Tusquets

Primera Parte

Ynsa

Preludio



Después de diez años de ausencia, volví a Barcelona. Las Olimpiadas la habían cambiado tanto que a veces tenía la incómoda sensación de estar en una ciudad que no era la mía. Habían cambiado los trazados de muchas zonas e incluso los nombres de las calles.



Una tarde buscaba un edificio junto a la Villa Olímpica. Era un día de otoño de esos que amanecen con una luz débil y que a media tarde cambian la luz difusa por una oscuridad repentina. Había salido del metro en Ciutadella y no reconocí el lugar. Masas oscuras de arbolado eran cruzadas por automóviles rápidos que iban de una parte de la ciudad a otra sin detenerse. De pronto, el cielo empezó a descargar una lluvia fina que acabó de borrar los contornos. No se veían tiendas ni vecinos, nadie bajaba de los coches para entrar en un portal. Crucé algunos semáforos, interpelé en vano a alguna silueta huidiza. Caminaba sin rumbo, desorientada por completo, pero en la dirección en que creía que estaba situado el edificio que buscaba.



Voy en la dirección en que me ha indicado mi hijo, no reconozco el nombre de los rótulos, no sé dónde estoy.



Cruzando y abandonando las avenidas de circulación rápida, me meto por la primera calle que encuentro, en busca de información. Está muy oscura porque las ramas entremezcladas de sus plátanos altos y añosos, a ambos lados de la calzada, forman como un túnel. A la derecha de la calle, distingo edificios de viviendas con las ventanas y los balcones tapiados.



Es como cuando en las pesadillas vamos buscando una calle y ésta tiene las ventanas y las puertas cegadas, y un rótulo en una lengua incomprensible. A la izquierda y a todo lo largo de la calle se entrevé una tapia rústica. Se oyen gruñidos.



Las farolas -que parecen de gas, como entonces- dan un resplandor muy débil, e iluminan una lluvia muy menuda que ni siquiera llega al suelo, porque los árboles se lo impiden. Es como una fosforescencia acuosa en torno a la luz.



De repente, lo veo. El color de oro viejo de una pared. Se necesitan más de cien años para que surja un color así.



Si grito será peor. Si me muevo será peor.



Han pasado cuarenta y cuatro años. El color de oro viejo, inconfundible. Los enrejados en forma de lanza. El número 36. Tapiado. Muerto. No, hay luz en un balcón, pero ya no tiene barandilla, sólo una tela metálica de salvaguarda.



Un día que estaba en la segunda planta de un aparcamiento comencé a bajar insensiblemente, aunque la flecha de salida indicaba que debía subir. Me habían practicado una pequeña e inútil operación y me habían rociado la cara con un spray anestésico. Bajé y bajé hasta la última y cuarta planta subterránea y entonces tuve que detener el coche. Apagué el motor. Fue el mismo pánico. Si no hay más plantas, no puedo seguir bajando y salir por fin a la calle. No puedo salir. No hay calle. No hay nadie. No te muevas. No grites. Tiene que haber calle. Por fuerza.



Es ridículo. Quedarse quieta y empequeñeciéndose como un animal que ha olido la cercanía de animales mucho más grandes y carniceros. No hacer el menor movimiento, contener la respiración, intentar emitir el menor calor posible.



¿Qué animales acechan en aquel tramo apenas entrevisto de una calle en derribo?



En esa calle hay un león, pero está preso y, si es el mismo de entonces, debe de estar apolillado. Los monos gritan y las aves graznan, pero lo hacen sólo esporádicamente y en retirada ante las sombras del anochecer. Y aquellos chasquidos entre el follaje selvático que desborda la tapia, que se despiertan justo cuando el silencio cae sobre la calle.



Pequeñas y grandes criaturas triturando un resto de hueso o un cartílago, removiéndose insomnes, apareándose entre gemidos apagados, o por alguna querella, una molestia, un padecimiento.



Animales que no querría ni un circo.



¿Qué otros animales, pues, acechan?



Tiene que haber salida de la calle Wellington. Por fuerza. Creo que por donde he entrado es más corto que por el final.



Salgo de espaldas por donde he entrado. Entonces, distingo los cuarteles, pero no oigo ladrar a los perros de la perrera municipal. Ni están los soldados de guardia. Rodeo las viviendas de Wellington en dirección a los cuarteles, una vuelta completa. El caso es salir. Tiene gracia, ya estoy en la universidad buscada. Pero los perros...



Los niños trepábamos a la reja de la perrera para oír cómo los sacrificaban y los echaban por la trampilla con un golpe seco y metálico. Ya está. No veíamos nada, pero oíamos la muerte. El mismo oído que sirve para escuchar a Beethoven sirve también para apreciar la agonía de unos perros. Pero siempre quedaban otros muchos en las jaulas ladrando día y noche. Los laceros trabajaban de firme, había muchos animales vagabundos en la España de entonces y algunos tenían la rabia, aunque la mayor parte sólo estaban hambrientos, medio sarnosos y con calvas en el pelo. Cuando a mi abuela Mercedes le cogieron su perra inofensiva y fue a recuperarla y los laceros a los que conocía de siempre le pidieron diez duros, se negó en redondo a pagarlos, así que la Negrita también se fue por la trampilla.



Ahora los cuarteles están muy repintados y de ellos entran y salen chicos que estudian. Como mi propio hijo.



Ya veo. Van a derribar la calle Wellington y no quedará memoria de ella. Es raro que una calle desaparezca por completo. Cambian y se transforman, pero no desaparecen así como así. Y menos una calle como ésa, un mundo cerrado y completo en su extraña monumentalidad autosuficiente, protegido su cielo por el arco de fosco verdor de sus plátanos más que centenarios, por los centinelas y las rejas de las ventanas en punta de lanza, los melancólicos lamentos de retreta y, al otro lado de la tapia silvestre que hay enfrente de las viviendas, los gruñidos de las fieras. Con su imponente asilo de ancianos siempre en sombras al caer la noche y su blanco Laboratorio Municipal de estilo griego, con su ruidosa perrera en la parte de atrás. Y la placa conmemorativa de la checa que existió en el antes llamado cuartel de Voroshilov -el cuartel general militar del Partido Comunista-, placa que no había desaparecido aún en 1950, cuando yo llegué allí.



Durante más de cuarenta años había evitado cuidadosamente pasar por la calle Wellington. Por suerte era una calle tan apartada y escondida que no había peligro de encontrársela al paso, había que ir a buscarla. Pero ese mismo apartamiento me impedía, asimismo, curarme del mal de la calle Wellington.



La había maldecido al marcharme de ella. Al estilo gitano. Parece que el abuelo de mi abuela materna fue un gitano ibicenco, molinero. Y mi infancia andaluza sabía mucho de maldiciones. Las maldiciones no se cumplen, pero arrojan como un manto malévolo sobre las cosas que acaba por marchitarlas. La gente evita entonces las cosas o las personas malditas, y al final la maldición acaba por cumplirse.



A los catorce años y tras seis de sufrimientos y malos tratos pasados en ella, salí de la calle Wellington en compañía de los pocos enseres que teníamos mi madre, mi hermana y yo y, volviéndome haciael grupo de viviendas militares de paredes color de oro viejo, murmuré: "Que pase un terremoto y no quede piedra sobre piedra de esta calle". Y ahora, ya ves, la maldición se cumplía.



Y ello tenía que ver con la conversión de los establecimientos militares en instituciones educativas. De la guerra, a la enseñanza y el saber. No de ninguna maldición infantil desesperada. Pero, mira por dónde, la maldición oscura se estaba cumpliendo por la vía más luminosa del saber y la ilustración. O sea, que se estaba cumpliendo.



Me gusta Rigoletto por el tema de la maldición que se cumple. Si la maldición no se cumpliera, los argumentos poéticos no tendrían el menor interés. En Ballo in maschera la maga le lee la mano al rey Gustavo de Suecia y predice que va a morir pronto "por mano de un amigo ", para consternación del pueblo inculto y la burla del ilustrado soberano, que se ríe mientras canta su aria. Y al final, en pleno baile de máscaras, Gustavo morirá, en efecto, por mano de su hombre de confianza. Es magnífico. Si no fuera así, triunfaría el racionalismo frente a la superstición, pero sobrarían el baile de máscaras, el rey, la maga, el amigo traidor, todo.



Aquí, la mano de un amigo ha sido la universidad, pero me place pensar que de alguna manera la calle Wellington estaba maldita porque, ya digo, las calles no desaparecen nunca tan por completo. Y ésta, sí. Y sobre la relación entre mi maldición y el hecho irrefutable de que la calle Wellington va a desaparecer, menos el nombre -¡pero con el rótulo traducido a una lengua distinta a la de entonces, como en las pesadillas!-, no hay ninguna explicación racional: sólo el hecho dramático.



Todo esto pasaba en el año 2001.



No sé cómo se le llama en términos médicos a la súbita sensación de peligro y atrapamiento al entrar en una calle, acompañada de parálisis, sudor frío, relajación de esfínteres y aguzamiento del oído acompañado contradictoriamente de visión borrosa. Lo normal sería que no hubiera querido volver a pasar un trago semejante; ya he explicado que la calle Wellington es una calle extrañamente replegada en sí misma que huye al encuentro, pero lo cierto es que, en cuanto me repuse un poco, volví. Y no un solo día, ¿para qué?, sino que comencé a visitarla casi a diario sólo por contemplar su lento desguace, su desfiguración paulatina, sus gritos silenciosos, su agonía, armada de un bloc de notas donde anotaba cada mínimo cambio con precisión de forense. Luego fotografié con detalle su fascinante belleza romántica en peligro, justo antes de que el insensible alcalde Clos aplanara sus aceras de pavimento y tierra, donde tantas veces había ju-gado al hinque con media tijera o un cuchillo viejo, para meterle -sí, meterle- un moderno tranvía, como una verga monstruosa en una vagina estrecha y delicada. La fotografié cuando la prostitución se había adueñado de ella y podían encontrarse en sus rincones y entre la basura zapatos dorados sin pareja, condones usados y hasta ropa interior de fantasía, y en los balcones condenados se apiñaban las palomas picoteando la tierra de las macetas sin dueño. Y seguí fotografiándola después, cuando ya sólo era un pobre ser a medio transformar, un engendro monstruoso mitad producto de la modernidad tal como la entiende el partido socialista catalán, mitad producto de aquellos arquitectos barbados del siglo XIX que levantaron el gueto de Wellington cuando Prim liberó el parque de la Ciudadela para el pueblo y hubo que realojar a los militares que lo habitaban, junto con una serie de instituciones -el asilo, el instituto antirrábico, el neurológico- que nadie quería.



Con estos sencillos materiales me puse a escribir la vieja historia de la (maldita) calle Wellington, algo que nunca había pensado hacer, al contrario, me había pasado cuarenta años tratando de sepultar el asunto con toda clase de materiales y muebles viejos, como en una hoguera de San Juan de las que se armaban en aquella calle para jolgorio de niños y vecinos. Entonces las hogueras iban por libre, no estaban en libertad vigilada como ahora, con retenes de bomberos en torno a cada una de ellas y sólo permitidas en ciertos lugares. Si quería armarse una hoguera, se armaba, con los niños yendo a sus casas frenéticos, en busca de muebles viejos y reviejos, o de muñones de muebles, o de cualquier cosa combustible. Entonces la pila crecía como las barricadas destartaladas que Hugo describe en Los miserables, y alguien le prendía fuego con un poco de gasolina y en cuestión de segundos la pila, convertida ya en una pira memorable, ardía hasta quedar reducida a una alfombra de cenizas.



Pues el apilamiento de materiales vitales que le eché encima a la calle Wellington fue inconmensurablemente más alto porque tuve cuarenta años para armarlo. Pero ahora, en el año 2001, no era yo quien iba a prenderle fuego con una latita de gasolina, sino que gente extraña -la universidad, el alcalde...- se me estaba adelantando. Pretendían arramblar con la calle Wellington conmigo dentro, con mi abuela, con todos los demás habitantes de la casa y hasta con el retrato al óleo de mi abuelo, el comandante Ynsa.



Los escritores sólo podemos rescatar estas cosas escribiendo. Echan abajo una calle construida en 1888 con todos los habitantes que había dentro entre 1950 y 1956, que son los que me interesan, como si fuera un decorado de teatro que hay que cambiar por otro. Pero los escritores somos restauradores de decorados y capaces de insuflar vida a nuestros personajes, como el doctor Frankenstein.



Así que me puse a construir de nuevo el antiguo decorado.