Letras

Fábula del escriba

21 diciembre, 2006 01:00

Fábula del escriba

Eugenio Montejo

Pre-Textos. Valencia, 2006. 83 páginas, 12 €

Existe una poesía cómoda, convencional, afable. Una poesía escrita y leída a ratos libres. Existe, en fin, la mala poesía. De la cual nos salvan creadores conscientes, poderosos. Eugenio Montejo, por ejemplo. Su último poemario, Fábula del escriba, se ofrece al lector como compendio de lo mejor de su producción anterior, desde los motivos -el mito clásico, la trascendencia del hic et nunc, la reflexión metapoética- hasta la orfebrería deslumbrante de versos pulidos. De las cuatro partes en que se divide el libro -“Fábula del escriba”, “Diez pavanas”, “Tiempo y trastiempo” y el apéndice “Apuntes de Jorge Silvestre”-, es en la segunda donde se concentra la esencia poética de una trayectoria impecable. Nos hallamos, pues, en territorio familiar, ya explorado. Y, sin embargo, la lectura de Montejo se nos sigue antojando una aventura.

Fiel a su concepción polifónica de la poesía, este venezolano amante de los heterónimos nos mantiene en vilo con una vertiginosa secuencia de voces líricas sólidas, con personalidad propia, de las que Montejo se siente responsable sólo parcialmente: “Me valgo de mil voces pero pocas son mías,/pertenecen a seres que no conozco,/las he heredado tal vez hace ya siglos/y ocultas yacen al fondo de mi sangre” (“Voces”). En Fábula del escriba nos (re)encontramos con el agudo observador de paisajes urbanos (“Caracas en el azul de enero”, “Pavana de Lisboa”, ambos resonantes de ecos autobiográficos), el bardo proteico (“Máscaras de Orfeo”), el derrotado por la belleza (“Pavana para un cuerpo de madona”). Pero también escuchamos al alter ego humilísimo del poeta (“Fábula del escriba”), a la serpiente primigenia (“En el paraíso”), al padre del padre de los versos (“Pavana filial”). Y, por supuesto, contemplamos al demiurgo poético a través de sus propios ojos (“Autorretrato dormido”). Este torrente de dramatis personae impide al lector adoptar una actitud indiferente ante la poesía de Montejo, ese cosmos de armonía coral cuya música debe escucharse siempre con oídos vírgenes.

Decimos escucharse, y pecamos de imprecisos. A Montejo se le escucha, sí, pero también se le ve, tal es la intensidad sensorial de sus imágenes, sencillas y afiladas: “De inmediato coliden nebulosas,/caen chispas, rocas, truenos amarillos/que en su piel graban rayas y relámpagos…” (“Tigres”). El cliché nunca basta, la búsqueda de modos inéditos de nombrar es infatigable. Destaca la rebelión del poeta contra el estatismo del sustantivo, al cual confiere una plasticidad de un dinamismo más allá del verbo mismo: “no su boca, la vida sonreída;/no su pubis, la noche y su deseo;/nunca sus brazos, sus cejas, su perfume,/ sino estas horas verdes que en sus venas/corren con sangre nueva, este milagro/que en ella vive ahora/que en ella misma está viviendo” (“El espejo”). No se trata, sin embargo, del experimentalismo vacuo de la poesía malabar, sino de una inteligente transgresión de la ley gramatical, con desafíos como “una sonrisa de mujer,/bella aún demasiado” (“Un parpadeo”).

Montejo no esculpe su poesía con recursos técnicos comunes, sino que extrae del interior del poema la música que lo sostiene. De virtuosismo vocálico pueden calificarse versos como “erguida con su tiara diamantina,/la amada, la maga Nefertiti” (“Pavana filial”), mientras que el ritmo -aliterativo, encabalgado, semánticamente justificado- alcanza su perfección en la estrofa final de la “Pavana del hacha”: “Por las venas del árbol sube intenso/el brote de la vida en su renuevo/con el verdor que vuelve./Pero también con cada brote crece el hacha,/ella y su sombra,/ella y su sortija,/el hacha y tu belleza frente al mundo,/el hacha que nunca se da tregua,/golpe tras golpe hasta que el árbol cae/y sólo se oye el viento…”. Sonido y significado son uno: cuando la voz lírica nos habla de “el cantor trágico de Tracia,/éste que croa aquí debajo de los astros” (“Máscaras de Orfeo”), nosotros escuchamos al poeta, pero oímos al sapo, criatura escogida por Montejo como sede de su última reencarnación literaria.

A pesar de cierta monotonía conceptual -la naturaleza como signo metafísico, en particular-, Fábula del escriba es un libro complejo, exigente, en absoluto complaciente ni consigo mismo ni con nosotros, lectores. Después de todo, la buena poesía hay que ganársela. Y el esfuerzo bien merece la pena.

Poeta y ensayista, Eugenio Montejo (Caracas, 1938) fue director editorial y agregado cultural en la embajada venezolana de Lisboa seis años. Poeta hondo y sereno, entre sus obras destacan Elegos (1967), Muerte y memoria (1972); Algunas palabras (1977), Terredad (1978); Trópico absoluto (1982) y Alfabeto del mundo (1986). Todos ellas publicadas en Pre-Textos, igual que Partitura de la cigarra; Papiros amorosos y ésta Fábula del escriba. En 1987 obtuvo el premio Nacional de Literatura de Venezuela.