Image: El Viejo Topo 30 años después

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Letras

El Viejo Topo 30 años después

Jordi Mir García (ed.)

12 abril, 2007 02:00

Ediciones de Intervención. Cultural/El Viejo Topo. Barcelona, 2007. 322 páginas, 35 euros

Fue Carlos Marx quien quiso encontrar en la imagen del topo un paradigma de la condición cíclica de las revueltas proletarias durante el siglo XIX. Los trabajadores con mayor conciencia de clase, conduciéndose como ese mamífero, cavaban y cavaban sus túneles a la espera de que llegase el momento de ocupar su lugar prepon-
derante en la Historia y sólo asomaban a la superficie en los instantes en que su lucha encontraba las condiciones para manifestarse abiertamente. Hoy, los marxistas como Toni Negri ven esa referencia como anacrónica para explicar los movimientos subversivos contemporáneos frente al modelo triunfante de capitalismo y prefieren fijarse en otra imagen: la de la serpiente deslizándose onduladamente por la superficie. Pero en octubre de 1976, cuando salió a la venta el primer número de la revista "El Viejo Topo", un año después de haber muerto Franco, la izquierda de la izquierda -es decir: toda aquella izquierda que no se veía representada por las posiciones del PCE-PSUC y del PSOE- creía en la posibilidad de provocar una ruptura entre el franquismo y el modelo de democracia que, desde los poderes fácticos, trataba de imponerse.

Miguel Riera, Josep Sarret y Claudi Montañá habían querido inscribir su proyecto en el Ministerio de Información dos años antes, convencidos de que, tras cierta coartada de publicación cultural, se podía abrir un hueco para el debate político en el más amplio sentido. Estábamos, en efecto, acostumbrados a buscar esa controversia enmascarada en publicaciones de cine -"Nuestro Cine" o "Film Ideal", por ejemplo-, de teatro -"Primer Acto"-, de arquitectura -"Nueva Forma" o "CAU"-, e incluso en las escuálidas secciones culturales de algunas revistas de sociedad (estoy recordando la página de Fernando Castelló en "Diez Minutos"). "Triunfo" y "Cuadernos para el Diálogo" habían paliado en los últimos años de la dictadura esa sensación de orfandad del pensamiento, pero, en los albores de un momento como aquél, algunos creían que se abría la posibilidad de diseñar una sociedad nueva sin necesidad de establecer pactos o consensos con los que detentaban el poder y de que ese debate se celebrara públicamente y en el papel impreso.

Obviamente, los responsables de aquel Ministerio dieron al traste con la idea y hubo que esperar hasta 1976 para que el proyecto se materializase. En aquellos momentos, por otro lado, se vivía una auténtica eclosión de las publicaciones políticas, pero la mayoría de ellas, aparte de su condición minoritaria, estaban demasiado mediatizadas por sus vínculos partidistas y postulaban de forma monolítica el modelo a seguir. Del PSOE, que surgió prácticamente de la nada, la mayoría de la izquierda esperaba poco. Y al PCE, que había sido el auténtico protagonista de la lucha antifranquista, desde todos los grupos y grupúsculos situados a su izquierda (maoístas, trotskistas, anarquistas, consejistas…), se le veía embarcado desde hacía tiempo en un proceso de revisión que algunos interpretaban como un posibilismo que acabaría por desactivar todo el potencial acumulado en décadas de resistencia.

Esta "antología interpretativa", como la ha querido denominar Jordi Mir para que el lector perciba algunos de los grandes ejes temáticos de "El Viejo Topo", me hace recordar (como colaborador que fui de esa revista, y como lo fui de "Ozono", "El Cárabo", "Zona Abierta", "Teo-ría y Práctica", "Alternativas", y tantas otras de entonces), en primer lugar, lo delicado de aquel momento histórico, que, a mi entender, se cerró definitivamente tras la asonada de Tejero (algún día sabremos si el único triunfo que se perseguía era ése), también la débil frontera que separó nuestra condición de ilusionados y de ilusos (cuando proponíamos ruptura frente a reforma, o república frente a monarquía), y, sobre todo, la gran falta de información que arrastrábamos, una ignorancia de la que culpo tanto a la dictadura franquista como a los partidos que nos empujaron a leer única y exclusivamente sus textos canónicos o aquellos catecismos de Marta Harnecker.

Lo primero que destacaría de "El Viejo Topo" fue el diseño de Julio Vivas, que venía a ser un respiro en esta clase de publicaciones, en las que se presuponía que el rigor de la argumentación tenía que ir servido por una rancia aridez formal, y que supo imprimir a sus páginas un calculado arte de desenfado crítico que casaba a la perfección con la idea de vincular aquel debate a la vida cotidiana. Aunque siempre tuve la sensación de que ese refrescante reclamo, como algunos de sus artículos sobre contracultura, sólo sirvió para ganar unos pocos lectores: la gran mayoría, en mi opinión, estaba tan comprometida con aquella izquierda de la izquierda que se la hubiera comprado así tuviera el aspecto del BOE. O dicho de otro modo: se me antoja que su techo de ventas estuvo siempre en la suma de los simpatizantes de la ORT, el PTE, la OIC, la OCE-BR, la CNT, el PCE-ML, la LCR, la LCI, el MC, y todo aquel espectro de partidos que entrarían en crisis tras la celebración de las primeras elecciones democráticas.

El segundo de sus aciertos fue el no contar con un consejo de redacción. Josep, Miguel y Claudi (al que perderíamos pronto, y al que sustituiría Miguel Barroso) administraban la línea editorial con una gran generosidad para todos aquellos compañeros embarcados en la aventura revolucionaria, a sabiendas, porque ya había signos, de que, como bien decía Camus, todo revolucionario acaba convirtiéndose en un opresor o en un disidente. Pero, mientras la andanza duró, y antes de descomponerse, el sueño fue libre en aquella empresa editorial (imposible no recordar el entusiasmo desbordante de aquellas jornadas de 1978, en el pueblo español de Montjöic, bajo el lema de "Para cambiar la vida", y para el que mis compañeros de "El Cubri" y yo diseñamos un gran mural con un caballo al galope que tenía un puño por cabeza).

Y la mayor de sus grandezas, la que esta antología nos demuestra que ha aguantado mejor el cedazo del tiempo, fue la de ser una plataforma de divulgación de las prácticas culturales alternativas, un punto de encuentro para el debate (hoy totalmente vigente) de los instrumentos de control social, y un espacio para movimientos, como el feminista o el homosexual, que históricamente habían sido vistos con desconfianza o repudio por las organizaciones de la izquierda. Sin olvidar, por supuesto, que, antes de su agónico cierre en 1982, "El Viejo Topo" supo ya intuir la importancia que en décadas posteriores tendrían el ecologismo y el antimilitarismo, en los que haría especial hincapié en su segunda etapa, la que comenzó en 1993.

Pero, como si fuera bueno el dicho de que el comunismo es el opio de los intelectuales, mientras la izquierda de la izquierda meditaba acerca de cómo evitar que la revolución fuera una vez más una entelequia, la otra izquierda, la que había sido hegemónica y la que estaba llamada a serlo, se aprestaba a consensuar el devenir de aquella transición con mucho más realismo. Entre los propios colaboradores de la publicación se empezaron a detectar las de-serciones a medida que se advertía que ese nuevo socialismo (PSOE) sería la gran fuerza que disputaría el poder a los conservadores y que carecía de cuadros suficientemente preparados para gestionarlo cuando llegara ese momento. Unos por oportunismo y afán de medrar, y otros porque entendieron que aquel sueño sólo podía engendrar monstruos, muchos se fueron deslizando hacia un PSOE que en 1979 renegó en sus estatutos del marxismo o, los menos, hacia un PCE que había encontrado en el eurocomunismo la fórmula para no inquietar en exceso a la Trilateral. El topo, oí decir, de tanto permanecer bajo la superficie, andaba corto de vista.

Los que no conocieron aquel período tienen en esta antología la oportunidad de asomarse un poco a aquellos tiempos en que, errado o no, el pensamiento no estaba tan devaluado como en la actualidad y en que parecía, en parte por la falta de información que padecíamos, que había un sinfín de modelos alternativos al capitalismo. Un tiempo en el que, como aconteció en otros lugares, la democracia formal fue seriamente cuestionada y se barajaron otras posibilidades (que a saber, en el hipotético caso de que hubiesen cristalizado, en qué habrían degenerado). Y, por su parte, los que sí vivieron aquellas épocas pueden refrescar un poco su memoria y contemplar, a partes iguales, los excesos y los aciertos en los que se incurrió, que de todo hubo. Y entre los que, yo al menos, considero dos de los peores errores: el habernos dejado seducir por algunos proyectos totalitarios y el considerar, quizá por leer a Andreu Nin fuera de contexto, que los nacionalismos podían ser progresistas.