Juan Bolea, durante la celebración del juicio sumarísimo contra su novela La melancolía de los hombres pájaro. Foto: Europa Press

El autor Juan Bolea ha sido sometido esta mañana un juicio penal sumarísimo en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid. El ministerio Fiscal, representado por Lorenzo Silva, abogado y escritor de reputado prestigio, le imputaba cargos "muy graves": "Perpetrar una obra narrativa perteneciente al género de la novela, que tiene por destino básico el entretenimiento y apartar a las personas de bien de sus ocupaciones importantes". Estas imputaciones, además, se han visto agravadas por una circunstancia: la concesión de la II edición del Premio Abogados de Novela a la obra en cuestión, La melancolía de los hombres pájaros. El acusado se ha lucrado con su presunto delito gracias a la dotación económica del galardón, fijada en 50.000 euros.



Lorenzo Silva le ha reprochado también el "carácter viajero" de libro, cuya trama salta de Santander a la Isla de Pascua, siguiendo los pasos del abogado Jesús Labot, que se ve obligado a defender a su cuñado, Francisco Camargo, un controvertido empresario que se ha propuesto alzar el hotel más lujoso de toda la isla. Por supuesto, ignorando el impacto el ambiental de la construcción y la resistencia de los moais, moradores autóctonos de ese paisaje idílico. "Viajar", ha argumentado Silva, "aunque sólo sea en la ficción, es una actividad muy perniciosa, porque menoscaba y confunde la visión propia del mundo".



Tras la exposición de Silva, articulada con un manejo de la oratoria impecable (e implacable), propia de un fiscal avezado, ha tomado la palabra la defensa. El abogado sobre el que ha recaído tal responsabilidad ha sido Nazario de Oleaga, decano del Colegio de Abogados de Vizcaya, que ha dado la vuelta a los razonamientos del autor de La estrategia del agua: "No se puede condenar a alguien que nos encandila con sus historias". Y, en este caso, y sin que sirva de precedente, ha esgrimido la reincidencia como atenuante: "Lo viene haciendo desde hace años, con relatos de aventuras, thrillers políticos, intrigas psicológicas...". Asimismo, ha elogiado el "espíritu del premio", que pretende -dice- "poner en valor el oficio de la abogacía".



Un colectivo sujeto a multitud de chanzas malintencionadas, y "mal considerado" por la sociedad, según Lorenzo Silva, que tiró del acervo popular para fundamentar su afirmación. Tras pedir la venia a Carlos Carnicer, que hacía las veces de presidente del tribunal y que realmente es el presidente del Consejo General de la Abogacía Española, recordó un chiste clásico en Estados Unidos en la década de los años 30: "Era un día tan, tan, tan frío en Nueva York que todos los abogados llevaban las manos metidas únicamente en sus propios bolsillos". Carnicer, quizá herido en su orgullo profesional, trajo a colación dos casos paradigmáticos del buen hacer de los letrados en los tribunales españoles.



Habló del abogado de Reus que defendió al ladrón que había desvalijado su casa, "por considerar que la pena exigida era desproporcionada con el daño causado". Y también lo hizo de Javier Caballero, cuyo padre, el sindicalista Tomás Caballero, fue asesinado por ETA. Él mismo se hizo cargo de la acusación particular contra los terroristas cuando fueron juzgados, pero en un emotivo alegato aclaró que su misión en el tribunal "no era la de acusar a nadie sino la de defender a su familia y a la sociedad". Todo un ejemplo moral.



El acusado, entretanto, escuchaba inquieto las intervenciones a tres bandas (fiscal, abogado defensor y magistrado). Llegado el momento de ofrecer su testimonio, advirtió que su intención al escribir la novela era simplemente restaurar la dignidad arrebatada por los especuladores-evangelizadores a los moais. "La idea me vino en la única iglesia católica de la Isla de Pascua. Allí vi el sincretismo religioso en sus vidrieras, en las que los apóstoles arrinconaban a los hombres pájaro" (los héroes de la población indígena, porque eran varones capaces nadar en un mar infectado de tiburones para recoger el primer huevo puesto por las aves en el periodo de cría).



Cuando Bolea calló, el juicio quedó visto para sentencia. Entonces Carnicer emitió su veredicto: "Absuelvo al acusado con todos los pronunciamientos favorables". La literatura había triunfado. Bolea no acabaría como Wilde en la cárcel, pero sí tendría que pagar un pequeño peaje por su atrevimiento. Es el que queda fijado en el voto particular emitido por otro de lo miembros del tribunal, la magistrada Carmen Fernández de Blas, editora de Martínez Roca: "El reo debe recibir una pena no mayor de seis meses y no menor de tres a conceder entrevistas, firmar ejemplares y acudir a las presentaciones del libro que la editorial le exija". Bolea respiró aliviado. El penal de los escritores osados tendría que esperar.