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El Nobel que susurra

15 octubre, 2010 02:00

No tengo capacidad alguna para leer el pensamiento ajeno (y no siempre la tengo para leer el propio) pero imagino que la política es la última de las consideraciones que han pesado en el ánimo de los miembros de la Academia Sueca a la hora de conferirle a mi padre este alto honor. Dicen los que dicen saber estas cosas que durante muchos años el premio Nobel le fue esquivo por razones ajenas a la literatura. No sé si es cierto. Pero sí sé que en mi padre la dimensión literaria y la dimensión cívica no son disociables, de manera que no sólo es lícito sino incluso obligatorio interpretar también este reconocimiento al escritor que ha hecho del compromiso con las grandes cuestiones de su tiempo como una valoración del hombre público.

Con ocasión de su ya lejana campaña electoral, allá por 1990, Octavio Paz saludó en él “el matrimonio de la imaginación literaria y la moral pública”. Ese matrimonio, en efecto, asoma siempre en sus novelas, que exploran, como dijo la propia Academia Sueca esta semana, el enfrentamiento del individuo con las estructuras opresivas del poder. Y asoma también en su obra de no ficción. Por “obra de no ficción” entiendo, desde luego, su periodismo, que practica para no quedar confinado dentro de esas paredes de corcho que prefieren los escritores más exquisitos; en sus ensayos, que son una reflexión sutil sobre la libertad; en sus pronunciamientos sobre cuestiones de Estado, mucho menos sutiles y que constituyen siempre tentativas de sujetar al poder dentro de los límites más estrictos para evitar sus estropicios; y, por cierto, en su paso efímero pero determinante por la política peruana. El Perú es hoy un país casi irreconocible para quienes recordamos el escenario-1990-en el que Mario Vargas Llosa fue candidato a la Presidencia. Y ello se debe en buena cuenta a que, habiendo perdido la batalla electoral, ganó la de las ideas.

En el Perú que empieza a florecer hoy económicamente y donde se afianza, poco a poco, la democracia mi padre es un referente tácito. Todos sabemos, aunque no siempre lo digamos, que su defensa de la libertad política y la libertad económica, entonces algo quijotesca, forma hoy parte de un amplio consenso en la clase dirigente peruana. Ese consenso se fue abriendo paso en cámara lenta a medida que la modernización del país iba permitiendo la movilidad social de muchos ciudadanos de condición humilde y el acceso a opciones que antes sólo podían ser soñadas. La modernización peruana, aun insuficiente pero tangible, no hubiese sido posible si mi padre no hubiera instalado en el imaginario de sus compatriotas ciertas ideas que resultaron ciertas.

El flamante Nobel de Literatura es un compañero incómodo. A cierta izquierda que le celebra su defensa de los derechos humanos y la libertad de conciencia, le incomoda su fe en el mercado. A cierta derecha que festeja su demoledora censura del autoritarismo de izquierda, le incomoda que sea también implacable con las dictaduras militares y respete el derecho de la mujer al aborto, el matrimonio gay y la descriminalización de las drogas. El, en cambio, está muy cómodo consigo mismo: en su raciocinio, no hay diferencia entre la libertad económica, la libertad política y la libertad de conciencia.

Hay algo provinciano, es cierto, en que un escritor tenga en América Latina la proyección e influencia de un estadista. En los países avanzados, no suele ser así. Se ve, desde el mundo desarrollado, como algo exótico y anticuado el que un hombre de letras tenga que ejercer de conciencia pública o de tribuno político. Y es cierto: hay algo extraño en todo aquello. Pero, siéndolo, es al mismo tiempo muy real: de allí la estupefaciente cantidad de mensajes de felicitación que han llegado de cubanos y cubanas, venezolanos y venezolanas, a quienes no conocemos, que nos dicen: sentimos como nuestro este premio. No estoy en condiciones de explicar -y tal vez tampoco de entender- exactamente por qué un galardón literario otorgado a un novelista puede avivar en un latinomericano anónimo, en algún rincón del continente oprimido por un tirano, una esperanza de libertad. Sólo sé que es así porque así nos lo dicen, con voz trémula, ellos mismos. Implica que hay algo más que provincianismo y legaña del pasado en el hecho de que un escritor tenga una dimensión cívica significativa en tierras americanas. Para las gentes que sufren ausencia de libertad, el escritor que las defiende es un ser misteriosamente cercano y familiar, y por ello protector.

Me preguntan con frecuencia sobre la evolución moral (política la llaman) de mi padre, que transitó, hace ya muchas décadas, del socialismo al liberalismo. Yo les aconsejo siempre que lean el conjunto de su obra porque allí verán que en su literatura hubo siempre una constante: la exploración del individuo en rebeldía contra el poder en todas sus formas. Aunque el hombre público transitaba del socialismo al liberalismo en los años 70, el creador literario de La guerra del fin del mundo, novela de su etapa liberal, no era muy distinto en sus preocupaciones del de La ciudad y los perros y Conversación en la Catedral, obras de su etapa anterior. La opresión del individuo es un tema que quema los ojos en su literatura más temprana y que sigue siendo central todavía, como lo verán quienes lean, dentro de poco, El sueño del celta.

Mis diferencias con mi padre casi nunca han sido éticas o políticas (más bien deportivas: él es del Madrid y yo del Barca). Fue un padre tolerante y liberal, cuya única decisión autoritaria agradezco: dos horas de lectura diarias todas las mañanas cuando éramos pequeños. Por eso no fue nada difícil, para mis hermanos y para mí, encontrarle sentido, desde que yo era adolescente, a su idea de la moral pública. Lo que él pedía para la sociedad era exactamente lo que practicaba en casa: tolerancia, amplios márgenes de expresión libre, cotejo constante de ideas sobre todos los temas y todas las cosas, desconfianza de la autoridad.

Todas estas cosas, acaso sin que lo sospechen los generosos acádemicos suecos, están también de plácemenes en esta abracadabrante semana. Pero, a diferencia del aspecto literario del premio, esto tenemos que decirlo muy bajito, casi susurrarlo, no vaya a ser que alguien se asuste y se lo quiten.