Image: Tarde o temprano (Poemas 1958-2009)

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Letras

Tarde o temprano (Poemas 1958-2009)

José Emilio Pacheco

23 abril, 2010 02:00

José Emilio Pacheco, premio Cervantes. Foto: Archivo

Tusquets. Barcelona, 2010. 840 páginas, 28 euros

El visceral inconformismo del poeta le canoniza como un clásico. Tusquets publica las dos últimas novedades editoriales del premio Cervantes, la antología Tarde o temprano (Poemas 1958-2009) y la novela recuperada Las batallas en el desierto.

Deberíamos odiarlo, pero no podemos. Y deberíamos, porque José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939) es una de esas personas que nos hacen sentirnos a todos unos vagos sin talento. Pero no podemos, porque Pacheco es un excelente poeta. Y a ésos se los ama, siempre.

Pacheco lleva buena parte de sus casi 71 años enseñándonos lo que ocurre cuando el ser humano decide practicar la inspiración al mismo tiempo que la transpiración. Nadie que no haya nacido con ello (que diría el eslogan) es capaz de versos como "Ya devorado por la tarde el tigre/ se hunde en sus manchas, sus feroces marcas,/ legión perpetua que lo asedia, hierba,/ hojarasca, prisión/ que lo hace tigre". Pero tampoco resulta verosímil que un escritor dicte a la literatura el par "Hoy rompo este dolor en que se yergue/ la realidad carnívora e intacta" sin haber medido obsesivo-compulsivamente sus palabras y sus pausas y los ritmos de su poesía y de su corazón. No tienen ustedes que fiarse de nuestras dudosas opiniones: además de poeta de 14 libros, Pacheco es novelista, cuentista, ensayista (los -istas los cumple todos), traductor de monstruos (Beckett, Eliot) e hiper- activo militante de las brigadas periodística, editorial y académica. Por decirlo en términos simples, Pacheco hace cosas.

Y algunas de las mejores que ha hecho nos contemplan desde las 840 páginas de Tarde o temprano (Poemas 1958-2009), medio siglo y un año de pura Mexicopoesía. Significativamente, si 1963 abre la veda con Los elementos de la noche, el cazador no acaba de descargar el arma hasta hace apenas unos meses con La edad de las tinieblas. Noche y tinieblas: Pacheco es un poeta oscuro. A veces lo es con timidez, en silencio: "De noche los ratones poseen/ tus orgullosas propiedades./ Los mosquitos lancean el cuerpo que amas./ Las cucarachas burlan tus medidas higiénicas./ Malos sueños afrentan tu respetabilidad./ Bajan los gatos a orinar tu soberbia". Es lo que convencionalmente se conoce como el Pacheco de lo cotidiano.

Pero momentos hay en que el hombre levanta la vista del suelo y la vuelve hacia lo alto o hacia sí mismo, y en ambas direcciones sus ojos se tropiezan con un Apocalipsis que, de hecho, comenzó allá por el Big Bang: "ciudades vencidas", "tierra calcinada", carroña de carroñeros, lluvia y relámpago, valles últimos, palabras rotas. Sólo un depredador de la verdad puede acumular tanto horror en 13 versos sin sonar tremendista ni hiperbólico, sino honesto. Lo es con la realidad que padecemos: de ahí que ironice sobre ese homicidio glorificado que hemos dado en llamar guerra ("Es una inmensa dicha hacer fuego./ Desde luego lo siento por los caídos").

Ficciones de espanto
Pero no es menos veraz al reescribir las ficciones de espanto que inventamos para sobrevivir a la vida. Si Homero imaginó a una hechicera romántica que convertía hombres en ganado, Pacheco acerca el oído a sus hocicos y escucha: "Disfruta, Circe, la pasión de tus cerdos./ Paga en amor la humillación de tus cerdos". Se trata de cambiar de postura, ceder el micrófono, considerar otra posibilidad. Esto, y no la técnica, canoniza al mexicano como un clásico: su visceral inconformismo. Pacheco no se está quieto no porque esté mal donde está, sino porque se pregunta cómo se estará en otro sitio. El poeta desea cosas sencillas: sentir, saber, seguir deseando sentir y saber. Después de todo, la muerte bien podría definirse como una limitación de la voluntad. O lo que es lo mismo, pero mucho mejor expresado: "Sólo en el confinamiento entendemos/ que vivir es tener espacio". Y mientras otros cantan el poder absoluto de la muerte sobre las criaturas vivas, el mexicano la desposee de su leyenda y la vuelve perecedera, humana, paradójicamente mortal. Porque todas las cosas de este mundo, muerte incluida, "perduran matando, como nosotros".

Con Eduardo Lizalde, Pacheco comparte generación (la de los 50) e instinto de fiera noble: su poesía nos acecha, nos amenaza, y nosotros nos dejamos querer. Premio Cervantes que al propio Cervantes hubiera entusiasmado, el tigre de Ciudad de México nos inflige dolor y el castigo de recordarnos nuestra humanidad sin redención. Pero, en su infinita crueldad, el animal sigue siendo igual de bello. Los lectores somos confiados, buenas personas. Abramos el libro por una página cualquiera: también ahí habita la bestia. Consintamos en rendirnos al pánico de que los poetas nos muestren quiénes somos, y que eso no es necesariamente lo que esperábamos. Que empiece la cacería.

Amor punible

Por los tiempos de la poliomielitis y la fundación del Estado de Israel, en un país en blanco y negro donde es tarea primordial de un gobernante enriquecerse; donde el orgullo de clase fomenta el menosprecio del trabajo manual; donde el mismo estamento religioso que condena la masturbación bendice la pobreza; donde constituye un signo de categoría social el que un padre de familia fecunde amantes de extracción social humilde y los hijos haraganes violen a las criadas; donde los escolares imitan las guerras del mundo en el patio del colegio; en dicho país, pongamos México, sucede un escándalo indebido. Un niño se fascina con una mujer hermosa, madre de un compañero; escapa de la escuela y le participa su obsesión.

José Emilio Pacheco, autor de esa fábula que acaba mal, escribe: "El amor es una enfermedad en un mundo en que lo único natural es el odio". Fernando Aramburu