Image: La amistad

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Letras

La amistad

Maurice Blanchot

7 junio, 2007 02:00

Maurice Blanchot, en una de sus escasas fotografías

Traducción de J. A. Doval. Trotta. Madrid, 2007. 270 páginas. 18 euros

Cercano a cumplirse, el próximo 22 de septiembre, el centenario del nacimiento de Maurice Blanchot (Quiain, Francia, 1907-2003), editorial Trotta rescata para la ocasión el texto que Taurus publicó en 1976 -entonces apareció bajo el título de La risa de los dioses- y que, junto a las ediciones suramericanas de El espacio literario, El libro que vendrá o El diálogo inconcluso, sentó las bases para una primera recepción en España de la obra de este inclasificable novelista, pensador y crítico literario, considerado por muchos uno de los últimos malditos de la literatura. Después llegarían cuidadas traducciones de sus escritos a cargo de lectores atentos como Manuel Arranz, Rafael Conte, Isidro Herrera o Alberto Ruiz de Samaniego, que además los glosarían convenientemente, sabiendo hacer justicia a la complejidad que éstos entrañan.

Porque la de Blanchot no es en absoluto, pese a la brillantez de su estilo, una escritura fácil: convencido de que lo más esencial de la palabra literaria son los silencios que alberga, el modo en que opera una drástica ruptura con la experiencia cotidiana, ya desde las primeras novelas -Tomás, el oscuro, Aminadab, Le Très-haut- sus textos desmienten toda correlación simple, directa, entre vida y literatura. No hay tampoco, a la postre, conciliación dialéctica posible entre ambos polos, sino puro desarraigo del sujeto que se consagra al acto de escribir. Kafka es aquí, como Hülderlin o Mallarmé, uno de sus principales referentes: autores que, más que identificados con una concepción del lenguaje como idílica "casa del ser" (según se interpreta a veces, con ciertos ribetes de nostalgia, la fórmula de Heidegger), se caracterizan por haber vivenciado su estricta dimensión de exilio. ése es, en verdad, el espacio literario descrito por Blanchot: un espacio forjado de ausencias, constituido por los márgenes inasimilables que una civilización procura expulsar de su ámbito habitual de normalidad y entrega a la consunción, como "parte del fuego"; de un fuego destructor que, en el fondo, no puede ser dominado, y que por eso acaba devorándolo todo, borrando de dicho espacio a todo sujeto, a todo eso que, de forma demasiado convencional y sumaria, llamamos un "autor".

El propio Blanchot irá desapareciendo cada vez más de sus escritos y de la vida pública: apenas fotografiado, monacalmente retirado del mundo en su piso parisién, oculto asimismo en la crítica de otros libros, con sus relatos de la década de los cincuenta (Au moment volou, Celui qui ne m’accompagnait pas, El último hombre) cancela su obra de ficción y da paso a un nuevo registro de escritura, obsesionado en explorar el inacabamiento y la extrañeza inherentes a la experiencia literaria. Textos de esa última etapa, como La escritura del desastre o El paso (no) más allá, intensifican su juego con categorías negativas, en un siempre renovado intento de desmarcarse por completo del horizonte hegeliano que tanto ha influido en toda una corriente dominante dentro de la teoría moderna de la novela, para la cual las insuficiencias de la ficción se vencen y superan una vez el protagonista o la peripecia narrada entran en razón y se produce el acuerdo con la prosaica realidad. Es en este énfasis antihegeliano, en esta reivindicación del profundo sentido, cuasisagrado, de transgresión que posee la literatura, donde más próximo se halla su pensamiento al de su amigo Georges Bataille, con motivo de cuya muerte escribe el ensayo final que da título a La amistad, obra publicada originalmente en el 1971.

Así, todos esos motivos centrales de la meditación blanchotiana -el silencio, la amistad, la negatividad y la muerte, el poder transgresor del lenguaje- se dan cita en este libro, en el que de forma tan expresiva la labor de Blanchot como crítico se evidencia como la de un genuino recreador literario, conversador infinito y compañero amistoso de los autores que comenta -René Char, Michel Leiris, Jean Paulhan, Pierre Klossowski, Marguerite Duras o Albert Camus, entre otros- en su descenso a los infiernos de la palabra: allí donde la soledad y la noche son los salarios pagados al demonio por el logro de un espacio al margen de la vida real; allí donde el escritor experimenta el miedo a morir, porque, entregado a su labor insomne, siente que no ha vivido aún; tras de lo cual, sin embargo, renuncia a toda redención, vuelve su mirada al misterio insondable -como Orfeo ante Eurídice en el reino de los muertos- y decide perseverar en él.

Los tres penúltimos ensayos, dedicados a Kafka, exponen magistralmente esta intemperie en la que vive el autor. Los tres primeros apuntan a idéntica precariedad cuando abordan la situación del arte en un contexto como el actual, dominado por las técnicas de reproducción masiva, donde la fe clasicista en el poder eternizante de la belleza se ve drásticamente transformada por la posibilidad de contemplar la obra artística en cualquier instante. Gravita aquí la sombra del famoso ensayo de Walter Benjamin sobre el tema, aunque a quien apela explícitamente Blanchot es a André Malraux y a su Psicología del arte (1950), en debate con Georges Duthuit, para precisar su convicción de que el destino del arte moderno está indisolublemente ligado al museo: no simplemente al museo real, donde las obras maestras se amontonan como mercancía esplendorosa (abrumándonos, provocando en nosotros vértigo o "mal del museo") y se rigen por meros criterios de actualidad; sino a los "museos imaginarios", extraños hospitales que recogen a las obras cuando éstas se quedan como sin mundo, fuera del tiempo en que surgieron, y piden ser acogidas en el nuestro para ser capaces de volverse nuevamente significativas.

Indigencia del arte frente a lo real y libertad rotunda del espacio literario: en esa tensión se despliega la fascinante obra de Blanchot, tejida entre los límites del pensamiento y una sobria literatura que se resiste a ser puro lirismo.

El enigma Blanchot

Considerado el "último monje" de la filosofía francesa, Blanchot pasó sus últimos años en la banlieu parisién. Según E. Hernández Busto ("Letras libres", 2003) "sólo recibía a unos pocos iniciados en su particular idea de la amistad, juramentados para defender la intimidad de un escritor recluido desde los cuarenta años. Nadie pudo evitar que en 1985 un periodista le tomara algunas fotografías clandestinas en el parking de un supermercado, único caso conocido de un paparazzo de la filosofía. Lo precario de esas imágenes, la silueta borrosa de alguien que huye de la publicidad para enterrarse en unos libros que hablan incansablemente del silencio, contribuye a darnos de Blanchot una visión tan remota como la que de Mallarmé tenían sus contemporáneos. En ambos casos, la leyenda comienza cuando suprimimos al hombre para dejar al autor.