Salinger saluda a la actriz, y ex amante suya, Elaine Joyce, en una fiesta en Jacksonville en 1982
Una vida oculta es una biografía que supura cariño y admiración en cada línea, en cada párrafo. Tal vez sea precisamente la devoción que Slawenski sentía por Salinger y su deseo de no perturbarle el motivo por el que esta obra no se publicó hasta unos meses después de su fallecimiento, pues uno tiene la impresión de que estas páginas estuvieron durmiendo el sueño de los justos durante mucho tiempo. Aunque si se prefiere una aproximación menos romántica también pudieron haber sido tenidas en cuenta por el biógrafo el prolongado litigio judicial que Salinger mantuvo con Ian Hamilton, autor de J.D. Salinger: A Writing Life (1935-1965), acusándole de haber incluido ilegalmente pasajes de correspondencia personal; o el más reciente con el sueco Fredrick Colting por lo que se suponía era una "secuela" de la historia de Holden Caulfield. Bien pudiera ser esta la razón por la que no encontrará el lector cualquier tipo de documentación gráfica, citas textuales, correspondencia, o de las obras de creación continuamente referidas. También merece la pena mencionar las escasas y escuetas referencias a títulos anteriores que sobre este mismo tema publicaron Joyce Maynard, con quien Salinger mantuvo una desigual relación cuando ella tenía 18 años, en At Home in the World (1998) y dos años más tarde la propia Margaret, su hija, en Dream Catcher. En ambos casos se trata obras en las que Salinger, el hombre, no sale precisamente bien parado.
Pero no son estos temas que preocupen o interesen, pues lo que se nos ofrece ahora merece muy mucho la pena. Incluso me atrevería a ir más lejos, llegando a afirmar que el cariño y cuidado con el que Slawenski lo trata humaniza en buena medida a un autor enigmático, incluso estrafalario, cuando se trataba de defender su intimidad. O tal vez de defender su obra, a fuerza de ser precisos, pues era Holden Caulfield, en palabras de su creador, a quien no le gustaría que su vida fuera llevada al cine cuando los más afamados directores -E. Kazan por ejemplo- pretendieron comprar los derechos. Había dedicado 10 años de su vida -ya en 1940 su editor Whit Burnett le presionaba para que terminara la novela (p. 113)- a escribir el Bildungsroman de ese rebelde que vaga desesperado por las calles de Nueva York intentando encontrarse a sí mismo, y no estaba dispuesto a que nadie pudiera jugar con él como si fuera un muñeco de trapo: "‘No puedo dar mi permiso. Me temo que a Holden no le gustaría.' El asunto quedó cerrado, pero la anécdota se convirtió rápidamente en leyenda." (p. 371)
No era Salinger un personaje tan enigmático como Pynchon, y Slawenski ha podido rastrear con habilidad de sabueso los archivos y la documentación necesaria para elaborar una obra fundamentalmente descriptiva, pero en la que no pierde oportunidad de establecer la relación entre su vida y su producción artística. Poco a poco vamos conociendo los deseos e inseguridades literarias que le atenazaban durante la redacción de El guardián. Es prácticamente hasta ese momento el que cubre la biografía de Jerry, como le llamaban sus amigos, pues cuanto ocurrió tras la publicación lo despacha en medio centenar de páginas. A fin de cuentas no volvió a publicar nada después de 1965. Particularmente me parece una decisión acertada la de centrar la investigación hasta la publicación de la obra de culto, pues las cuatro últimas décadas, precisamente en las que se forja su leyenda, apenas si tienen mayor interés que el del cotilleo ilustrado. Otra cosa será el día que aparezcan las novelas y relatos que, según Slawenski, nunca dejó de escribir y que se habrían salvado del incendio de su casa a comienzos de 1992: "Quizá la leyenda más apasionante en torno a los últimos años de Salinger sea la relativa a las obras creadas desde que se retiró. No hay razones para dudar que escribiera continuamente desde 1965 y creara un volumen enorme de nuevas producciones. Pero Salinger trabajó de un modo casi secreto." (p. 500)
En más de un artículo se ha censurado su gusto por las mujeres jóvenes, como Maynard, ya en la década de 1970, pero resulta más interesante conocer algunos pormenores de su noviazgo -si se puede llamar así- con la hija de Eugene O'Neill, Oona O'Neill. A fin de cuentas sus primeros escarceos artísticos tenían que ver con el teatro, e incluso llegó a plantearse el género al que dedicar sus energías y talento. Si finalmente optó por la narrativa fue debido a su intención de escribir la "Gran Novela Americana" como confesó a sus amigos. Oona terminaría casándose con Charles Chaplin y aunque "Oona O'Neill había encarnado todo lo que él despreciaba y rechazaba en una mujer" (p. 503) su influencia en algunos de sus personajes femeninos es patente.
En cuanto a la apreciación y análisis artístico de su obra, entiende Slawenski que fue la II Guerra Mundial el verdadero punto de inflexión para aprehender en todo su valor el puñado de obras que nos fue legado. Salinger, que fue originalmente excluido del ejército, llegó a participar en el desembarco de Normandía y en la liberación del campo de concentración de Dachau. Fue tras la contienda cuando la resolución de Salinger por convertirse en escritor resulta definitiva. Hasta entonces sus relatos le habían producido más disgustos que alegrías, pues la perspectiva de verse publicado en el prestigioso "New Yorker" se veía aplazada una y otra vez por mil y una razones. Pero como Jake Burns, el protagonista de Fiesta de Hemingway a quien admiraba casi tanto como a Scott Fitzgerald, Salinger terminó la guerra con dos heridas; una física, que le provocó una casi total sordera; otra espiritual que le llevaba a buscar una respuesta definitiva ante la confrontación bien-mal. Esa es la clave, parece sugerir Slawenski, para entender la complejidad conceptual de un personaje como Holden y ese enigmático final abierto que requiere la directa participación del lector.