Los libros nunca he escrito
Cuando escucho citar a Harold Bloom, tiemblo, porque sus textos, especialmente las enunciaciones pontificales del profesor de Yale, suelen utilizarse de apoyo para orillar cualquier debate literario, pues provienen de un sistema de valores estéticos fijos, es decir, incuestionables. Exactamente lo contrario me sucede cuando oigo o leo palabras de George Steiner (París, 1929). Sus ensayos apuntan también a las alturas intelectuales, pero vienen atravesados por la conciencia crítica de que toda idea o expresión que intente captar un pensamiento, un argumento racional o una percepción textual, acabará con el tiempo cediendo su carácter de certeza momentánea al de cuestionable.
Steiner posee un trasfondo racional, filosófico, musical, matemático, muy germánico (Goethe, Mozart, Nietzsche, Heidegger, Einstein), que la tradición del pensamiento liberal en España asimiló por mediación de la obra de los krausistas, de Ortega y Gasset y sus discípulos. Los alemanes anclaron las expresiones abstractas del pensamiento en la circunstancia, el cuerpo, en la genética diríamos hoy, en un lugar concreto. Esto hace que el hombre sea considerado en su historia, en vez de cómo hace Bloom en un continuo eterno de la humanidad absolutamente injustificable. Steiner mira el presente con la riqueza de múltiples lecturas del hacer intelectual abierto del pasado; Bloom quiere que recreemos el presente en clave de las grandes creaciones canónicas del ayer.
El libro de hoy complementa la espléndida autobiografía de Steiner, Errata: El examen de una vida (1997). Allí el profesor de Ginebra explicó con sumo detalle cómo fue su educación, desde su multilingöismo hasta sus orígenes judíos, y lo que su religión y cultura aportaron a su formación literaria. Aquí, como bien anuncia el título, hablará de qué libros dejó sin escribir, en parte porque de ciertos temas quizás no sabía lo suficiente. Los lectores tendremos que conformarnos, qué remedio, con estos magníficos ensayos, que ofrecen una lección magistral de flexibilidad mental, o dicho en otras palabras, de inteligencia, tanto al desconocedor de los asuntos tratados como al crítico.
Los temas abordados en el volumen son siete. En el primer capítulo, “Chinoiserie”, comenta una cuestión que en principio parece, como él mismo reconoce, borgeana. Habla de la obra de Joseph Needham, autor de un libro sobre la cultura y la civilización chinas, iniciado hacia 1937, donde este profesor de Cambrige, conocedor profundo de la lengua y la cultura chinas, valora la aportación de la gran cultura asiática a los conocimientos universales. Sabido resulta que la ciencia china difiere notablemente en su evolución y carácter de la occidental. La nuestra se asienta en la tradición lógico-matemática griega (Aristóteles, Euclides), continuada por el racionalismo (el eje Descartes-Heidegger) y por la ciencia experimental (Newton-Einstein), y que en lo que se refiere al hombre moderno halla su base en la época de la Ilustración, mientras la suya dependía más de fenómenos inexplicables.
La diferencia china consiste, según Needham, en que mientras las teorías occidentales miraban al hombre y a la naturaleza desde fuera, y por ello las ciencias experimentan con la naturaleza, los chinos situaban “al hombre dentro de unas armonías receptivas […] que no había que ‘forzar’ ni diseccionar”. (pág. 32). Los occidentales usamos a la naturaleza, mientras los orientales se insertan en ella. Mas los datos aportados por Needham han envejecido hoy, y lo que queda de ese enorme monumento se asemeja a lo que ocurre con las novelas de Balzac o de Proust, Ellas también fueron escritas utilizando numerosos datos tomados de la realidad o rememorados, pero la grandeza de esas obras, como en el caso de Needham, reside menos en los datos que en su carácter de monumentos intelectuales. Pasa algo semejante con la obra de nuestro Menéndez Pelayo.
Los siguientes ensayos se titulan “Invidia” y “Los idiomas de Eros”. El primero explora la envidia suscitada a Cecco d’Ascoli por Dante. Cecco escribió L’Acerba, una epopeya donde conjugaba la poesía con la ciencia, que gozó de un éxito notable en su tiempo. La fama, en cambio, le perteneció y pertenece a Dante. Caso parecido al de Salieri y Mozart. Y Cecco sufrió de la envidia; quizás un libro dedicado a los mordiscos del rencor le hubiera restituido su justo valor, pero nunca fue escrito. El segundo, dedicado a los lenguajes amorosos, aborda con una enorme casuística y riqueza de observaciones las expresiones que se emplean en el trato amoroso, sexual. Hay un punto en el que disiento del maestro, cuando dice que le hubiera gustado explorar mejor las diferencias de sentimiento existentes al hacer el amor en diferentes idiomas; él lo ha hecho en cuatro. Mi modesta experiencia sugiere que el punto esencial es que la intimidad amorosa y sexual se alcanza igual aunque el amor se haga en una lengua extranjera.
“Sión”, el cuarto texto del volumen, expone una teoría sobre la identidad, el quién soy yo, por el que se pregunta todo judío. Según avanzamos en la lectura advertimos que Steiner ha variado un poco su manera de plantear el asunto. Es como si lo presentara desde numerosos puntos de vista. Lo enfoca desde el nacionalismo, el uso del hebreo, la visión ortodoxa, la riqueza escritural de los judíos, la textualidad como signo o emblema de tribu, y varias otras perspectivas adicionales. Esta visión plural le ha impedido residir con su familia en Israel, donde el nacionalismo que exige, según él, una identidad fija, estrecha la vivencia esencial de ser judío: el existir en una constante inquietud crítica del entorno, produce la sensación de vivir en un exilio permanente. Steiner ausculta la naturaleza propia y la humana en general con una valentía inusual, como cuando habla del inherente egoísmo de nuestra conducta natural.
Los tres capítulos finales, “Cuestiones educativas”, “Del hombre y la bestia” y “Petición de principio”, ponen el broche de oro. El primero debería ser lectura obligada para los interesados en la enseñanza media, ahora que el acuerdo político de Bologna ha conseguido que la educación europea haya aceptado rebajar su calidad a los niveles norteamericanos. El futuro está claro, se adivina observando el panorama educacional de la América anglosajona, donde millones y millones de universitarios desconocen las mínimas reglas de escritura y de las ciencias, incapaces de hablar una lengua extranjera, guiados por docentes de ínfima calidad. El éxito económico se ha erigido en el único bien deseable, que permite hacer lo que la publicidad manda. Las imágenes de David Beckam y Madonna resultan mejor conocidas que las creadas por Miguel ángel. Les escojo esta perla. “Está disminuyendo la comprensión de las oraciones subordinadas, al igual que el vocabulario que se posee”. (pág. 160). La escritura y las matemáticas cada vez se simplifican más, y la biogenética queda como reducto para escogidos.
Steiner ha sabido en este libro abordar las grandes cuestiones de nuestro tiempo, los libros que nunca escribió, porque jamás supo cómo se respondían, y los libros exigen un cierre. Lo que ha hecho aquí es lanzar ideas y describir las que caen de cara. Este ejercicio ensayístico exige un hombre muy entero, que se atreve incluso a plantear las relaciones del hombre y el reino animal, para indagar como “ese ‘estremecimiento en las entrañas’, ese pasajero calor y arrebato de vitalidad (el coito) no son sólo materia de mito” (pág. 194), sino que pueden ser entendidos como parte de nuestros impulsos animales. Su hombría se demuestra asimismo en el cierre del volumen, cuando confiesa que nunca ha votado, aunque no conoce una forma política mejor que la democracia, y que además vive con la soberana ausencia de un no creyente.
Las páginas de Steiner me confirman que la crítica tiene un puesto importante entre las artes narrativas. Demasiadas páginas literarias que acuden a mi memoria palidecerían si se las comparase con éstas.
La política como colonia nudista
La “Petición de principio” de Steiner
En el último capítulo del libro, Steiner explica cómo: “Quienes tienen la generosidad de interesarse por mi trabajo o son contrarios a él han planteado con frecuencia la misma cuestión [...] ya con vacilante cortesía, ya en tono de reproche: “¿Cuáles son sus ideas políticas? En todos sus escritos sobre historia y cultura, sobre educación y barbarie, ¿por qué no hay ninguna franca declaración de su ideología política? ¿Qué postura toma realmente?”. Sé que este desafío y el malestar que implica son legítimos. Lo que es peor: sigo sin estar seguro en cuanto a las raíces psicológicas de mi reticencia o evasiva. [...] Lo que creo que es fundamental es mi obsesión con la privacidad. Por definición, la causa y el compromiso políticos son públicos, res publica. En lo esencial, lo político es la negación de lo privado, aunque bien puede ser que constituya el marco que lo hace posible. [...] La retórica política y los espectáculos políticos, ya sean democráticos, ya sean totalitarios, se asemejan a una colonia nudista”.