Marcel Proust (París, 1871-1922) tuvo sus veleidades poéticas antes de embarcarse en el proyecto literario de su vida: la escritura En busca del tiempo perdido. Cuando era un joven adolescente garabateaba versos con mucho ornato sobre el despecho amoroso y la melancolía a la que aboca las relaciones sentimentales mal cerradas. Esos versos tienen hoy una relevancia relativa si uno se asoma a la inmensa totalidad de la obra proustiana. Pero cualquier admirador de él tendrá curiosidad por conocer los primeros balbuceos literarios de esta figura clave en la historia de la Literatura. La revista Turia recupera once de estas composiciones, hasta ahora inéditas en español, y las publicará el próximo 21 de marzo.
El artífice del rescate es el crítico y traductor Mauro Armiño. "Proust era un poeta de los salones aristocráticos. Su primera vocación fue la poesía. Muchos de los poemas que escribió de joven los regalaba y estaban dispersos en manos muy diversas. En 1982 Gallimard publicó en su colección Cahiers una compilación. Es de ahí de donde los hemos sacado", explica a Elcultural.es.
¿Y por qué estos once sólo? "Son los más poéticos de todos los que hizo, donde mezcla un lenguaje florido con sus sentimientos personales. En ellos se aprecia un ramalazo romántico, aunque van más allá: son algo más complejos". El estilo y la música son su obsesión: "Tenía muy presente a Verlaine y los juegos sonoros de fin de siglo XIX. La musicalidad era lo principal". Proust, según Armiño, tenía como santos patronos de la poesía a Mallarmé y Baudelaire, "pero no hay rastro de ellos en sus poemas". "Sus influencias son muy difusas, porque hay muchos poetas menores de su entorno en los que también se fija", explica Armiño.
Una sentimentalidad vaga impregna los poemas. "Describe mucho el paisaje. Normalmente el tiempo es gris, llueve, florecen rosas matutinas. Es todo muy delicado. Es como en los cuadros de Chardin: está plasmado el contexto pero no el interior. El interior hay que deducirlo a través del paisaje". Armiño reconoce que poco o nada queda de estos versos en la obra posterior de Proust. "Hay mucha distancia", remacha.
En 1895 acontece el punto de inflexión. Proust se da cuenta de que el tren de la poesía está encarrilado en una vía muerta. Ese año publica Los placeres y los días, volumen en el que aúna relatos, novelas cortas y ocho poemas (cuatro dedicados a músicos y otros cuatro a pintores). "Ahí se da cuenta de que ese no es su camino. Transcurren 10 años sin que apenas se tenga noticia de él, salvo por la publicación de alguna crónica de sociedad de las fiestas aristocráticas en Le Figaro". Y pasado ese intervalo de ausencia reaparece con el comienzo de su monumental A la busca del tiempo perdido, "su catedral", como el propio Proust la definió.
Uno de los poemas en prosa que Turia publica fue escrito por Proust a la edad de diecisiete años, está fechado a las once de la noche del mes de octubre y su transcripción íntegra es la siguiente:
"La lámpara ilumina débilmente los ángulos sombríos de mi cuarto y pone un gran disco de viva luz donde entran mi mano, de repente ambarina, mi libro, mi escritorio. En las paredes azulean delgados hilillos de luna que han entrado por la imperceptible separación de las rojas colgaduras. Todo el mundo se ha acostado en el gran piso silencioso… - Entreabro la ventana para ver de nuevo por última vez la dulce cara leonada, muy redonda, de la luna amiga. Oigo algo así como el aliento fresquísimo, frío, de todas las cosas que duermen -el árbol de donde rezuma la luz azul-, de la bella luz azul que a lo lejos, en un entresijo de calles, transfigura, como un paisaje polar eléctricamente iluminado, los adoquines azules y pálidos. Por encima se extienden los infinitos campos azules donde florecen frágiles estrellas...- He cerrado la ventana. Me he acostado. Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos, que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me duermo."