Image: Catherine Millet. La otra vida de Catherine M.

Image: Catherine Millet. La otra vida de Catherine M.

Letras

Catherine Millet. La otra vida de Catherine M.

Adelantamos las primeras páginas de Celos, el nuevo libro de la la polémica escritora francesa

19 febrero, 2010 01:00

Catherine Millet

La escritora francesa Catherine Millet, autora de la polémica novela La vida sexual de Catherine M., que vendió casi tres millones de ejemplares en su país y se tradujo a más de 40 idiomas, vuelve al escándalo con Celos. La otra vida de Catherine M. (Anagrama/Empúries), donde explica la crisis que pasó al descubrir que su marido tenía una vida sexual extramatrimonial tan activa como la suya. Así empieza el libro...

Resumen
Si uno no cree en la predestinación, tiene al menos que admitir que las circunstancias de un encuentro, que por comodidad atribuimos al azar, son de hecho el resultado de una incalculable serie de decisiones tomadas en cada encrucijada de nuestra vida y que secretamente nos han orientado hacia él. No se trata de que hayamos buscado, ni siquiera deseado, aunque sea en el fondo de nuestro inconsciente, todos nuestros encuentros, incluso los más importantes. Más bien, cada uno de nosotros actúa como un artista o un escritor que construye su obra mediante una sucesión de elecciones; un gesto o una palabra no determinan indefectiblemente el gesto o la palabra que sigue, sino que, al contrario, obligan a su autor a una nueva elección. Un pintor que ha dado una pincelada de rojo puede optar por extenderla yuxtaponiendo otra de violeta; puede hacerla vibrar con un trazo de verde. A fin de cuentas, por más que se haya puesto a trabajar con una idea del cuadro en la cabeza, la suma de todas las opciones que haya escogido, sin haberlas previsto todas, producirá un resultado distinto. De este modo dirigimos nuestra vida, por medio de un encadenamiento de actos más deliberados de lo que estamos dispuestos a reconocer -porque sería un fardo excesivamente pesado asumir toda la responsabilidad de los mismos-, y que sin embargo nos ponen en el camino de personas que no pensamos que se dirigían hacia nuestro encuentro desde hacía tanto tiempo.

¿De qué manera la figura de Jacques se inscribió por primera vez en mi campo de visión? Sería incapaz de decirlo. Por lo demás, ya he contado que lo que me cautivó fue el tono de su voz, escuchado a través del doble eco de una cinta magnética (era una grabación...) y del teléfono (a través del cual me transmitían esa grabación). En cambio, no he conservado de él en mi memoria un recuerdo de su llegada a mi vida. Hecho curioso, puesto que soy una persona dotada de una excelente memoria visual, mientras que no poseo el menor oído. Quizá precisamente porque lo tengo poco ejercitado conseguí aislar una de las raras ocasiones en que fue sensible; mi vista, por el contrario, está tan solicitada y se concentra con facilidad en tantos detalles, a veces, se diría, sin discernimiento, que suelo compararme con esos locos que no pueden seleccionar y ordenar las señales visuales que les llegan del mundo exterior. Por eso mi primera imagen relacionada con Jacques es una Gestalt, y su presencia es como una masa oscura, densa, indisociable de un espacio más claro, blanco o más bien de color crema, exiguo, delimitado en su profundidad -de esto me acuerdo perfectamente- por una plancha clavada en la pared, que servía de superficie de trabajo, y una puerta que daba acceso a unos servicios.

Debo decir que estábamos obligados a concentrarnos en una página de catálogo donde figuraba un texto suyo y en la que debíamos corregir una errata. Trabajamos varias horas, sentados uno al lado del otra en el estrecho local. Vuelvo a ver la página, el texto impreso con caracteres que imitan los de una máquina de escribir. Vuelvo a ver igualmente, en casa del amigo adonde me ha llevado a cenar después de una sesión aburrida, la cama que servía de sofá y sobre la cual se prolongaba la velada; incluso todavía distingo la cara de uno o dos de los demás invitados. Pero lo que diferencia en aquel momento a la persona de Jacques no es tampoco su imagen, sino el gesto tan discreto que tuvo, el roce de mi muñeca con el reverso de su dedo índice. Las condiciones de este recuerdo me permiten constatar un fenómeno que he observado en los momentos en que se moviliza el placer carnal: mi mirada parece prestar más atención al entorno que al objeto mismo de mi deseo. De hecho, es un reflejo que todo el mundo tiene en sociedad para despistar, y que añade al placer del contacto el del disimulo: clavamos intensamente la mirada en la del vecino de la derecha para ocultar mejor que el de la izquierda nos acaricia el muslo por debajo de la mesa. Pero ¿no sucede también que la deleitación de un sentido nos vuelve generosos y que, en aquel caso, mientras mi piel percibía el contacto de una mano de hombre de una dulzura cuyo equivalente yo no conocía ni conocería, bien podían mis ojos consagrar toda su curiosidad a sus amigos?

La imagen aparece lentamente en el fondo de la cubeta de revelado de los recuerdos. Me acuerdo sin vacilación de la postura de nuestros cuerpos a la mañana siguiente en la cama de Jacques, mientras una voluble exposición de nuestra persona social, como ocurre a menudo en estas circunstancias, sustituía a la exposición precipitada de nuestras personas físicas, y aunque aún soy capaz de evaluar el nivel de la claridad de la luz en la habitación durante aquel intercambio, sólo en recuerdos más tardíos veo afirmarse su silueta y dibujarse los rasgos de su rostro.

Es significativo que en los recuerdos que se remontan a una época en que nuestra relación es asidua y está ya establecida, esta imagen no sea una visión cercana, que podría ser el dibujo de su cara, con la expresión de sus ojos o de su boca, sino en principio un plano general: por ejemplo, le veo estacionar la moto en la acera de enfrente y le observo todo el tiempo que tarda en cruzar la calle, veo cómo su cuerpo se destaca de la ola oscilante de los demás transeúntes y se acerca a la terraza del café donde le espera un grupo del que formo parte. Me parece que es entonces cuando advierto el rectángulo alargado muy ligeramente y bastante regular de la cabeza, tanto más visible porque tiene el pelo corto y su cráneo comienza a despoblarse. Concuerda con esta geometría el busto fornido -los hombros, la cintura, los flancos parecen tener casi la misma medida-, acentuado por la camisa holgada. Dicho de otro modo, para que sus rasgos se grabasen en mí necesitaba tomarme tiempo y un poco de distancia, en sentido estricto, como esos pintores que trabajan a la antigua y retroceden unos pasos para apreciar mejor su motivo, sus relaciones de proporción con el entorno y sus efectos de contraste.

No tenía, por tanto, un láser en lugar de unos ojos que, traspasando la niebla del mundo, recortara inmediatamente la figura de Jacques Henric. Por más que hubiera conservado de la infancia la costumbre de fantasear, mi imaginación sabía cuál era su umbral, y nunca habría transferido a mi vida la imagen ideal de un hombre al que hubiera imaginado y después proyectado en los rasgos de un hombre conocido. Yo tenía veinticuatro años; había nacido en un barrio de la periferia parisina, en un medio sin muchas perspectivas y del que había huido a los dieciocho con el único equipaje de mis lecturas; tenía, por tanto, necesidad de ampliar la realidad y me entregaba a la excitación de descubrir nuevos ambientes, al igual que otros, en aquel mismo momento, se lanzaban con la mochila a las carreteras. Los mochileros no se desprendieron de la mochila enseguida. Del mismo modo, mi ojo tenía que «fotografiar» muchos grupos antes de que naciera el deseo de rodear con un círculo una de las cabezas que aparecían en ellos. Los fórmulas románticas no eran para mí; siguen sin serlo y nunca diré que reconocí a Jacques entre mil; no, más bien hacía falta conocer a mil para saber que con él se trataba de una relación anclada en un sentimiento cuya naturaleza y perennidad no eran comparables con otras. Tal como hacemos delante de un cuadro que oculta una anamorfosis y que, al primer vistazo, parece banal, sólo intrigante, buscando el punto de vista exacto del que emergerá, a partir de varios elementos dispersos, y gracias a las leyes ópticas, un objeto coherente que nos maravilla, primero yo debía elegir mis referencias en la vida para, tras haber espigado visiones diferentes de un hombre en circunstancias que no le destacaran especialmente, reunirlas y ver perfilarse en mi camino al hombre que me conmovería como ningún otro.

Por parte de Jacques, hubo aquel gesto, tan poco demostrativo, de la caricia apenas perceptible de su dedo doblado. Por mi parte, no tengo el recuerdo de un movimiento especial. Después de la cena le acompañé a su casa. ¿Tuvo que mostrarse más explícito para que yo me sintiera invitada? No es seguro. Por entonces yo vivía así. No he conservado rastro del trayecto entre el apartamento del amigo que nos había invitado y el estudio donde vivía Jacques. ¿Los viajeros se interesan todavía por la mitad de su trayecto? En el proyecto que albergo, en estas primeras páginas, de rememorar las condiciones de mi encuentro con el hombre con quien comparto mi vida, lo que me viene a la memoria es el comienzo del viaje, atrás, muy lejos. El vivo inicio del movimiento cuya onda lejana es el hecho de acompañar a Jacques aquella noche; una carrera a través de un jardín de la que voy a referir las circunstancias.