Querido Mr. Stalin. La correspondencia entre Roosevelt y Stalin
Susan Butler
1 noviembre, 2007 01:00Roosevelt y Stalin en la conferencia de Yalta de febrero de 1945
En junio de 1941 comenzaba a desarrollarse la mayor invasión bélica conocida hasta entonces, por el número de efectivos movilizados -más de cuatro millones-, por los medios implicados -varios miles de tanques, aviones y otros vehículos militares-, por las dimensiones del frente -los mil seiscientos kilómetros que separan el Mar Báltico del Negro- y, sobre todo, por la descomunal ambición de su propósito: la ocupación de la URSS. Estaba en marcha la Operación Barbarroja -como se la conoce en castellano y no "Barbarossa" como aquí se menciona reiteradamente-. Tan sorprendente para el mundo -y en particular para Stalin- era la audaz jugada de Hitler que, con la invasión en marcha y desmoronándose literalmente las defensas soviéticas, el dictador del Kremlin se resistía a creerlo. Pensaba que, en el peor de los casos, no podía ser más que una maniobra de provocación de algunos sectores del ejército alemán. Cuando no le quedó más remedio que reconocer que Hitler le había engañado también a él, la situación del inmenso país era crítica. En una semana los alemanes habían avanzado quinientos kilómetros. En un mes habían muerto dos millones de soldados rusos. Las cancillerías occidentales eran pesimistas, temiendo que el desplome oriental fuera inminente.En esas coordenadas, de la mano del enviado especial Harry Hopkins, le llegó a Stalin el primer mensaje de Roosevelt con el abierto ofrecimiento de "proporcionar con la máxima rapidez y eficacia toda la ayuda que pueda prestar Estados Unidos a su país en su resistencia ante la traidora agresión de la Alemania hitleriana" (p. 66). No se podía decir con más claridad. Era el 26 de julio de 1941. Desde esa fecha y hasta el 12 de abril de 1945 -horas antes del fulminante fallecimiento del presidente estadounidense Roosevelt- ambos líderes se intercambiaron más de trescientos mensajes cifrados que han permanecido inéditos. Es verdad que se habían publicado fragmentos de la correspondencia de Stalin con dirigentes occidentales, pero no este epistolario en su integridad. Estamos pues ante unos documentos trascendentales para entender las relaciones entre los gobernantes de las dos superpotencias que dominaron el mundo tras la hecatombe.
Precisamente esto último -la existencia de un mundo polarizado- explica el escaso o nulo interés que hubo durante mucho tiempo en el ámbito americano en hacer pública dicha correspondencia. De su lectura detenida se extrae la imagen de un Roosevelt demasiado plegado a las necesidades del tirano ruso, solícito y más que benévolo con el georgiano, en abierta discrepancia a menudo con Churchill, que ejercía de duro y escéptico frente a la sinuosidad soviética. Tanto es así que, como reconoce la editora de este volumen, Susan Butler, con el avance de la guerra el estadounidense "se distancia de Churchill" y "se desvive por complacer a Stalin", desoyendo los consejos de "altos cargos del gobierno que no aprobaban esta postura aduladora" (p. 29).
Lo curioso es que ese reconocimiento no lleva a Butler a la crítica sino a la postura opuesta, una defensa cerrada de la actuación del mandatario demócrata, que hizo según ella lo único que cabía hacer en aquellas circunstancias o, en todo caso, lo mejor para los intereses estratégicos de su país y para salvar cientos de miles de efectivos militares. El punto de partida es indiscutible: los aliados necesitaban a los rusos para mantener ocupado al ejército hitleriano en el frente oriental. La cuestión, por tanto, no puede plantearse -siempre según Butler- en los términos simplistas de si Roosevelt era débil, estaba enfermo o creía en Stalin, sino aduciendo qué otra táctica hubiera sido más eficaz. Porque tampoco estamos hablando sólo de ganar la guerra sino de construir la paz, un objetivo que siempre tuvo presente Roosevelt.
Y para construir la paz, el presidente norteamericano necesitaba en primer lugar vencer la resistencia de su propio país -la tentación aislacionista- e implicarlo en la creación de la ONU. Pero inmediatamente después precisaba a la URSS, sin cuyo concurso el organismo internacional era inviable. Tenía por tanto que persuadir a Stalin de que era mejor estar dentro que fuera de Naciones Unidas. Y luego, convencer a Gran Bretaña y China, que formarían así los "Cuatro Gendarmes" del mundo futuro. Con todo, antes de diseñar ese delicado equilibrio para el porvenir, había que ganar la guerra y aquí surgían unos escollos que sólo desde la perspectiva actual podemos considerar menores. En el contexto de 1944-1945 no era asunto menor cómo doblegar la resistencia nipona y, para trazar una estrategia conjunta en ese terreno, Roosevelt forzó a Stalin a un compromiso de declaración de guerra a Japón en menos de tres meses desde la rendición germana.
Planteado en términos sencillos, el problema principal estriba en los términos acordados en Yalta (febrero de 1945): ¿cedió demasiado el líder demócrata? La tesis -discutible- de este libro es que en dicha conferencia Roosevelt consiguió sus objetivos, en especial en todo lo relativo a la ONU, teniendo que tran-
sigir finalmente -y no tanto por el pacto en sí cuanto por la fuerza de los hechos- en lo concerniente al dominio soviético en Polonia y la Europa Oriental. Los rusos ya habían decidido jugar sus cartas en este territorio sobre la base del dominio militar de facto y los negociadores occidentales, empezando por el presidente, no se hacían muchas ilusiones al respecto. ¿Podrían haber sido las cosas de otra manera con aquella correlación de fuerzas? ¿Hubiera servido para algo una postura norteamericana más severa? Son las típicas especulaciones sin respuesta, aunque hay que conceder que, muy probablemente, unas negociaciones diplomáticas a cara de perro, tal como estaban las cosas en aquel momento, tampoco habrían conseguido dar un vuelco significativo a la situación.
Pese a lo dicho, debe quedar claro, y así se pone de relieve en la lectura de esta correspondencia, que la relación entre los dos mandatarios nunca fue fácil sino que estaba plagada, sobre todo por parte del receloso georgiano, de reservas y suspicacias. Así, por ejemplo, el 22 de agosto de 1943 Stalin enviaba un mensaje con un tono entre dolido y desafiante: tras "señalar que el gobierno soviético no está informado sobre las negociaciones de los británicos y norteamericanos con los italianos", enfatiza que no puede entender "tanta demora en la trans-
misión de información sobre un asunto tan importante". Hasta ese momento, sigue diciendo, Estados Unidos y Gran Bretaña han establecido entre sí acuerdos, informando después a la URSS como si fuera "un tercer observador pasivo". Y concluye: "Debo decirles que es imposible tolerar tal situación por más tiempo" (pp. 201-202).
Más adelante, con motivo de la rendición de las fuerzas alemanas en Italia, el presidente estadounidense escribe al soviético que le "parece entrever un trasfondo de lamentable aprensión y desconfianza, aunque ambos coincidamos en los principios básicos" (págs. 372-373). Después, en la línea de lo expuesto hasta ahora, da todo tipo de explicaciones para tranquilizar al dictador soviético. Algo más tarde, otras cartas de Roosevelt expresan su preocupación por el cumplimiento de lo acordado en Yalta, apreciando "una desalentadora falta de avances" en algunos temas, como la cuestión polaca. A esas alturas, sin embargo, al gobernante norteamericano le quedaban sólo algunos días de vida. Con su sucesor, Harry S. Truman, se abría otra fase: el negociador soviético, Molotov, lo pudo apreciar enseguida, hasta el punto de que comunicó a Stalin, tras su primera entrevista con el nuevo presidente, que los Estados Unidos abandonaban la política de Roosevelt.
Conviene subrayar por último, como incentivo para la lectura de este absorbente intercambio de notas, que no se trata de una mera relación de mensajes, sino de una auténtica edición de los mismos que incluye en buena parte de los casos un pequeño prólogo y una explicación detallada de las circunstancias políticas y militares. Un magnífico trabajo, en suma, el que ha realizado Susan Butler.
Susan Butler
Un descubrimiento casual
Cuando se topó con la correspondencia completa de Roosevelt y Stalin en los archivos de la Librería Presidencial de Hyde Park, en Nueva York, Susan Butler, escritora y antigua periodista de "The New York Times", enseguida se dio cuenta de su extraordinaria importancia. Rápidamente Butler, según relata, se decidió a llevar las cartas a un libro que fue recibido con un gran interés. El volumen arranca con una misiva en la que Roosevelt ofrece ayuda a la URSS y concluye con un mensaje que envió el mismo autor, aún presidente de EE.UU, minutos antes de morir. Por tanto, comprende todo el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. La primera incursión en el mundo del Ensayo de Susan Butler fue una biografía sobre Amanda Earhart.