La muerte del científico desencantado
por Rafael Narbona
30 abril, 2011 02:00Ernesto Sábato. Foto: AFP.
Ernesto Sabato afirmaba que la literatura brota de la infelicidad: "Los dioses no escriben". Su muerte al filo de los cien años, no rectifica esta afirmación, pero nos recuerda que la literatura mitiga nuestro sufrimiento.Ernesto Sabato (Rojas, Buenos Aires, 1911) no halló ningún consuelo en la ciencia. Después de doctorarse en Física, trabajar en el Laboratorio Curie de París y ejercer la docencia en la Universidad de La Plata, abandonó la investigación científica para dedicarse exclusivamente a la pintura y la literatura.
Durante sus años en París, había tenido tiempo para conocer el comunismo y desencantarse. Más fructífero había resultado su contacto con el surrealismo, que influyó en su concepción del hecho artístico como exploración del inconsciente y experiencia catártica. El arte nos permite rastrear el subsuelo de nuestro yo y nos libera de nuestros demonios. Pedirle algo más es absurdo. La insatisfacción está en la raíz del impulso creador.
Sabato publicó sus primeros trabajos en la revista Sur de Victoria Ocampo y en La Nación. En 1945, apareció su primer libro, Uno y el Universo, una colección de artículos donde advertía sobre la faceta deshumanizadora del saber científico, esbozando teorías semejantes a las de Günther Anders.
Con la energía nuclear, el ser humano consumaba el ciclo de Prometeo, víctima de su propia ambición de poder y conocimiento. En 1948, se publica El túnel, que le consagra como novelista. Es un relato de corte existencialista, donde se advierte la huella de Camus. La razón no es el motor del progreso, sino una antorcha que nos revela la intrascendencia de la vida. El mundo carece de finalidad, Dios es una vaga esperanza y el amor siempre desemboca en el fracaso.
En Sobre héroes y tumbas (1961), el pesimismo se acentúa. Sin descuidar el mundo contemporáneo, Sabato adopta un tono onírico y metafórico que alcanza sus mejores momentos en el célebre "Informe sobre ciegos", donde el peregrinaje por las catacumbas de Buenos Aires se mezcla con las referencias a Borges, ejemplo de escritor de indudable perfección formal, pero de escasa profundidad psicológica y nulo compromiso moral.
Abaddón el exterminador (1974) cierra la trilogía que compone el núcleo de su obra narrativa. Es la novela más ambiciosa, donde se aprecia la huella de Dostoievski y Joyce. Lo ensayístico convive con lo autobiográfico, el relato se mezcla con especulación y, en general, prevalece un tono de pesadilla que muestra el desamparo del hombre en las postrimerías de un siglo particularmente violento.
La trilogía de Sábato parecía el inevitable umbral del informe Nunca más (1985), donde el escritor reflejaba la ignominia de la Junta Militar que se hizo con el poder en Argentina en 1976. Raúl Alfonsín le encomendó la dolorosa tarea de recoger testimonios y datos sobre torturas y desapariciones. Algunos consideraron que la trayectoria moral y política de Sabato justificaba la elección, pero otros mostraron su discrepancia por lo que consideraban su falta de beligerancia contra la dictadura en los años más ásperos de la represión.
En 1984 se le concedió el Premio Cervantes y quedan definitivamente atrás los meses de luchas infructuosas con las editoriales para sacar a la luz el manuscrito de El túnel.
Sábato ha aportado a nuestras letras una deslumbrante trilogía donde se medita sobre el hombre, el tiempo, la soledad, la muerte, Dios.
Es cierto que el estilo de Sabato no posee la originalidad de Borges, pero hay una divergencia de planteamiento que resta interés a cualquier analogía comparativa. Borges se interesaba por las posibilidades literarias de la metafísica. Su escepticismo le alejaba de cualquier teoría o conclusión. Su terreno era la paradoja, el juego, lo antitético. Sabato postuló la creación de la novela como genuino espacio metafísico, capaz de trascender las limitaciones de la ciencia, el lenguaje e incluso la filosofía.
Sabato no liquida el escepticismo, pero considera que la existencia del Mal como evento ontológico y la disgregación del hombre en tensiones opuestas, exige algo de esperanza. La metáfora del túnel debe resolverse con un atisbo de claridad. Sábato reivindica una restitución de lo mágico, irracional y nocturno en nuestra interpretación de la realidad para evitar una disolución de lo humano en el altar de las evidencias científicas, donde no se contempla la intuición, el misterio y lo sobrenatural.
La progresiva ceguera de Sabato restringió su actividad literaria. Yo puedo certificar que en 1983 me dedicó un libro y me sobrecogió su dificultad para hilar las palabras. Su letra minúscula anunciaba un discreto retiro que sin embargo no frustró su vocación de pintor, escasamente conocida. Borges y Sabato pasaron muchos años en la oscuridad y ahora se reencuentran. Lo más probable es que continúen sus querellas, igual que Aureliano y Juan de Panonia, los teólogos del cuento de Borges, a los que Dios apenas prestó atención, pues no lograba distinguirlos.