Paul Giamatti y Dustin Hoffman en la adaptación cinematográfica de La versión de Barney.

Sexto Piso

La editorial Sexto Piso acaba de publicar La versión de Barney, el desquite literario de Mordecai Richler, una publicación que coincide con el estreno de la adaptación cinematográfica de la novela, interpretada por Paul Giamatti y Dustin Hoffman. A sus 67 años, Barney Panofsky decide escribir la historia de su vida para defenderse de las calumnias de su archienemigo, el escritor Terry McIver, así como de la eterna sospecha de haber asesinado a Boogie, su mejor amigo de juventud. Entre demasiados puros, mucho whisky y su obsesión con el hockey sobre hielo, Barney rememora la vida difusa y disipada que lo llevó a vivir en París con la intención de ser escritor, para después regresar a su natal Montreal a enriquecerse con una compañía productora de series de televisión, llamada Totally Unnecessary Productions. Barney recuerda sus tres matrimonios fallidos, atormentado por el remordimiento de perder a su verdadero amor, su adorada Miriam, pero nunca pierde su mayor virtud: un humor ácido que le permite burlarse de todo, especialmente de sí mismo. A continuación les ofrecemos el comienzo del libro.



Uno



Terry es la espoleta. La astilla que se me ha clavado bajo la uña. Las cosas claras: si empiezo este revoltijo que ha de ser la verdadera historia de mi vida echada a perder (y de ese modo violo un solemne juramento, pues me pongo a garabatear mi primer libro a tan avanzada edad), es como réplica a las insidiosas acusaciones que Terry McIver vierte contra mi persona en su autobiografía de próxima publicación: difamaciones sobre mí y sobre mis tres esposas, más conocidas como la "troika" de Barney Panofsky, sobre la naturaleza de mi amistad con Boggie y, por descontado, sobre el escándalo que he de llevarme a la tumba como si fuera mi joroba. Las palmadas de alborozo que da Terry, con un título como Del tiempo y de las fiebres, pronto serán publicadas por El Grupo (perdón: el grupo), una pequeña editorial subvencionada por el gobierno, con sede en Toronto, que también pone en la calle una publicación mensual, La buena tierra, impresa en papel reciclado, vive Dios.



Terry McIver y yo, oriundos y criados ambos en Montreal, estuvimos juntos en París a comienzos de la década de los cincuenta. El pobre Terry no pasaba de ser más que tolerado a medias entre mi gente, una pandilla que era el orgullo de los jóvenes escritores sin peculio ninguno y con calentura de sobra, invadidos por las cartas de rechazo de las revistas a las que mandábamos nuestros escritos y, sin embargo, ostensiblemente seguros de que todo era posible: la fama, las tías buenas que se arrojarían a nuestros pies en muestra de sincera adoración, y una inmensa fortuna que nos estaba esperando a la vuelta de la esquina, como aquel legendario heraldo de Wrigley que por ahí andaba en los tiempos de mi infancia. El heraldo, según se cuenta, era capaz de abordarte por sorpresa en plena calle para regalarte un billete de un dólar nuevecito, siempre y cuando llevaras un envoltorio de chicle Wrigley en el bolsillo. A mí, desde luego, nunca me salió al paso el gran hacedor de los regalos del señor Wrigley, pero la fama sí se alió con algunos de mi pandilla: el impulsivo y contumaz Leo Bishinsky, Cedric Richardson (bien que bajo otro nombre) y, por supuesto, Clara. Clara, que hoy en día goza de una gran fama póstuma en calidad de icono del feminismo, machacada en el yunque de la desabrida insensibilidad machista. Mi yunque, vaya, según dicen por ahí.



Yo era una anomalía. Mejor dicho, una anomia. Un emprendedor nato. No había ganado ningún premio en McGill, como Terry, ni había estudiado luego en Harvard o en Columbia, como hicieron algunos de los otros. A duras penas había logrado terminar el bachillerato, pues había dedicado más tiempo a las mesas de la Academia de Billares Mount Royal que a las clases de rigor; jugaba al billar con Duddy Kravitz. Apenas sabía escribir. No tenía pretensiones artísticas de ninguna clase, a menos que uno quiera contar como tal mi fantasía de llegar a ser bailarín y cantante de music hall, encantado de quitarme el canotier para saludar a los espectadores del palco cuando saliera de escena bailando claqué y dejando el escenario entero a la Melocotón ito, a Ann Corio, a Lili St. Cyr o a alguna exótica bailarina capaz de llevar su actuación al clímax con acompañamiento de tambores y el excitante destello de una teta desnuda en aquellos tiempos muy anteriores a la época en que las bailarinas eróticas llegaron a ser la norma en Montreal.



Era un lector voraz, pero sería un error tomar semejante rasgo como prueba de mi calidad. O de mi sensibilidad. En el fondo, estoy obligado a reconocer, no sin un gesto de complicidad dedicado a Clara, la bajeza de mi alma. O la fealdad de mi naturaleza competitiva. Lo que me puso en funcionamiento no fue, por cierto, La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi, ni El agente secreto, de Conrad, sino la vieja revista Liberty, cuyos artículos llevaban por encabezamiento una nota en la que se estipulaba el tiempo necesario para leerlo: por ejemplo, cinco minutos y treinta y siete segundos. Ponía mi reloj de pulsera con una estampa de Mickey Mouse en la esfera sobre el hule a cuadros de la mesa de la cocina, y me pasaba por la piedra el artículo en cuestión en, digamos, cuatro minutos y tres segundos, una hazaña a tenor de la cual ya me consideraba todo un intelectual. De Liberty me licencié con una de las novelas de bolsillo de la serie Mr. Moto, de John Marquand, que por entonces se vendían a veinticinco centavos el ejemplar en la barbería de Jack y Moe, en la esquina de Park Avenue con Laurier, esto es, en el corazón del viejo barrio obrero de Montreal, el barrio judío en el que me crié. El barrio en el que salió elegido el único comunista que llegó a ser parlamentario (Fred Rose), y del cual salieron dos buenos boxeadores (Louis Alter, Maxie Berger), el número al uso de médicos y dentistas, un célebre propietario de casino y ludópata sin remedio, muchos más abogados capaces de ir a degüello a por cualquier pleito, bastantes maestros y millonarios de pacotilla, unos cuantos rabinos y al menos un sospechoso de asesinato.



Yo.



Recuerdo la nieve amontonada en pilas de metro y medio, las escaleras exteriores que era preciso limpiar a paladas con un frío de muchos grados bajo cero y, en aquellos tiempos muy anteriores a la invención de los neumáticos para la nieve, el traqueteo de los coches y camiones que pasaban con las ruedas encastradas en las cadenas. Las sábanas se quedaban congeladas, más tiesas que una piedra, en los tendederos de los patios. En mi dormitorio, donde el radiador burbujeaba y eructaba durante toda la noche, di a la sazón con Hemingway, Fitzgerald, Joyce, Gertie y Alice, y con nuestro Morley Callaghan. Alcancé la mayoría de edad muerto de envidia por sus aventuras de expatriados y, a raíz de ello, tomé una seria determinación en 1950.



Ah, 1950. Fue el último año en que Bill Durnan, ganador del trofeo Vezina al mejor portero de la Liga Nacional de Hockey nada menos que en cinco temporadas, fue el guardameta de mis amados Canadiens de Montreal. En 1950, nos glorieux ya habían puesto en pie un formidable cuerpo de defensa, cuyo pilar principal era el joven Doug Harvey. La línea de ataque sólo estaba completa en sus dos terceras partes: en ausencia de Hector "Toe" Blake, que se retiró en 1948, Maurice "el Cohete" Richard y Elmer Lach formaban línea con Floyd "Busher" Curry. Terminaron en el segundo puesto la temporada regular, detrás del maldito equipo de Detroit; para su eterna vergüenza, perdieron por cuatro partidos a uno contra los Rangers de Nueva York en la semifinal de la Copa Stanley. Al menos, el Cohete disfrutó de un año bastante pasable: terminó la temporada regular como segundo máximo anotador,con un total de cuarenta y tres goles y veintidós asistencias.