Fotograma de la película El sueño eterno, de Howard Hawks.
El tabaco es uno de los grandes iconos de la literatura contemporánea; son muchos los escritores que han construido parte de su imagen en torno al humo o al cigarro. Autores como James M. Barrie o Italo Svevo crearon inolvidables narraciones en torno al vicio y acompañaron siempre su prosa con dicho estimulante. En sus escritos abundan las referencias humorísticas y existenciales tanto a su vicio más querido como a su heroica lucha como fumadores empedernidos: "porque nosotros, los fumadores, estamos seguros de que el tabaco no nos hace ningún bien y no necesitamos que nos convenzan de ello, pues seguimos fumando porque... o más bien sin un porqué". Ahora Capitán Swing las recupera en el libro 'Lady Nicotina. Del placer y del vicio de fumar', con un prólogo de Jesús Marchamalo. A continuación pueden leer un pasaje del libro.Comparación del matrimonio y el hábito de fumar
Las circunstancias en las que dejé de fumar fueron las siguientes:
No era más que un soltero, encaminado hacia lo que ahora veo como una trágica mediana edad. Me había acostumbrado hasta tal punto a que mi boca expulsara humo, que me sentía incompleto sin él. Lo cierto es que llegó un momento en que podía abstenerme de fumar si no hacía nada más, pero me resultaba muy difícil en las horas más laboriosas. En cuanto dejaba de lado mi pipa me encontraba a mí mismo dando vueltas sin cesar alrededor de la mesa. Jamás mendigo ciego dependió de manera más lamentable de la guía de su perro o fue más reacio a cortar la correa.
Estoy mucho mejor sin el tabaco y hasta tengo dificultades para simpatizar con aquel que fui. Incluso evocarlo, tal y como era, y observarlo sin prejuicios resulta tarea difícil, puesto que tendemos a olvidar las viejas facetas a las que hemos dado la espalda del mismo modo que olvidamos una calle que ha sido reconstruida. ¿Tiembla el esclavo liberado siempre que oye restallar un látigo? Me parece que no, ya que sólo recuerdo vagamente, y sin un agudo sufrimiento, los horrores de mis días de fumador. Había noches en las que me levantaba con un dolor en el corazón que me hacía contener la respiración. No osaba hacer más. Tras, quizás, unos diez minutos de estupor, podía enderezar mi posición unos centímetros en cada movimiento. Con menos frecuencia, sentía ese pinchazo durante el día, y creía que iba a morir mientras mis amigos me hablaban. Jamás compartí dichas experiencias con nadie; a decir verdad, aunque entre mis amistades se contaba la de un hombre perteneciente a la comunidad médica, le mentía sibilinamente en las escasas ocasiones en que me interrogaba sobre la cantidad de tabaco que consumía a la semana. A menudo, durante la noche, no sólo me prometía con toda solemnidad dejar de fumar, sino que hasta me preguntaba por qué me gustaba. A la mañana siguiente iba directo del desayuno a mi pipa, sin el menor remordimiento. Más tarde me di cuenta, mientras me decidía a acabar con el hábito, que mejor hubiera empleado aquel tiempo en intentar dormir. Disponía de elaborados métodos para engañarme a mí mismo, puesto que descubrir la cantidad de onzas de tabaco que fumaba a la semana se convirtió en algo un tanto tortuoso. Con frecuencia, fumaba cigarrillos para reducir el número de puros.
Por otro lado, con excepción de esos intensos dolores, me sentía bastante bien. Mi apetito era tan bueno como lo es hoy, trabajaba tan a gusto como ahora y, sin duda, mucho más intensamente. Estoy convencido de que, hasta cierto punto, experimenté los mismos dolores durante mi infancia, antes de empezar a fumar, y aún no me resultan del todo extraños. Aparecían con más frecuencia en mis días de fumador, pero no tengo motivos para atribuirlos al tabaco. Probablemente un médico que también fumara les habría restado importancia. Sin embargo, en cuanto encendía la pipa, empezaba a escuchar, por así decirlo, si en verdad los sentía. Al primer síntoma de que estaban llegando, arrinconaba la pipa y paraba de fumar... hasta que cesaban.
No pretendo decir que no habría sido capaz de dejar el tabaco sin ayuda una vez convencido de que me perjudicaba; pero me negaba a convencerme. Me gustaría decir que dejé de fumar porque lo consideraba una mezquina forma de esclavitud, condenable por razones tanto morales como físicas; pero, aunque ahora puedo ver tan clara como la luz del día la locura que supone fumar, estuve cegado por ella durante algunos meses tras mi última pipa. Abandoné mi más delicioso solaz, tal y como lo veía, por la única razón de que la dama que se me entregaba en cuerpo y alma me hizo escoger entre el tabaco y ella. Ese dilema retrasó nuestro matrimonio seis meses.
Ahora, como muy bien apreciarán los lectores, he llegado a ver el hábito de fumar con los ojos de mi esposa. Mis viejos amigos de soltería se quejan porque no consiento que se fume en casa, pero siempre estoy dispuesto a razonar mi postura, y no me inspiran el menor resquicio de pena. Si yo no puedo fumar aquí, tampoco lo harán ellos. Cuando acudo a verlos a la antigua fonda se toman la pobre venganza de hacerme tragar sus anillos de humo. Ese afán por los anillos de humo es la más innoble habilidad del hombre. Una vez fui miembro de un club de fumadores en el que practicábamos cómo hacer anillos de humo. El mejor se llevaba como premio una caja de puros al acabar el año. ¡Qué tiempos aquellos! A menudo los recuerdo con melancolía.
Nos reuníamos en una acogedora estancia en los alrededores del Strand. Aún la recuerdo muy bien, con esos calendarios colgados por todas partes con los que podíamos encender nuestras pipas. Algunos fumaban en pipas de arcilla, pero para la mezcla Arcadia no hay como una pipa de brezo. La mía era la pipa más dulce de cuantas ha habido jamás. Cuán extraño me resulta rememorar un tiempo en que una pipa parecía ser mi mejor amiga...
Es tanta mi felicidad actual que no puedo dejar de extrañarme ante mis titubeos de antaño para acceder a ella. Adquirimos nuestra casa mientras todavía discutía lo pernicioso que podía resultar dejar el tabaco de golpe. En aquel momento, mi ideal de la vida matrimonial no se correspondía con el que ahora tengo, y recuerdo a Jimmy intentando convencerme de que me instalara en esta casa porque la gran galería de arriba con las tres ventanas era el sueño de cualquier fumador. Nos imaginaba allí a mí y a él, en verano, dibujando anillos de humo, sin nuestros abrigos y sacando los pies por las ventanas; y comentó cuán coqueto resultaría el gabinete del fondo, con vistas a un muro blanco, como salita para mi esposa. En aquel momento me dejé llevar por su entusiasmo, pero ahora puedo ver lo egoísta que fue mi comportamiento, y me resulta imposible dejar de pensar en la cara de Jimmy cuando nos visitó por primera vez y descubrió que el gabinete no albergaba la salita. Jimmy es un magnífico ejemplo del tipo de hombre que, aunque no carente de virtudes, ha sido destruido por la devoción a su pipa. Aún sigue creyendo que los jarrones de la repisa de la chimenea han sido especialmente concebidos para contener las cerillas con que se encienden las pipas; y estamos casi seguros de que cuando se aloja en nuestra casa fuma en su habitación, una detestable práctica que no puedo tolerar.
Dos puros al día, a nueve peniques la pieza, dan veintisiete libras, siete chelines y seis peniques al año, y cuatro onzas de tabaco a la semana, a nueve chelines la libra, son cinco libras y diecisiete chelines al año, lo que hace un total de treinta y tres libras, cuatro chelines y seis peniques. Cuando calculamos el esembolso anual en tabaco en estos términos, por supuesto que nos sorprende, y nuestra excentricidad aún nos resulta más chocante tras meditar sobre el empleo mucho más satisfactorio que podríamos haber dado a ese dinero. Con treinta y tres libras, cuatro chelines y seis peniques se pueden comprar alfombrillas orientales nuevas para la salita, así como un sombrero de primavera y un bonito vestido, objetos todos ellos que producen un placer duradero, mientras que un puro, tras haber arrojado la colilla, pierde todo su interés. A juzgar por mi experiencia, debo decir que lo que convierte a muchos solteros en fumadores empedernidos es más la falta de reflexión que el egoísmo. En cuanto un hombre se casa, sus ojos se abren a innumerables comportamientos que antes ignoraba, entre ellos el placer de adornar la salita con una nueva pieza de mobiliario cada mes y el de poseer un dormitorio en rosa y oro cuya puerta permanece siempre cerrada. Si los hombres se pararan a pensar que con cada puro que se fuman se podría comprar parte de un taburete forrado en color terracota para el piano, y que por cada lata de tabaco consumida se va un jarrón para cultivar geranios muertos, a buen seguro vacilarían. Sin embargo, no se paran a pensarlo hasta que se casan y, luego, no tienen más remedio. Por mi parte, no consigo entender por qué a los solteros se les debe permitir fumar cuanto quieran cuando a nosotros se nos impide.
El mero olor a tabaco ya es abominable, puesto que resulta imposible eliminarlo de las cortinas, y no hay existencia placentera a menos que las cortinas se mantengan en perfecto estado. En cuanto al puro de después de la cena, sólo sirve para hacer de ti un ser aburrido y somnoliento, poco predispuesto a participar en las actividades de las damas. Una manera mucho más agradable de disfrutar de la velada es pasar directamente de la mesa a la salita a disfrutar de un poco de música. Escuchar a la sobrina de tu esposa cantar "Oh, cuando tú y yo nos arrullábamos" relaja la mente. Incluso si no tienes oído para la música, como es mi caso, son innumerables los aspectos de la salita que producen sosiego. Están los abanicos japoneses, bellos objetos donde los haya, aunque tu gusto artístico no esté suficientemente educado para apreciarlos a menos que alguien te ilustre, y es agradable sentir que se compraron con un dinero que, en los viejos tiempos de insensatez, se hubiera malgastado en una caja de puros. De manera similar, cada bonita fruslería de la habitación invita a recordar lo muy sabio que eres ahora en comparación con tiempos pasados. Incluso resulta gratificante permanecer, en verano, ante la ventana de la salita viendo pasar a los cocheros con un puro en los labios. Aunque, si estuviera en mi mano promulgar las leyes, prohibiría que la gente fumara en la calle. Si son hombres casados se están fumando las pantallas de las chimeneas de las salitas y los tapetes para las repisas de los hogares de las habitaciones rosa y oro. Si son solteros, es un escándalo que se queden siempre con lo mejor de todo.
Nada es más digno de lástima que la forma en que algunas de mis amistades se esclavizan al tabaco.
No, aún peor es el modo en que idolatran un tabaco en particular. Conozco a un hombre que considera cierta mezcla tan superior al resto, que caminaría cinco kilómetros para conseguirla. Todo el mundo, sin excepción, admitirá que se trata de un hecho lamentable. Ni siquiera es una buena mezcla, porque la he probado en alguna ocasión, y si hay alguien en Londres que entienda de tabaco, ése soy yo. En la capital sólo hay una mezcla que merezca el apelativo de soberbia. No voy a decir dónde puede conseguirse porque el resultado sería que muchos insensatos fumarían más que nunca, pero jamás conocí nada comparable. Es deliciosamente suave aunque llena de fragancia, y nunca quema la lengua. Una vez se prueba no se fuma otra cosa. Despeja la mente y suaviza el temperamento. Siempre que salía de vacaciones, llevaba tanta cantidad de aquella saludable mezcla como pensara que fuera a necesitar durante mi estancia, pero siempre se me agotaba. Entonces telegrafiaba a Londres para que me enviaran más y me sentía desvalido hasta que llegaba. ¡Con qué ansia rasgaba el precinto de la lata! Ése sí es un tabaco al que consagrar la vida. Pero ahora estoy mejor sin él.
De vez en cuando aún me siento un poco deprimido después de la cena, sin saber muy bien por qué, y si mi esposa me deja solo, vago por la habitación sin descanso, como alguien a quien le falta algo. Sin embargo, normalmente me lleva a la salita y me lee en voz alta las cartas que recibe de su familia, deliciosamente largas, o interpreta una suave música para mí. Si la melodía es dulce y triste, me transporta hasta la escalera de una fonda que remonto con brío, para después abrir con dificultad una pesada puerta en el último piso y subir la intensidad del gas. Vuelvo a encontrarne en una pequeña habitación que ya ocupé, muy polvorienta. En la esquina más alejada de la puerta hay una pila de papeles y revistas tan alta como una mesa. La silla de mimbre tiene la huella exacta de la espalda de Marriot. Lo que ha quedado (tras encender el fuego) del marco de un cuadro descansa en la alfombrilla que hay delante del hogar. Gilray entra de improviso. Ha dejado dicho que envíen sus visitas aquí. La habitación se llena. Mi mano palpa la repisa de la chimenea en busca de un frasco marrón. Con el frasco entre las rodillas, lleno mi pipa...
Después de un rato, la música cesa y mi esposa pone una mano sobre mi hombro. Quizá yo sienta un ligero sobresalto, y entonces me dice que me he quedado dormido. Éste es el libro de mis sueños.