Image: La ninfa inconstante

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Letras

La ninfa inconstante

Guillermo Cabrera Infante

9 octubre, 2008 02:00

Guillermo Cabrera Infante. Foto: Conchitina

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2008. 283 pp., 21 e. Leer extracto

La fotografía de la solapa de esta edición de la novela póstuma del cubano, residente en Londres desde 1966, nos muestra la figura de un joven con gafas oscuras y abundante cabello negro. Corresponde a un desconocido Cabrera Infante en la azotea de la revista "Carteles" en 1957. Contaría entonces alrededor de veintiocho años (había nacido en Gibara, en la provincia de Oriente, en 1929) y éstos serán los elegidos para la acción de este relato donde volverá a servirse del registro autobiográfico. Tras su fallecimiento en la capital británica, en febrero de 2005, se difundió la noticia de la existencia de una novela inédita que ahora ve la luz. Cabe añadir que los personajes se sitúan desde el recuerdo en La Habana de aquellos años.

El autor vuelve así, tras su espléndida La Habana para un infante difunto (1979), a recuperar una juventud perdida y el mitificado escenario de una ciudad que se convertiría en "el centro de mi universo. En realidad era mi universo. Una nébula clara. Recorrerla era un viaje por la galaxia. En el cielo había dos soles" (p. 21). El instrumento del que se servirá el autor-protagonista-narrador será la memoria. Abre el libro una advertencia que justifica el mecanismo elegido: "Según la física cuántica se puede abolir el pasado o, peor todavía, cambiarlo. No me interesa eliminar y mucho menos cambiar mi pasado. Lo que necesito es una máquina del tiempo para vivirlo de nuevo. Esa máquina es la memoria. Gracias a ella puedo volver a vivir ese tiempo infeliz, feliz a veces. Pero, para suerte o desgracia, sólo puedo vivirlo en una sola dimensión, la del recuerdo" (p. 11).

Como indica ya el título, La ninfa inconstante, vendrá a presidir con un deje nostálgico la recuperación de un tiempo en el que confluyen la juventud, la efervescencia urbana y el amor. Estela Morris, su protagonista, mantiene cierto paralelismo con aquella "niña mala" (Travesuras de la niña mala, 2006) de la novela de Mario Vargas Llosa. El protagonista vivirá intensamente su descubrimiento y sus ardientes amores iniciales, cuando ella todavía no ha alcanzado la mayoría de edad. Poco después se describirá su transformación en mujer y sabremos, dada la distancia desde la que se narra, algunos detalles de su futura evolución, de sus posteriores parejas, de su inclinación al lesbianismo y hasta de su muerte. Sin embargo, el autor ha elegido un momento preciso, puntual, del desarrollo de su personalidad, el que coincide con su oficio de periodista en la revista "Carteles" en el marco de una ciudad lúdica, como su mismo arte de narrar. En gran medida los aciertos de su elaboración textual residen en el juego del espléndido lenguaje narrativo que ya conocíamos de sus novelas anteriores, aunque aquí tal juego resulte más intenso. Abundan las cacofonías, las distorsiones de frases hechas, los juegos de palabras, su personal sentido del humor, la utilización de citas de diversos autores que el lector ilustrado podrá advertir, personajes novelescos y cinematográficos (es de sobra conocida su afición y dedicación al cine). El ingenio de un Cabrera Infante culto que entiende la novela como una fórmula de la autobiografía y ésta como parte de un ensayo sobre el significado de la existencia. Merecería ser anotado para no perderse en la intrincada selva de las alusiones. No desdeñará ni siquiera las greguerías (p. 157) y subyacerá en la historia amorosa un argumento próximo al bolero, sustrato folklórico, constante y fórmula narrativa que explicitará muy a menudo. Cuando el protagonista, casado y con hijos, conoce a esta muchacha ya nos advierte: "ya que soy el narrador tendré que hacer el papel de villano". Por consiguiente, entre la compleja relación que se establecerá, en el fugaz amor a primera vista, nunca se recurrirá a fórmulas morales.

Guillermo Cabrera Infante tratará de evadirse del esquema que trazó en su día Vladimir Nabokov con su ejemplar Lolita, aunque la trama inicial muestre un natural paralelismo. No aparecerá aquí, sin embargo, el sentido moralizante de la sociedad estadounidense, sino el liberalismo erótico-sentimental cubano. En realidad, la frágil trama amorosa (porque de novela de amor y desamor se trata) es una mera excusa para recrearse en La Habana perdida y ubicua: "Bajamos por la calle O hasta 23, la esquina marcada por una exhibición de autos ingleses: Austin Healy, MG (las iniciales son inolvidables), etcétera. Caminamos por 23 arriba para pasar por delante del edificio Alaska y, enfrente, cruzando la calle, estaba la vidriera de Chryslers y Cadillacs. Seguimos por el costado del edificio Radiocentro, esa ballena varada en la costa. Allí, en la esquina estaba, como todas las noches, El Artista Cubano…" (p. 54). éste será uno de los múltiples paseos urbanos de los amantes que habrán de permitirle describirnos las líneas de autobuses, los restaurantes, las pensiones, los hoteles, las playas, los night clubs, los barrios en los que discurre la acción. Incluso se incluye un callejero (p. 177) o se alude a la decadencia del hotel Trotcha en El Vedado ("No era su esplendor (que ocurrió en el siglo pasado) sino su decadencia lo que me fascinaba. Era como una metáfora sin sentido literal pero literario gracias a mi habilidad de encontrar parecido entre cosas dispares" (p.200).

La capacidad asimiladora de cuanto le rodea y aún de sí mismo le permitirá aprovechar el título de su novela "¿Vista del amanecer en el trópico?" (p. 125) y, de nuevo en la p. 245, para describir los ojos de aquella "niña prodigio": "Sus ojos pálido ópalo, eran de un claro atardecer en el trópico y pronto se sumirían en una noche oscura con fosforescencias peligrosas" (p. 243), capaz de servirse de la ironía en cualquier circunstancia: "A esa desdicha- da hora de las seis de la mañana, hora pro novios, salimos a la calle".

Pese a las circunstancias históricas en las que se sitúa la novela, apenas si aparecen menciones políticas, salvo en las páginas 222 y siguientes, cuando el protagonista precisa el tiempo narrativo: "No habían pasado seis meses del asalto al Palacio Presidencial, que terminó entre sangre y el fracaso". Habrá de servirle para describir a Olga Andreu que pretendía saber la opinión política del narrador y de su íntimo Branly. Tras mencionar que había ya aparecido, a sus dieciséis años, en otro de sus libros, describirá a la muchacha comiéndose las uñas de los pies: "Olga era muy limpia pero lo de comerse las uñas de los pies era, ¿como diría?, un gesto in extremis" (p. 223). La trama desemboca en el desamor, casi en el olvido. Cuando se rememora la figura de Estela, ella ya ha desaparecido: "Nos salvará este paraíso, nos condenará este infierno: un libro, la vida. De verdad, verdugo nunca fue mi tarea más temida, y encontré entre las cenizas de mi amor, su corazón intacto.// No fue un solo verano de felicidad, sino un verano todo de miseria y furia y fuego." (p. 270). El juego verbal, la intertextualidad y el humor caracterizan esta brillante novela. Todo parece conducir hacia una reflexión sobre la esencia de la cubanidad, de la que se ocupó en obras anteriores. El narrador -o el mismo autor- nos confiesa: "Participo de la paranoia nacional y aun de la esquizofrenia nativa de haber sido un país esclavista que se convirtió en una nación mulata con el negro como recuerdo del esclavo: el país se hizo todo mestizo/…/ Lo peligroso del cubano es que es un esclavo liberado" (p. 278). No será el sexo lo que convierta el descubrimiento en pasión. Tan sólo una vez, proclama, hicieron el amor (se sirve en la ocasión del cubanismo "singar"). Sin embargo, la describe sensualmente: "…llevaba el sexo literalmente a flor de piel. La piel dulce. Con labia en su cuerpo. Grandes labios, breves labios" (p. 146).

Las alusiones a filmes, a citas, a títulos de obras, a personajes literarios, como el poeta modernista colombiano Barba-Jacob, la anécdota de Ruskin, la mención de un verso de García Lorca u otro de Miguel Hernández, Belmonte y Sevilla o el tío de Branly, en su piso transformado en un santuario de recuerdos nazis, enriquecen una historia tamizada por la sensibilidad nostálgica del autor, capaz de asomarse con una sonrisa al despropósito o tratar, como un poeta, sus descripciones hasta quebrarlas: "Ah, bella blonda, monda y lironda. O monda sola. Ella, rubia, se doblaba sobre la guitarra amarilla mientras Branly ejecutaba, ése es el verbo, un bolero, [triste como la tarde], cantó" (p. 167).

"La realidad son los otros"

En las últimas páginas de La ninfa inconstante, Cabrera Infante da una vuelta de tuerca a la afirmación de Sartre de que "el infierno es la mirada del otro" al afirmar "la realidad son siempre los otros. Aun los del otro lado de la página. Sobre todo los del otro lado. No me reconozco ni en los espejos ni en foto. Hay una imagen ideal mía que no aparece por ninguna parte. Quisiera verme como me ven, pero eso, lo reconozco, es perfectamente imposible. Donde dije perfectamente, podría decir imperfectamente. No me veo, me ven los otros". Y termina el libro con otra declaración de principios: "Un gran poeta ha dicho que no hay mayor dolor que recordar el tiempo

feliz en la desgracia. Y el dolor desgraciado visto desde la felicidad, ¿qué dolor da. [...]. Es

decir, me voy a sentir. Porque todo pasa en el recuerdo, o más bien ha pasado en el tiempo".