Image: Cinco visiones de escritoras exiliadas

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Letras

Cinco visiones de escritoras exiliadas

25 febrero, 2011 01:00

De izquierda a derecha: Nina Berberova, Clarice Lispector, Clara Campoamor, Elena Poniatowska y Hannah Arendt

El siglo XX, el de los genocidios y las guerras mundiales, fue también el de los exilios, aunque pocos tuvieron las sombras del de Leonora Carrington. Con su rebeldía, sus amores, sus crisis y su nueva vida en México, otra hija del exilio, Elena Poniatowska ha construido Leonora, último premio Biblioteca Breve, que lanzó ayer Seix Barral. La mayoría de quienes abandonaron su patria jamás se adaptó a su nuevo hogar, quizá porque, como decía María Zambrano, trasterrada 45 años, el exiliado vivía siempre “al borde de la historia”. Tessa, hija de Pere Calders, ha contado cómo su madre le decía: “¿Verdad que un gato que nace en una panadería no es un pan? Pues tú tampoco eres mexicana”. Pero otras muchas, como Carrington y Poniatowska, como Clarice Lispector, Nina Berberova, Hannah Arendt o Clara Campoamor, comprendieron que esa nueva tierra era “su puerta de escape”. Éstas son sus historias, gotas en un mar de dramas anónimos y célebres, completadas con la reseña de Leonora.

En la era de internet, twitter y la globalización, es casi imposible imaginar lo que para una mujer de comienzos del siglo XX suponía abandonar su país, familia y amigos, su pasado y su idioma. Cinco mujeres piden paso ahora, entre cientos, miles de escritoras, que supieron reinventarse desde la nada para sobrevivir.

"Solo he llegado a ser"

La primera, Nina Berberova, nació con el siglo, en San Petersburgo, en 1901. Su padre era un funcionario zarista al que la revolución bolchevique apenas afectó. Ella, que “sólo conocía a los pobres a través de mis lecturas”, pensó se trataba de un problema “de los aristócratas, de los banqueros. Yo tengo 16 años y soy nada”. En 1922, cuando se hizo evidente que las purgas contra los intelectuales iran imparables, huyó con su amante, el poeta Vladislav Jodasevich, a Berlín y París, donde encontró amigos como Andrei Bieli, Marina Tsvetáieva o Roman Jakobson. Pero Jodasevich sólo pensaba en el suicidio: Nina le preparó sopa para tres días y le abandonó. En esa época comenzó a escribir sus “Crónicas de Billancourt”, en las que retrataba las miserias del “París ruso”. La II guerra mundial la encontró casada con otro exiliado ruso en Longchêne, pueblo que convirtió en refugio de trasterrados. En sus memorias escribió: “Me pregunto cómo conseguimos sobrevivir aquellos años. No deseábamos leer libros nuevos ni releer los viejos. Escribir nos producía una mezcla de miedo y repugnancia. Sólo teníamos un deseo: escondernos y callar.” Pero el silencio no podía ser eterno: a comienzos de los 50 se embarcó rumbo a Estados Unidos, y volvió a escribir. Profesora en las universidades de Princeton y Yale, su vida cambió a finales de los 80, cuando le hizo llegar uno de sus libros al editor francés Hubert Nyssen, de Actes Sud. Él se entusiasmó, editó toda su obra (El subrayado es mío, El mal negro, El asunto Kravtchenko...) y la convirtió en un éxito mundial. Pero ya era tarde. En 1993, Nina Berberova moría en Filadelfia. 15 años antes, en El subrayado es mío, tras recordar unos versos de Jodasievich, escribió: “En la época en que fueron escritos esos versos yo creía que llegaría a ser alguien, pero no he llegado a ser nadie: sólo he llegado a ser”.

El inglés cojitranco de Arendt

Al ser y al existir dedicó horas de reflexiones y cientos de escritos Hannah Arendt (Hannover, 1906-Nueva York, 1975). También al exilio, piedra angular de su obra: para ella, perder su patria supuso perder la dignidad. Apátrida entre 1937 y 1951, cuando consiguió la nacionalidad estadounidense, consideraba el carecer de papeles como una exclusión de la sociedad humana, pues ser ciudadana de algún país equivalía al “derecho a tener derechos”. Hija única de un matrimonio judío de origen ruso, su padre murió de sífilis cuando ella apenas tenía siete años, y su infancia fue muy desdichada. Estudió en tres universidades y se doctoró en Humanidades con una tesis sobre El concepto del amor en el pensamiento de San Agustín (1928), bajo la tutela de Karl Jaspers. De sus amores con Heidegger, casado y 17 mayor que ella, se ha escrito mucho. También de cómo en 1929 conoció en Berlín a Gunther Stern (más conocido como Gunther Anders), su primer marido, o de cómo en vísperas del nazismo mantuvo agrias polémicas con Jaspers sobre ser alemán. Ella era judía, aunque Alemania fuese “la lengua materna, la filosofía y la poesía”. En 1933 Anders huyó a París mientras Arendt era inhabilitada para dar clases en la universidad alemana. Detenida ocho días por la Gestapo, decidió comenzar su exilio: Karlovy Vary (Checoslovaquia), Génova, Ginebra y París fueron las primeras estaciones de una huida que duraría toda su vida. En 1937 se divorcia, y en 1940 se casó con el filósofo Heinrich Blöcher. También en 1940 fue confinada en un velódromo de París y luego cinco semanas en el campo de internamiento de Gurs. Logró escapar, y con su marido y su madre huyó a Lisboa hasta que en 1941 arribó a Nueva York. Comienza entonces su nueva vida apátrida.Y no fue sencilla. Sabía griego, latín, francés, alemán, pero no inglés. Ella misma recordaba cómo, ya en Nueva York y en su inglés “cojitranco”, escribió un artículo sobre Kafka que le retradujeron con errores esenciales. A pesar de todo, fue una de las más grandes pensadoras del siglo XX, referencia del pensamiento ético y político a nivel mundial gracias a sus ensayos sobre el totalitarismo, la izquierda o la crisis de la cultura. Blöcher murió en 1970 y Arendt le sobrevivió cinco años, sin abandonar jamás el apartamento de Riverside Drive en el que habían vivido, porque en él, como escribió J. A. Marina, “ la ausencia de Blöcher estaba presente en cada rincón. Hannah había conseguido arraigarse. Blöcher había sido su patria”.

México, una puerta ancha

Clarice Lispector, en cambio, supo siempre cuál era su patria y hoy quien jamás se sintió una extranjera en su país de adopción es considerada la gran escritora brasileña del siglo XX. Y eso a pesar de que nació en 1920 en Tchetchélnik, una aldea de Ucrania “que no figura ni en los mapas”, y por casualidad: sus padres, de origen judío, estaban huyendo de los ejércitos bolcheviques rumbo a Estados Unidos, y pararon en la aldea para que ella naciera. Después, de Galatz a Bucarest, a Budapest y Hamburgo, la familia Lispector vagó dos años por Europa esperando sus visados. Los de Estados Unidos no llegaron jamás, pero Brasil les abrió sus puertas y a comienzos de 1922 los Lispector se embarcaron en el “Cubaya” rumbo a Recife. La propia Clarice reconoció al final de su vida que en esa época “no sabía que era tan pobre, hija de emigrantes” y que sus dificultades para pronunciar la “erre” acentuaban su sensación de extranjería. Huérfana de madre a los diez años, la familia se trasladó a Río de Janeiro, y ella estudio Derecho y comenzó a colaborar en el periódico “A Noite”, en el que hacía “de todo, menos sucesos y crónicas de sociedad”. Mientras estudiaba Derecho había conocido al diplomático Maury Gurgel Valente, con el que se casó el 23 de enero de 1943, once días después de lograr la nacionalidad brasileña. Ese mismo año publicó Cerca del corazón salvaje, premio Graça Aranha de 1943. Madre de dos hijos, los destinos de su marido la llevaron al Nápoles fascista de 1944, a Roma (donde fue retratada por Giorgio de Chirico) y a Florencia. Después vendrían Berna (1946-49) y Washington (1952-1959). Recorrió Europa y Estados Unidos, la que pudo haber sido su patria, e hizo muchos amigos, pero, cuando en una recepción en Washington un descendiente de Tolstoi le preguntó si era rusa, por sus innegables rasgos eslavos, Clarice Lispector, le confesó que era y se sentía brasileña. Tras la ruptura de su matrimonio volvió a Río y publicó Lazos de familia (1960); La manzana en la oscuridad (1961) y su obra maestra, La pasión según G.H (1963), escrito cuando Lispector se encontraba, en sus propias palabras, “en la peor de las situaciones, tanto sentimental como de familia”. En 1966 un incendio en su dormitorio casi le hizo perder la mano derecha, lo que le produjo algunas depresiones que no le impideron seguir escribiendo hasta su muerte en 1977, víctima de un cáncer de ovarios.

De reina de Polonia a la revolución mexicana

Si Polonia fuese un reino, Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor, Elena Poniatowska, sería su soberana. Hija del heredero de la corona polaca, y de la mexicana Dolores Amor Escandón, Poniatowska nació en París en 1932, donde vivió hasta los nueve años. Cuando estalló la II guerra mundial la madre se refugió en el sur de Francia con sus hijas y luego en México, mientras su padre luchaba con el ejército galo y participaba en el desembarco de Normandía. El México que descubrió Poniatowska en los años 40 fue una revelación, “un ancho patio, una puerta abierta” escribió. Los sonidos de la calle la deslumbraron: los pregones de los vendedores ambulantes, los piropos en la calle, los sones de los mariachis en la Plaza Garibaldi, todo era nuevo, todo se movía, mientras ella aprendía a pronunciar correctamente el español gracias a su nana Magdalena Castillo. Cuando acabó la guerra, reunida al fin la familia en México, el padre fundó unos laboratorios farmaceuticos, y en 1949 Elena fue a estudiar a un internado religioso cerca de Filadelfia. A su regreso, en 1953, su vocación estaba clara: quería ser periodista, y comenzó a trabajar en El Excelsior, donde publicará una entrevista diaria. Autora de crónicas, obras de teatro y novelas en las que lo periodístico se funde con lo narrativo ha dado voz a los sin voz de su país. Valga como ejemplo uno de los personajes que literalmente le “han quitado el aliento”, Josefina Bórquez, la Jesusa Palancares de Hasta no verte Jesús mío (Era, 1969), a quien Poniatowska descubrió gritando desde una azotea en el Centro de la ciudad de México. Jesusa fue una lavandera y médium que participó en la Revolución Mexicana: “Con ella entré en contacto con la pobreza, la de a de veras, la del agua que se recoge en cubetas y se lleva con cuidado para no tirarla, la de la lavada sobre la tablita de lámina porque no hay lavadero, la de la luz que se roba por medio de diablitos…”, recordó al recibir la Medalla al Mérito Ciudadano. Es, siempre lo ha sido, mexicana. Mil veces premiada, sus mejores libros coinciden con novelas sobre mujeres a las que admira, quiere y compadece, como Tina Modotti, la niña violada de La herida de Paulina o Leonora Carrington, exiliada y también mexicana de adopción, a la que ha dedicado la novela galardonada con el premio Biblioteca Breve del que hablamos a continuación.

Un vida cortada

La última de este repoker de exiliadas, única por su invencible nostalgia, es una de las piedras angulares del feminismo español: Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana-1972). Su vida y trayectoria políticas son bien conocidas. También su lucha por el voto femenino en plena II República, cuando la gran mayoría de los partidos creía que era mejor que la mujer no votase porque carecía de criterio y estaba dirigida por la Iglesia, la derecha y la superstición. Sus debates en las Cortes con Victoria Kent fueron legendarios. Pero no se trata de hablar de política sino de exilio y el de Campoamor comenzó con la guerra civil: en 1937 huyó a París y en 1938 se instaló en Buenos Aires, donde pasó 20 años años, escribiendo biografías de personajes como Concepción Arenal, Sor Juana Inés de la Cruz o Quevedo. Intentó regresar a España pero las acusaciones sobre su pertenencia a la masonería lo impidieron, y tuvo que instalarse en Lausana (Suiza) en 1955, donde murió en 1972. Desde allí confesó, en su correspondencia íntima, lo duro de una “vida cortada” y su “desgarramiento personal”, añorante de “esa juventud batalladora”.