de Guernica, pero lo del Alcázar de Toledo no pasa de ser un mito absolutamente desacreditado (pág. 414). La insensibilidad o indiferencia por la suerte de los "desafectos a la República" se plasma en una frase antológica, el reconocimiento de que fue "un baldón" las sacas de presos "y el asesinato de algunos de ellos" (pág. 453).

Más importancia que esas valoraciones puntuales tiene el análisis global que hace Aróstegui de lo ocurrido el 18 de julio y los días posteriores. Particular trascendencia tiene su afirmación de que no había antes del Alzamiento ninguna revolución en marcha, sino que fue precisamente aquél el que la desencadenó. De esa premisa se desprenden graves consecuencias: entre ellas, sin ir más lejos, que se rechazan como simples coartadas las razones de los golpistas y la derecha sociológica, desde la supuesta persecución política a la violencia ambiente. Aróstegui explica convincentemente las raíces y el contexto del levantamiento militar, y cómo y por qué fracasa en sus objetivos últimos, subrayando que la guerra civil es un resultado adverso para todos, producto de la incapacidad de cada parte para resolver a su favor la situación. Después, la evolución en cada bando seguirá vías divergentes: frente a la unificación franquista, una división persistente en las fuerzas progresistas que se revelará a la larga como factor decisivo de la derrota. Aunque el autor enfatiza los aspectos políticos, ello no quiere decir que desdeñe otros factores coadyuvantes en el triunfo de la reacción, desde el contexto internacional de no-intervención a los elementos puramente militares, siendo decisivo en su opinión que Franco obtuviera mejores suministros bélicos.

Es imposible consignar aquí las múltiples sugerencias de este trabajo riguroso y bien argumentado. Limitarnos a una simple mención de sus planteamientos esenciales constituiría casi una traición al espíritu de estas páginas, porque Aróstegui insiste en la complejidad de los hechos y las actitudes humanas, y es prolijo en sus explicaciones, no sólo para huir de las meras apariencias sino para evitar las frivolidades en que otros incurren y a él tanto le incomodan: a menudo asoma su faceta de polemista implacable, contra Beevor, Bolloten y otros nombres ilustres. Es verdad, como ya se dijo, que los lectores que no comulguen con los postulados políticos del autor hallarán múltiples razones para la discrepancia y hasta la irritación, algo casi inevitable en un tema que gravita sobre la conciencia española y sigue despertando reacciones viscerales. Pero si en nuestra sociedad tiene cabida una actitud más madura que la consigna o el prejuicio merece la pena que se valoren obras como ésta, para discutir con racionalidad, conocimiento y espíritu crítico. Se esté o no de acuerdo con Aróstegui, son incuestionables su dominio del tema y la solidez de sus argumentos, basados además en una familiaridad deslumbrante con la documentación disponible.

Quizás las prisas por salir antes de este 18 de julio han propiciado pequeños despistes como alguna obra citada y no recogida al final (pág. 542), el erróneo nombre de Orwell (Eric Blair, no John, pág. 492) y algunas discutibles omisiones bibliográficas como la reciente biografía de Fuentes sobre Largo Caballero. Por lo que respecta a la edición, hay demasiadas pequeñas erratas y, sobre todo, se echa de menos un índice onomástico, tan esencial en una obra de estas características.