Primer capítulo de Un traidor como los nuestros
John Le Carré
1 octubre, 2010 02:00John le Carré
Al despuntar el día de su trigésimo aniversario, hacía ya tres meses, se desencadenó en Perry un cambio vital que, de manera inconsciente, venía fraguándose en él a lo largo del último año poco más o menos. A las ocho de la mañana, sentado con la cabeza entre las manos en su modesto estudio de Oxford, después de correr doce kilómetros que de nada habían servido para mitigar su sensación de calamidad, llevó a cabo un acto de introspección a fin de saber cuáles eran sus logros personales una vez concluido el primer tercio de su vida natural, aparte de encontrar un pretexto para no aventurarse en el mundo más allá de las agujas de ensueño de esa ciudad.
¿Por qué?
Visto desde fuera, lo suyo era el colmo del éxito académico. Hijo de dos profesores de secundaria a quienes el activismo político había privado de una mejor posición, formado siempre en la enseñanza pública, llega a Oxford procedente de la Universidad de Londres colmado de honores académicos y ocupa una plaza por tres años, que le otorga una antiquísima y rica institución universitaria orientada al máximo rendimiento. Su nombre de pila, reservado tradicionalmente a las clases altas inglesas, procede de un prelado metodista del siglo xix, Arthur Peregrine, de Huddersfield, proclive a las soflamas incendiarias.
En los períodos lectivos, durante los ratos que no dedica a la labor docente, descuella como corredor de campo a través y deportista en general. En sus tardes libres, echa una mano en el área juvenil del centro cívico local. En vacaciones, conquista difíciles cimas y acomete escaladas más que respetables. Y sin embargo, cuando la universidad le ofrece una plaza fija -o lo que es lo mismo, desde su ácido modo de pensar actual, la prisión a perpetuidad-, se resiste. Una vez más: ¿por qué?
El trimestre anterior había impartido un ciclo de charlas sobre George Orwell bajo el título "Una Gran Bretaña asfixiada", y hasta él se había alarmado de su propia retórica. ¿Habría considerado Orwell posible que las mismas voces sobrealimentadas que lo acosaban en la década de los treinta, la misma lesiva incompetencia, la adicción a las guerras extranjeras y la presunción de prerrogativas perdurasen aún, tan campantes, en 2009?
Al no detectar respuesta alguna en los perplejos rostros de los alumnos, la proporcionó él mismo: no, Orwell no se lo habría creído, categóricamente. O si se lo hubiera creído, se habría echado a la calle. Habría roto no pocos cristales.
Discutió el asunto a fondo y sin miramientos con Gail, su novia desde hacía ya tiempo, tumbados ambos en la cama después de una cena de cumpleaños en el piso de Primrose Hill, que ella había heredado de su padre, y que este, por lo demás sin blanca, había comprado a precio de ganga cuando la zona andaba de capa caída.
-No me gustan los profesores de universidad, ni me gusta serlo yo. No me gusta el mundo académico, y si no vuelvo a ponerme nunca más esa toga del carajo, me sentiré un hombre libre -declaró en su reniego, dirigiéndose a la mata de pelo trigueño plácidamente instalada sobre su hombro. Y como no obtuvo más contestación que un comprensivo ronroneo-: ¿Qué? ¿Soltar el rollo de Byron, Keats y Wordsworth delante de una pandilla de estudiantes aburridos sin más ambición que sacarse el título, tirarse a quien sea y hacer dinero? Objetivo alcanzado. Eso ya me lo conozco. A la mierda. -Y aumentando las probabilidades-: Ahora mismo, solo una revolución del carajo me animaría a quedarme en este país.
Gail, una abogada joven y animosa en plena pujanza, dotada tanto de belleza como de una lengua muy suelta -a veces un poco demasiado suelta para su propio bienestar, y el de Perry-, le aseguró que ninguna revolución estaría completa sin él.
Los dos eran huérfanos de facto. Si los padres de Perry habían sido la encarnación misma de la abstinencia por principio, los de Gail eran todo lo contrario. Su padre, actor de una inutilidad adorable, había muerto prematuramente a causa del alcohol, tres paquetes de tabaco al día y una pasión inmerecida por su casquivana esposa. Su madre había abandonado el domicilio familiar cuando Gail tenía trece años, y ahora, según se creía, llevaba una vida sencilla en la Costa Brava con un segundo cámara.
La primera reacción de Perry tras su decisión trascendental de volver la espalda al mundo académico -irrevocable, como todas las decisiones trascendentales de Perry- fue retornar a sus raíces. El hijo único de Dora y Alfred se situaría allí donde ellos tenían depositadas sus convicciones. Reiniciaría su trayectoria docente desde el punto en que ellos se habían visto obligados a abandonar la suya. Dejaría ya de jugar a joven promesa de la intelectualidad, cursaría estudios de magisterio como Dios manda, igual que sus padres, sacaría el título de profesor de enseñanza media y solicitaría plaza en alguna de las zonas más desfavorecidas del país. Daría clase de las asignaturas básicas, además de ocuparse de los entrenamientos en cualquier deporte que le asignasen, al servicio de niños que lo necesitaban para alcanzar la realización personal, y no como pasaporte a la prosperidad de las clases medias. Pero Gail no se alarmaba ante esta perspectiva tanto como acaso él pretendiera. Al margen de su firme determinación de situarse en el "crudo centro de la vida", allí seguían otras versiones de él jamás reconciliadas, y Gail se hallaba en buenas relaciones con la mayoría de ellas:
Si, estaba Perry el estudiante autoflagelado de la Universidad de Londres, donde se habían conocido, quien a la manera de T. E. Lawrence cogió su bicicleta en vacaciones y se echó a rodar por los caminos hasta caer rendido de cansancio. Y sí, estaba Perry el aventurero alpino, el Perry que no era capaz de disputar una carrera o participar en un juego, ya fuera las sillas musicales con sus sobrinos en Navidad o un partido de rugby a siete, sin la necesidad compulsiva de ganar. Pero también estaba, para alivio de Gail, Perry el sibarita encubierto que, en inesperados arranques, se entregaba a tal o cual lujo antes de volver sin pérdida de tiempo a su buhardilla. Y ése era el Perry que se encontraba ahora en Antigua, en la mejor pista de tenis del mejor complejo hotelero bajo los efectos de la recesión, aquella mañana de mayo, temprano, antes de que el sol estuviese ya demasiado alto para jugar, con el tal Dima a un lado de la red y Perry al otro, y Gail que, sin más ropa que un bañador, una pamela y un exiguo pareo de seda, permanecía sentada entre la insólita concurrencia de espectadores de mirada mortecina, en apariencia comprometidos por un juramento colectivo a no sonreír ni hablar ni manifestar el menor interés en el partido que se veían obligados a presenciar.
Fue una suerte, en opinión de Gail, que la aventura caribeña estuviese ya planeada antes de la impulsiva decisión trascendental de Perry. El punto de partida se remontaba al tétrico noviembre en que el padre de Perry sucumbió al mismo tipo de cáncer que se había llevado a su madre dos años antes, dejando a Perry, para su bochorno, en una situación de módica holgura. [...]
-Perry, permítame presentarle a mi buen amigo y cliente, el señor Dima, de Rusia -anunció Mark, insuflando un ceremonioso soniquete a su empalagosa voz-. Dima opina que han hecho ustedes un partido fenomenal, ¿verdad que sí? Como buen conocedor del deporte de la raqueta, ha estado viéndolos jugar con admiración, me permito decir, ¿no, Dima?
-¿Jugamos? -propuso Dima con expresión de disculpa, sin apartar sus ojos castaños de Perry, quien para entonces se había erguido ya cuan alto era y permanecía allí inmóvil, un tanto incómodo.
-Hola -saludó Perry con la respiración aún un poco agitada, y tendió una mano sudorosa. La mano de Dima era la de un artesano metido en carnes, con una pequeña estrella o asterisco tatuado en el segundo nudillo del pulgar-. Y esta es Gail Perkins, mi cómplice en el delito -añadió, sintiendo la necesidadde introducir un ritmo más pausado.
Pero Mark el profesional, anticipándose a Dima, dejó escapar un resoplido de aduladora protesta. -¿Cómo que "delito", Perry? -objetó-. ¡Habrase visto, Gail! Han hecho un juego de fábula, las cosas como son. Un par de esos reveses paralelos estaban a la altura de los mismísimos dioses, ¿o no, Dima? Usted mismo lo ha dicho. Lo hemos visto desde la tienda. Por el circuito cerrado.
-Dice Mark que juega usted en Queen's -comentó Dima, su sonrisa de delfín dirigida a Perry, la voz pastosa, grave y gutural, y vagamente americana.
-Bueno, de eso hace ya unos años -respondió Perry, todavía ganando tiempo.
-Dima ha adquirido recientemente Las Tres Chimeneas, ¿eh, Dima? -dijo Mark como si la noticia, por alguna razón, confiriese mayor interés a la propuesta de jugar un partido-. El mejor enclave en este lado de la isla, ¿eh, Dima? Tiene grandes planes para esos terrenos, por lo que hemos oído. Y según creo, ustedes dos están en el Captain Cook, uno de los mejores bungalows del hotel, en mi opinión. Allí se alojaban, sí.
-Pues ya ven: son vecinos, ¿eh, Dima? Las Tres Chimeneas está justo en la punta de la península, al otro lado de la ensenada, enfrente de ustedes. [...]
¿Fue también entonces cuando Perry se fijó por primera vez en los dos hombres blancos que rondaban, ociosos, por la entrada de la pista, uno con las manos relajadamente detrás de la espalda, el otro con los brazos cruzados ante el pecho? ¿Los dos con calzado deportivo? ¿Uno rubio, con cara de niño, el otro moreno y lánguido?
De ser así, fue solo de manera inconsciente, sostuvo de mala gana ante el hombre que se hacía llamar Luke y la mujer que se hacía llamar Yvonne, diez días más tarde, cuando estaban los cuatro sentados a una mesa de comedor oval en el sótano de una bonita casa adosada victoriana en Bloomsbury.
Los había llevado allí un hombre corpulento y afable, con boina y un pendiente, que se presentó como Ollie, pasándolos antes a recoger en un taxi negro por el piso de Primrose Hill. Luke les había abierto la puerta; Yvonne aguardaba de pie detrás de Luke. En un vestíbulo que olía a pintura reciente, con una tupida moqueta, saludaron a Perry y Gail con un apretón de manos; después Luke les dio las gracias por ir, y los condujeron escalera abajo hasta aquel sótano reformado, con su mesa, sus seis sillas y una cocina americana. Las ventanas de cristal esmerilado, en forma de media luna y encastradas en el muro exterior, se oscurecían al pasar por la acera los pies desdibujados de los viandantes.
A continuación se vieron despojados de sus móviles e invitados a firmar una declaración conforme a la Ley de Secretos Oficiales. Gail, la abogada, leyó el texto y se indignó.
-Ni muerta -exclamó, en tanto que Perry, diciendo entre dientes "¿Qué más da?", firmó con impaciencia.
Gail, después de tachar un par de cosas y añadir su propio redactado, firmó bajo protesta. En el sótano, la iluminación se reducía a una única lámpara, de luz tenue, suspendida sobre la mesa. Las paredes de obra vista despedían un leve olor a oporto añejo.
Luke era un cuarentón de aspecto distinguido, bien afeitado y, a ojos de Gail, un tanto bajo. Los espías de sexo masculino, se dijo con una falsa jocosidad suscitada por el nerviosismo, deberían venir en tallas más grandes. Con su porte erguido, su impecable traje gris y unos pequeños cuernos de cabello cano fluctuando por encima de las orejas, recordaba más bien a un jockey amateur de club de campo con su mejor traje.
Yvonne, por su parte, no podía ser mucho mayor que Gail. En la primera impresión, Gail la encontró remilgada pero, a su manera intelectualoide, guapa. Con su insípido traje sastre, el pelo a lo paje y sin maquillar, aparentaba más años de los necesarios y, para ser una espía de sexo femenino -de nuevo conforme al criterio resueltamente frívolo de Gail-, tenía un aire demasiado formal.
-De hecho, pues, no los identificaron ustedes como guardaespaldas -observó Luke, volviendo con avidez su cuidada cabeza para mirar alternativamente a Perry y Gail desde el otro lado de la mesa-. Al quedarse solos, ¿no hicieron ningún comentario? Algo así como "Eh, eso era un tanto raro; parece que el tal Dima, quienquiera que sea, llevaba no poca protección", por decir algo.
¿De verdad es así como hablamos Perry y yo?, se preguntó Gail. Primera noticia.
-Yo sí los vi, claro -admitió Perry-. Pero si la pregunta es: ¿me llamaron de algún modo la atención?, la respuesta es no. Un par de tipos buscando con quien echar un partido, debí de pensar, si es que pensé algo -y pellizcándose la frente con sus largos dedos, muy serio-; o sea, uno no piensa, así sin más, "esos son guardaespaldas", ¿eh que no? Bueno, puede que ustedes sí. Viven en ese mundo, imagino. Pero si uno es un ciudadano de a pie, esa posibilidad ni se le pasa por la cabeza.
-¿Y usted qué me dice, Gail? -preguntó Luke con imperiosa solicitud-. Usted entra y sale de los juzgados a diario. Ve el mundo de la maldad en su más horrendo esplendor. ¿No le despertaron alguna sospecha?
-Debí de pensar que eran un par de tíos dándome un repaso, y eso si es que me fijé en ellos, así que no presté atención -contestó Gail.
Pero Yvonne, ojito derecho del maestro, no tuvo bastante ni mucho menos.
-Y esa noche, Gail, al reflexionar sobre el día, ¿de verdad no se plantearon quiénes eran esos dos hombres de más que rondaban por allí? -¿Era acaso escocesa? Bien podía serlo, pensó Gail, la hija de actores, que se preciaba de un oído infalible para los acentos.
Teníamos allí mismo las estrellas y la luna llena y las ranas toro en pleno apareamiento y la estela de la luna que llegaba casi a nuestra mesa… ¿Cree que íbamos a pasarnos la noche mirándonos a los ojos y hablando de los gorilas de Dima? Vamos, por favor… -Y temiendo haber sido más irrespetuosa de lo que pretendía-: De acuerdo, sí hablamos de Dima… brevemente. Es una de esas personas que se te quedan grabadas en la retina. De pronto era nuestro primer oligarca ruso, y al cabo de un momento Perry ya estaba flagelándose por haber accedido a jugar un partido con él y quería llamar al profesional para suspenderlo. Yo le conté que había bailado con hombres como Dima y que tenían una técnica asombrosa. Al oír eso, ya te quedaste callado, ¿eh que sí, Perry, cariño?
Separados entre sí por una brecha tan ancha como el océano Atlántico que habían cruzado en fecha reciente, y sin embargo dando gracias por poder desahogarse ante dos oyentes curiosos por oficio, Perry y Gail reanudaron la historia.
Las siete menos cuarto de la mañana siguiente. Mark los esperaba en lo alto de la escalera de piedra, ataviado con su mejor equipo blanco y sosteniendo dos botes con pelotas de tenis refrigeradas y un café en un vaso de papel.
-Me temía que se les hubieran pegado las sábanas, encantadora pareja -saludó con entusiasmo-. Vamos bien de hora, eh, no se preocupen. Gail, ¿qué tal está hoy? Como una rosa, si me permite decirlo. Usted primero, Perry. No hay de qué. Vaya día, ¿eh? Vaya día.
Perry encabezó la marcha por el segundo tramo de escalera hasta donde esta torcía a la izquierda. Al doblar el recodo, se topó de bruces con los mismos dos hombres de las cazadoras que la noche anterior deambulaban por allí, los dos que daban un repaso a Gail, según pensó ella, y eso si es que se fijó en ellos. Estaban apostados a ambos lados del arco de flores que, como un pasillo nupcial, daba acceso a la puerta de la pista central, un mundo aparte en sí misma, delimitada por los cuatro costados con vallas de lona y setos de hibisco de siete metros de altura.
Al verlos acercarse a los tres, el rubio con cara de niño dio medio paso al frente y, con una sonrisa desabrida, separó las manos en el gesto clásico de quien va a cachear a alguien. Desconcertado, Perry se plantó cuan alto era, aún demasiado lejos para un cacheo pero a no más de dos metros, con Gail a su lado. Cuando el hombre dio otro paso al frente, Perry retrocedió, arrastrando a Gail consigo y exclamando: -¿Qué demonios pasa aquí?
A efectos prácticos, se dirigía a Mark, ya que ni el cara de niño ni su compañero moreno dieron señales de haber oído la pregunta, y menos aún de haberla entendido.
-Servicio de seguridad, Perry -explicó Mark, restregándose contra Gail al acercarse a Perry para susurrarle con tono tranquilizador-: Rutina.
Perry, inmóvil, alargó el cuello hacia delante y a un lado mientras digería esta información.
-¿Seguridad de quién exactamente? No lo capto. -A Gail-: ¿Y tú?
-Tampoco -coincidió ella.
-El servicio de seguridad de Dima, Perry. ¿De quién va a ser? Está podrido de pasta. Un pájaro gordo a nivel internacional. Estos chicos solo obedecen órdenes,
-¿Órdenes de usted, Mark? -volviéndose y escrutándolo con mirada acusadora a través de las gafas.
-Perry, no diga tonterías. Órdenes de Dima, no mías. Son los muchachos de Dima. Van con él a todas partes.
Perry volvió a fijar la atención en el guardaespaldas rubio.
-Señores, ¿hablan ustedes inglés por casualidad? -preguntó. Y como aquella cara de niño no se inmutó, o acaso se mostrase aún más imperturbable, Perry añadió-: No habla inglés, parece. Ni lo oye, por lo que se ve.
-Por Dios, Perry -suplicó Mark, tiñéndose su rostro de un tono rojo más intenso-. Solo un vistazo a la bolsa, y listos. No es nada personal. Rutina, como le digo. Igual que en cualquier aeropuerto.
Perry se volvió de nuevo hacia Gail.
-¿Tienes alguna opinión al respecto?
-Desde luego que sí.
Perry ladeó la cabeza en la otra dirección.
-A ver, Mark, necesito que me lo aclare bien -explicó, haciendo valer su autoridad pedagógica-. La persona que ha propuesto este partido de tenis conmigo, Dima, desea asegurarse de que no voy a lanzarle una bomba. ¿Es eso lo que dan a entender estos hombres?
-Este es un mundo muy peligroso, Perry. Tal vez usted no se haya enterado, pero los demás sí lo sabemos, y procuramos convivir con ello. Con el debido respeto, le recomiendo encarecidamente que siga el juego.
-Otra posibilidad sería que lo abatiera a tiros con mi Kaláshnikov -continuó Perry, levantando su bolsa de tenis un par de centímetros para indicar dónde guardaba el arma, ante lo que el segundo hombre abandonó la sombra de los arbustos y se situó junto al primero, bien que las expresiones faciales de ambos seguían siendo inescrutables.
-Perdone que se lo diga, señor Makepiece, pero está haciendo una montaña de un grano de arena -protestó Mark. Aquella cortesía suya adquirida con tanto esfuerzo empezaba a ceder gradualmente bajo la tensión-. Tenemos por delante un gran partido de tenis. Estos muchachos cumplen con su obligación y, a mi entender, la cumplen de una manera muy educada y profesional. Francamente, caballero, no entiendo dónde está el problema.
-Ah. El "problema" -reflexionó Perry, eligiendo la palabra como útil punto de partida para un debate en grupo con sus alumnos-. Permítame, pues, que le explique el problema. En realidad, si nos paramos a pensar, los problemas son varios. El primero es que nadie mira dentro de mi bolsa de tenis sin mi permiso, y en esta ocasión no concedo mi permiso. Y tampoco mira nadie dentro del bolso de esta señora. -Señalando a Gail-. Son aplicables las mismas reglas.
-Con todo rigor -confirmó Gail.
-Segundo problema. Si su amigo Dima piensa que voy a asesinarlo, ¿por qué me pide que juegue al tenis con él? -Después de dejar un holgado margen de tiempo para la respuesta, y viendo que no recibía ninguna, aparte de un expresivo sorbetón de aire entre los dientes, Perry prosiguió-: Y el tercer problema es que, de momento, la propuesta es unilateral. ¿Acaso he pedido yo a Dima que me deje mirar dentro de su bolsa? No. Ni lo deseo. Tal vez pueda explicárselo usted cuando le presente mis disculpas. Gail. ¿Y si atacamos ese magnífico bufet de desayuno por el que ya hemos pagado?
-Buena idea -dijo Gail con entusiasmo-. No me había dado cuenta del hambre que tengo.
Se dieron media vuelta, y se alejaban ya escalera abajo, haciendo caso omiso de las súplicas del profesional residente, cuando se abrió la puerta de la pista y Dima, con su voz de bajo, los obligó a detenerse.
-No se me escape, señor Perry Makepiece. Si quiere volarme los sesos, hágalo con la puñetera raqueta.
-¿Y la edad de ese hombre, Gail? ¿Cuántos años le echa?
-preguntó Yvonne, la intelectualoide, tomando nota en su cuaderno con afectada precisión.
-¿El cara de niño? Veinticinco, como mucho -contestó ella, y una vez más deseó encontrar un término medio entre la ligereza y el miedo.
-¿Perry? ¿Cuántos años?
-Treinta.
-¿Estatura?
-Por debajo de la media.
Perry, cariño, si tú mides un metro ochenta y cinco, todos estamos por debajo de la media, pensó Gail.
-Un metro setenta y cinco -agregó ella.
Y el pelo rubio, muy corto, coincidieron ambos.
-Y llevaba una pulsera, una cadena de oro -recordó ella, para su sorpresa-. Una vez tuve un cliente que llevaba una igual. Si algún día se encontraba en un apuro, para salir del paso, desprendería los eslabones, uno por uno, y los vendería.
Con las uñas sin pintar y bien recortadas para mayor comodidad, Yvonne empuja un fajo de fotografías de prensa hacia ellos por encima de la mesa oval. En primer plano, media docena de jóvenes fornidos con trajes a lo Armani da la enhorabuena a un caballo vencedor, con las copas de champán en alto para la cámara. Al fondo, vallas publicitarias en cirílico e inglés. Y en el extremo izquierdo, con los brazos cruzados ante el pecho, el guardaespaldas con cara de niño, la cabeza rubia casi rapada. A diferencia de sus tres compañeros, no lleva gafas de sol. Pero en la muñeca izquierda luce una cadena de oro.
Perry adopta un aire de cierta suficiencia. Gail empieza a sentir náuseas.